Poderosos
por Carmen Cabeza
La Plaza de Oriente es un sitio delicioso, con jardines bien cuidados y vistas al Palacio Real, muy apreciado por madrileños, visitantes y turistas. Desde que hace años se soterró el tráfico y se hizo un gran aparcamiento subterráneo, es además una zona peatonal muy animada, pero tranquilísima. En la parte cercana al Teatro Real abundan los restaurantes y las terrazas. Cuando hace calor, los toldos y los humificadores refrescan las zonas que ocupan las mesas, en invierno las estufas y mamparas garantizan el confort, así que siempre está muy concurrida.
Hace unos días pasé por allí, serían las cinco de la tarde y la calle estaba copada por coches, conductores y quizá algún guardaespaldas. Los usuarios de las terrazas, obligados a sentarse junto a un desordenado aparcamiento, y los peatones, forzados a avanzar sorteando los obstáculos de un laberinto de coches.
En ese momento se abrió una puerta que da acceso privado a un restaurante y salieron algunas personas. Sus caras me resultaron vagamente familiares por la prensa, pero no pude recordar sus nombres, ni tampoco los motivos por los que aparecen en los medios. Lo mismo podían ser del mundo de la política que altos cargos públicos o del deporte, espero que al menos su fama no se deba a algún escándalo. Salían rápidamente, como si no quisieran molestar y pretendiendo aparentar discreción, pero su indisimulable expresión de autocomplacencia y el despliegue -perfectamente evitable- que habían provocado delataba todo lo contrario. No habían tenido el mínimo reparo en incumplir las normas establecidas para el uso este espacio, considerándose con derecho a un privilegio autoconcedido en su propio beneficio y en detrimento de los demás.
Hoy en día, que tanto se habla de los privilegiados, no está de más recordar brevemente el sentido de este término pues, como otras muchas palabras, a fuerza de ser utilizado erróneamente ha acabado por pervertirse su significado original. Ya en el siglo VII el gran filósofo San Isidoro de Sevilla fundamenta el derecho en la ética y establece que el “privilegio” beneficia a un particular, pero debe ser respetado por todos y, por ello, inscribirse también dentro de la ley. Posteriormente el Decreto de Graciano recoge en el siglo XII esa misma idea, de manera que los privilegios son contemplados como ventajas concedidas a alguien en virtud de circunstancias que lo justifican. Este matiz es lo que sitúa al privilegio dentro del marco de la justicia y evita el abuso. Por el contrario, la falta de respeto a la ley -y a los demás- es lo que hace intolerables los privilegios auto-arrogados, lo que exaspera a la sociedad y deteriora la convivencia.
Poco tiempo después asistí a una charla titulada No llevéis nada. A lo largo de media hora, mi amigo José Mari fue analizando a la luz del Evangelio las seguridades a las que nos aferramos, la futilidad de nuestra autosuficiencia, la falsedad de las apariencias sobre las que a menudo construimos nuestros castillos de naipes y otras consideraciones en esa línea. Ya casi al terminar se refirió al poder como concepto distinto del de autoridad, algo que ya los romanos distinguían bien. El poder se otorga, cualquier persona puede recibirlo, se da y se quita. La autoridad, sin embargo, ni se otorga ni se retira, sólo se puede reconocer en quién por su reputación ya la posee.
Pensaba yo que el abuso del poder y de los privilegios es propio de individuos sin autoridad, aunque lamentablemente con poder -sea mucho o poco- que ejercen de manera arbitraria. Por el contrario, las personas realmente importantes -con autoridad-, tengan o no poder otorgado, suelen caracterizarse por su sencillez y su aversión a lo aparatoso. Me temo que el ajetreo en el que viven algunos poderosos no les deja tiempo para leer a los clásicos y mucho menos para meditar las Escrituras.