Una gran Alegría
El humo blanco que salió de la Capilla Sixtina se alzó, dispersando de nuevo cálculos y pronósticos
Atento al tiempo de la Iglesia y al significado profundo de la liturgia cristiana, Benedicto XVI había elegido cuidadosamente el momento del anuncio de una decisión impactante, tomada mucho tiempo antes. La decisión de renunciar al pontificado fue anunciada tan cerca del inicio de la cuaresma, periodo de penitencia que durante medio siglo los papas comienzan con una semana de silencio y meditación para los ejercicios espirituales. Una semana que, un año después, coincide sugestivamente con el primer aniversario de la elección de su sucesor, en retiro con sus colaboradores más estrechos. Y podemos estar en lo cierto, que Francisco vive con un especial significado esta singular circunstancia.
De aquella noche lluviosa y fría, los recuerdos son muchos y diversos, pero –en la novedad sin precedentes de un obispo de Roma llegado «casi del fin del mundo»– el signo característico más novedoso de su primera palabra, tan meditada como simple, fue ciertamente la oración junto a los fieles. Y al «Padre Nuestro», al «Ave María» y al «Gloria» por su predecesor, siguió el silencio de la gente para invocar la bendición de Dios. Sólo entonces el sucesor del apóstol, Pedro, bendijo «a todos los hombres y mujeres de buena voluntad», para despedirse anunciando que al día siguiente iría a pedirle a la Virgen la protección para la ciudad.
Ha transcurrido un año desde la Gran Alegría («gaudium magnum») y es justo en la parte de la relación con Dios como mejor se comprende el pontifi - cado de Francisco. El Papa explica casi cada día cuando comenta las Escrituras, y recuerda, que la misericordia de Dios no se cansa de llamar a cada persona («miserando atque eligendo»); le sucedió a él mismo un septiembre ya lejano, pero tan vivo en el recuerdo que parece ayer.
Serán los historiadores los que profundicen en aquella sucesión papal que no ha tenido precedentes en la historia de la Iglesia de Roma, pero ya ahora parece claro que fue el gesto ejemplarmente humano y cristiano de Benedicto XVI (protagonista de un pontificado grande e importante, para muchos evidente en su final) lo que preparó la elección del arzobispo de Buenos Aires.
La reflexión sobre la renuncia del Papa fue lo que predispuso a los cardenales a escuchar profundamente las palabras de Bergoglio los días anteriores al Cónclave y lo que convenció a los electores de la urgencia de una Iglesia cada vez más misionera y menos autoreferente. El humo blanco que salió de la Sixtina se alzó así en la oscuridad bajo la lluvia de una fría noche romana, dispersando de nuevo cálculos y pronósticos, no sólo periodísticos... Con el anuncio de un pontificado que se ha dirigido con decisión al camino de la renovación y continuando con aquel iniciado y solicitado por el Concilio hacía medio siglo de involucrar a toda la Iglesia, que no quiere permanecer cerrada en sus propios muros, sino dar testimonio de la alegría y la esperanza del Evangelio a los hombres y las mujeres de hoy.
Director de «L’Osservatore Romano»
© La Razón
De aquella noche lluviosa y fría, los recuerdos son muchos y diversos, pero –en la novedad sin precedentes de un obispo de Roma llegado «casi del fin del mundo»– el signo característico más novedoso de su primera palabra, tan meditada como simple, fue ciertamente la oración junto a los fieles. Y al «Padre Nuestro», al «Ave María» y al «Gloria» por su predecesor, siguió el silencio de la gente para invocar la bendición de Dios. Sólo entonces el sucesor del apóstol, Pedro, bendijo «a todos los hombres y mujeres de buena voluntad», para despedirse anunciando que al día siguiente iría a pedirle a la Virgen la protección para la ciudad.
Ha transcurrido un año desde la Gran Alegría («gaudium magnum») y es justo en la parte de la relación con Dios como mejor se comprende el pontifi - cado de Francisco. El Papa explica casi cada día cuando comenta las Escrituras, y recuerda, que la misericordia de Dios no se cansa de llamar a cada persona («miserando atque eligendo»); le sucedió a él mismo un septiembre ya lejano, pero tan vivo en el recuerdo que parece ayer.
Serán los historiadores los que profundicen en aquella sucesión papal que no ha tenido precedentes en la historia de la Iglesia de Roma, pero ya ahora parece claro que fue el gesto ejemplarmente humano y cristiano de Benedicto XVI (protagonista de un pontificado grande e importante, para muchos evidente en su final) lo que preparó la elección del arzobispo de Buenos Aires.
La reflexión sobre la renuncia del Papa fue lo que predispuso a los cardenales a escuchar profundamente las palabras de Bergoglio los días anteriores al Cónclave y lo que convenció a los electores de la urgencia de una Iglesia cada vez más misionera y menos autoreferente. El humo blanco que salió de la Sixtina se alzó así en la oscuridad bajo la lluvia de una fría noche romana, dispersando de nuevo cálculos y pronósticos, no sólo periodísticos... Con el anuncio de un pontificado que se ha dirigido con decisión al camino de la renovación y continuando con aquel iniciado y solicitado por el Concilio hacía medio siglo de involucrar a toda la Iglesia, que no quiere permanecer cerrada en sus propios muros, sino dar testimonio de la alegría y la esperanza del Evangelio a los hombres y las mujeres de hoy.
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