Domingo, 28 de abril de 2024

Religión en Libertad

¡Atrévete a ser como Jesucristo! «A servir y a dar la vida»


¿Imagináis qué fuerza tendría decir a los hombres, aquí y ahora, con seguridad, con fundamentos, con evidencias de testigos, que el Evangelio no está contra ellos, sino que está a su favor?

por Monseñor Carlos Osoro

Opinión

Quisiera acercarme a cada uno de vosotros con la historia real, esa que tenemos y sucede en cada uno y de la cual podríais hablar largo y tendido. Nuestra historia tiene preguntas y respuestas, acontecimientos, personas, situaciones, vivencias, experiencias, lugares, es decir, en nuestra historia siempre hay un paisaje interior y exterior.

En nuestra historia hay respuestas y preguntas existenciales. Todas ellas brotan de la vida cotidiana. Os habéis preguntado en serio, ¿quién soy yo de verdad? ¿Quiénes sois de verdad cada uno de vosotros y los demás? ¿Habéis tenido el atrevimiento y la osadía de preguntaros esto? Entre vosotros hay algunos que lo tenéis todo para ser felices, de tal manera, que salvo un desagraciado imprevisto, el futuro parece perfectamente encarrilado. Otros no lográis entender qué es lo que está pasando en este mundo nuestro y tenéis la sensación de asfixia y de engaño, de vivir en un mundo acartonado y con un horizonte estrecho, que se manifiesta en la pobreza, la falta de trabajo, la sensación de que nos han abandonado. Pues bien, hay dos caminos para vivir y construir la historia: o vivir desde los intereses personales o de grupo, es decir, construyendo un reino con las fuerzas que vienen de los hombres, o vivir desde los intereses que engendra el proyecto de vida que nos regala Jesucristo, “sirviendo” y “dando la vida por los demás”, es decir, regalando y dando rostro al Reino que tiene su máxima expresión en el mismo Jesucristo.

Me atrevo a deciros que hagáis una apuesta: volver vuestra mirada y vuestra vida a Jesucristo. La Iglesia se hace presente en el mundo y se presenta con el mismo anuncio de siempre, que es su gran tesoro: “Jesucristo es el Señor; en Él, y en ningún otro, podemos salvarnos” (cf. Hch 4, 12). De ahí que “evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda”. Escucha, siente y percibe cómo el Señor se dirige a ti como lo hizo con San Pablo y oye lo que te dice Él: “Pasa por Macedonia y ayúdanos” (Hch 16, 9). Y, para nosotros, Macedonia es nuestro mundo. ¡Arriesga la vida por algo importante! En un mundo como el nuestro que tiene necesidad de Dios, no te entretengas en sospechas sobre Él y sobre la Iglesia, ¿imagináis qué fuerza tendría decir a los hombres, aquí y ahora, con seguridad, con fundamentos, con evidencias de testigos, que el Evangelio no está contra ellos, sino que está a su favor? Pensad lo que sucedería si cada uno de nosotros, con la responsabilidad que nace del Bautismo y de ser miembros vivos de la Iglesia, de salir por los lugares donde hacemos nuestro vivir diario y a cada persona que encontremos, le dijésemos así: ¿a qué tienes miedo? Te lo aseguro, el Evangelio no está contra ti, está a tu favor. Y que, al mismo tiempo, pudiéramos mostrar que la esperanza que proponemos de cambio del mundo no está basada en unas metas utópicas, sino que tiene para nosotros un nombre propio, Jesucristo. Toda nuestra tarea es ofrecer una persona que nos regala una forma de vivir y un camino a recorrer.

En esta nueva época que está naciendo, hay que proponer esa novedad radical que San Juan Pablo II nos ha descrito en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, con estos términos: “un rostro para contemplar”, “caminar desde Cristo”, “testigos del amor”. Novedad que podríamos describir diciendo que Dios no necesita defensores, sino testigos. Necesitamos ser testigos de la fe, sin complejos ni agresividad, humildes, bastante lúcidos para amar nuestra época y discernir sus grandezas y sus límites, respetuosos con el caminar de Dios en el corazón de cada cual. Es Él quien pone el ritmo.

Con San Juan Pablo II, os hago la misma pregunta que le planteaban a Pedro y a los demás Apóstoles, “¿qué hemos de hacer hermanos?” (Hch 2, 37). Y la respuesta nos la entrega también este Santo: “No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe… Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste… La perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad… Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración” (cf. NMI 29-32). El encuentro con la Belleza que es el mismo Jesucristo, tiene un itinerario imprevisible.

Siempre me ha impresionado este texto del Evangelio, por lo que tiene de singularidad del encuentro con el Señor, del ciego y de la pregunta que el Señor le hace ante los gritos y las llamadas del ciego: “¿Qué quieres que te haga? Él dijo: ¡Señor, que vea! Jesús le dijo: Ve. Tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios” (cf. Lc 18, 35-43). Y me impresionó este texto porque el ciego es representativo de todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A todos el Señor nos hace una llamada gratuita de amor, que nos invita a participar en su propia vida. Y la hace con una pregunta que el ser humano puede rechazar desde su libertad, “¿qué quieres que te haga?”. Encontrarse con la Belleza que es el mismo Jesucristo, pedirle ver y comenzar a “Ver” lo que nunca podíamos haber imaginado, porque no se trata solamente de la visión física, es otra manera de ver la realidad, las personas, las cosas; es otro modo de vivir los valores de la vida; es poner en el centro de la existencia a Dios; es entender al hombre como Dios mismo lo entiende; es mirar al otro no como alguien que me estorba o entorpece mi existencia, sino como alguien que necesito y lo tengo que tratar como si de Dios mismo se tratase. El encuentro con la Belleza, que es el mismo Jesucristo, para ser miembro vivo y activo de esta nueva época, es ineludible para presentar a quien salva a este mundo.

Nunca me gustó quedarme en deplorar o denunciar las fealdades de nuestro mundo, que es verdad que existen. Tampoco creo que es suficiente, en nuestra situación histórica desencantada, solamente hablar de justicia, de deberes, de programas aunque sean pastorales, de exigencias evangélicas. Sinceramente, creo que hay que hablar con un corazón que esté cargado de amor compasivo, experimentando la caridad que da con alegría y suscita siempre entusiasmo. En este mundo nuestro, estoy cada día más convencido que lo que hace falta es irradiar la belleza de todo aquello que es verdadero y justo en la vida. Esta es la belleza que arrebata el corazón del hombre y lo pone en la dirección de Dios. A este mundo hay que hacerle entender y comprender lo que Pedro y los otros discípulos que lo acompañaban entendieron ante Jesús Transfigurado. Recuerda que lo expresan con estas palabras llenas de belleza, cuando se encuentran con la Belleza: “Señor, ¡qué bien estamos aquí!” (Mt 17, 4ss).

Para asumir la misión y el estilo de vida que requiere la misma, os propongo: 1) que tengamos claro lo que somos y que tan bellamente nos dice el Señor. “Vosotros sois sal de la tierra”… Vosotros sois la luz del mundo”; 2) que asumamos un estilo de vida que salió de labios de Jesús: “Padrenuestro”. Es vivir saliendo de nosotros mismos, eso es lo que decimos en la expresión “que estás en el cielo”. Es vivir sabiendo mirar las huellas de Dios en todo lo que existe, “santificado sea tu nombre”. Es vivir con ganas de que el Reino de Dios se haga realidad, pues los reinos de este mundo no nos gustan, “venga a nosotros tu Reino”. Es vivir diciendo a Dios aquí me tienes, te entrego la vida, “hágase tu voluntad”.
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