Viernes, 01 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

El nombre de Dios es Misericordia


La condición para acoger la misericordia es la humildad, propia de quien reconoce su propia miseria. Si la misericordia no es otra cosa que el amor de Dios volcado sobre el mísero, la primera condición para acogerla es nuestra conciencia de ser pecadores.

por Monseñor José Ignacio Munilla

Opinión

El Jubileo de la Misericordia alcanza uno de sus momentos álgidos en la invitación que el Papa Francisco nos dirige para acercarnos al sacramento del Perdón de los pecados. Justo antes de partir hacia México en su viaje apostólico, en el marco incomparable de una basílica vaticana abarrotada por los “misioneros de la misericordia” (expresión con la que el Papa ha querido designar a los sacerdotes enviados en su nombre a administrar el sacramento de la Reconciliación), y ante los cuerpos de San Pío de Pietrelcina y de San Leopoldo Mandic, dos de los grandes apóstoles del sacramento de la Confesión; el Santo Padre recuerda al mundo que existe esperanza, porque la misericordia de Dios se nos ofrece a todos, sin excepción.

¿Cuáles pueden ser, en el momento presente, los principales obstáculos para acoger esta invitación a abrirnos a la misericordia? En mi opinión, son tres.

El primero es la proyección en Dios de nuestra propia desesperanza. No en vano dice el refrán: “Se piensa el ladrón que todos son de su condición”. Y sucede que cuando en nuestras relaciones ha primado el desengaño, la sospecha o el temor; llegamos a generar una resistencia interior, que se traduce en una incredulidad hacia la posibilidad de un cambio. La confianza, en el fondo, es una expresión combinada de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La etimología del término es significativa: confiar (del latín “confidere”) es actuar con fe. Significa tener fe en que Dios es infinitamente bueno, y al mismo tiempo, tener esperanza en que su Amor es también para mí.

Pero existe también una segunda dificultad en el pensamiento contemporáneo, que nos indispone en gran medida para abrirnos al don de la misericordia. Me refiero a la contaminación del concepto de misericordia por el relativismo. En determinados contextos, se invoca la misericordia negando la misma existencia del pecado: “No existe pecado, ¡Dios es misericordioso!”. De esta forma, se olvida que Jesucristo nos urge en el Evangelio a la conversión y a dar frutos de buenas obras. Baste recordar en este inicio de la Cuaresma, las palabras que acompañan al signo de la ceniza sobre nuestra cabeza: “Conviértete, y cree en el Evangelio”. El relativismo vacía de contenido la misericordia, la desdramatiza hasta el punto de hacer innecesaria la redención de Cristo que conmemoramos en la Semana Santa.

En el libro-entrevista recientemente publicado por Andrea Tornielli (El nombre de Dios es misericordia, Planeta Testimonio), se recogen las siguientes palabras del Papa Francisco: “También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo mismo”. Pues bien, teniendo en cuenta que el relativismo no es otra cosa que una hipertrofia del “yo”, hemos de subrayar que la condición para acoger la misericordia es la humildad, propia de quien reconoce su propia miseria. Si la misericordia no es otra cosa que el amor de Dios volcado sobre el mísero, la primera condición para acogerla es nuestra conciencia de ser pecadores.

Todavía hay un tercer obstáculo que dificulta nuestra apertura al don de la misericordia: la desconfianza en el sacramento de la Confesión. En el citado libro, el periodista le dirige a Francisco una pregunta muy práctica, que a buen seguro hemos escuchado con frecuencia: ¿Por qué es importante confesarse con un sacerdote? ¿No bastaría con arrepentirse y pedir perdón directamente a Dios? Curiosamente, en su respuesta a esta pregunta, el Papa Francisco menciona un episodio bastante desconocido de la vida de nuestro santo patrono, San Ignacio. En efecto, cuando Ignacio cae herido en la defensa del Castillo de Pamplona, comprende que su vida corre peligro e intenta buscar un sacerdote para confesarse. Al no encontrarlo, pide a un soldado que le escuche en confesión. Aun sabiendo que este no podría darle la absolución por no ser sacerdote, Ignacio sentía la necesidad de objetivar su arrepentimiento ante alguien. Las palabras del Papa comentando este episodio de la vida de San Ignacio son muy interesantes: “Somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene también un aspecto social, pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por mis pecados. Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús.”

Si yo tuviese que elegir dos fotografías entre las imágenes que mejor definen el carisma del pontificado del Papa Francisco, me quedaría con la imagen en la que besa con ternura el rostro terriblemente deformado de un enfermo; y en segundo lugar, escogería la imagen del Papa arrodillado confesándose. Son dos imágenes tan impactantes como significativas, que traducen a la perfección lo que la Iglesia entiende por Misericordia.

Siguiendo la iniciativa de la Santa Sede, celebraremos las “24 Horas para el Señor” en la Basílica de Loyola, en el Santuario de Aránzazu y en la Catedral del Buen Pastor. En este último lugar, desde las 19:00 del 4 de marzo, hasta las 19:00 del 5 de marzo. Obviamente, existen otros horarios y lugares para confesarse. Pero se trata de visualizar un signo de que las puertas de la misericordia están siempre abiertas. Dios no se cansa nunca de perdonar, aunque nosotros nos hayamos cansado de pedir perdón.
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