Lunes, 29 de abril de 2024

Religión en Libertad

Lourdes, ventana abierta al cielo, mordaz paradoja

Virgen de Lourdes.
En Lourdes todo es expresión de fe, desde las curaciones y peregrinaciones a los pequeños «souvenirs».

por Carmen Castiella

Opinión

Pido al Espíritu Santo escribir unas líneas que alegren el corazón de la Virgen en su fiesta del 11 de febrero. Que hagan mínimo honor a la belleza, juventud e inmenso amor por sus hijos enfermos de la Virgen de Lourdes. Unas líneas que describan cómo esa gruta es una ventana abierta al Cielo

Espíritu Santo, remueve mi apatía y ensimismamiento; cambia el eje de mis pensamientos cansinos para que el centro sea Cristo. Espíritu Santo, aletea sobre mi caos para que estas líneas no suenen viejas, rancias y estereotipadas, y alegren el corazón de mi Madre del Cielo.


 
Lourdes es uno de los lugares a los que siempre me hace ilusión volver. Al acabar la carrera, estuve viviendo en Francia y es un país que llevo en el corazón, contra la costumbre de los españoles, enemigos íntimos. Lo que más amo de Francia es la Rue du Bac en París [lugar de las apariciones de la Medalla Milagrosa] y la gruta de Lourdes, una ventana abierta al Cielo a los pies del río Gave.

Cada viaje ha sido una inversión, no solo en eternidad, sino también en salud física y espiritual. Es una peregrinación que suele hacerse incómoda en algún momento, habitualmente por la lluvia,  pero siempre merece la pena. No me canso de recomendarla a cualquiera, creyente o no creyente; aunque acuda por pura curiosidad. No nos pongamos puristas con las intenciones de los demás y las nuestras. La Virgen es madre amantísima y bendice hasta la curiosidad de sus hijos más pequeños.
 
Nuestro primer viaje a Lourdes fue hace unos siete años por un problema de salud de uno de mis hijos, que tenía entonces cinco años. A nuestro aire, sin nada organizado e improvisando casi todo. Me bañé en la piscina con él en brazos. Fue una experiencia preciosa y, el resultado, sorprendente. No cuento más por preservar la intimidad de mi familia. Lourdes es siempre un oasis, una recarga de baterías y de gracia. Nuestra última visita a la Virgen fue hace un año, como si hubiera querido darnos fuerzas para lo que venía. A las semanas, pasamos el coronavirus y el agua que trajimos nos dio paz y consuelo, además de una rápida recuperación. Hay algo de su presencia en ella. Es como tener a tu madre velando tu enfermedad a los pies de tu cama.
 
El agua de Lourdes es un agua normal, ligeramente calcárea y similar a cualquier otro agua de manantiales cercanos, sin ninguna propiedad específica. Brota de un manantial independiente del río Gave de Pau y se conduce por unos canales hacia los grifos y piscinas. Habitualmente, en Lourdes, el medio más frecuente de las curaciones es el empleo del agua de la fuente con fe y sencillez de niños.

Santa Bernardita Soubirous dijo en una ocasión: "Este agua es considerada como un medicamento... pero tienes que guardar la fe y orar: ¡este agua no podría hacer nada sin fe!" Pues eso.
 
En Lourdes, como en otros lugares de apariciones marianas, Dios se propone con signos pero no se impone. Así, en Lourdes, hay suficiente “luz para creer”, pero también algo de “sombra” que conserve en el hombre la libertad de creer o no creer. 

De todas formas, lo que algunos viven como una sombra (por ejemplo, los abundantes comercios de souvenirs religiosos que rodean el santuario), a otros nos llenan de ternura. Me encanta comprar con mis hijos imágenes de la Virgen y repartirlas después porque contienen algo de su presencia para quien las usa con fe, no como amuletos o superstición.
 
En este sentido, me cautiva la ironía de André Frossard, autor de Dios existe. Yo me lo encontré, al hablar de la mordaz paradoja que encierra el desprecio intelectual por el mundo de la religiosidad popular, la devoción mariana y el ambiente de los santuarios y peregrinaciones.

En una entrevista que le hizo Vittorio Messori (Hipótesis sobre María) responde provocador y divertido: “El más allá, créame, va a ser una buena sorpresa para los sabios sofisticados. No solo descubrirán que el Otro Mundo realmente existe, sino que además se convertirán en objetivo de la benévola y espléndida ironía del Dios cristiano. En efecto, creo que realmente esos señores tan meticulosos se encontrarán en su paraíso todo lo que les había horrorizado en vida: las botellas de plástico con forma de la Virgen, los pisapapeles con el santuario lleno de nieve cuando se le da la vuelta, las imágenes de María y de los santos populares para pegarlas en el salpicadero del coche y todo ese mundo kitsch. Y lo mejor será que todo ese bazar les gustará muchísimo, porque Dios les habrá devuelto a la infancia espiritual e intelectual que habían perdido y que habían despreciado tanto. Serán felices para siempre, deleitándose para siempre entre toda esa pacotilla de mercado de santuario”. 
 
Soy consciente del brusco volantazo que voy a dar al hilo del artículo, pero, una vez que cito a André Frossard, me engancho. Me conmueve y me hace reír. Creo que a la Virgen también. Tomadlo como un homenaje a los intelectuales católicos franceses. Por ejemplo, a día de hoy, creo que en España no hay escritores católicos de la altura de Fabrice Hadjadj. No tienen complejos y tampoco rastro de fe ideológica, pero sí una potencia de fe que genera inteligencia.
  
Así que ahí va un brevísimo relato autobiográfico del genial André sobre su conversión en una pequeña capilla del Barrio Latino de París: “Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, 'católico, apostólico, romano', llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.
Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba en torno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

»No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré”.

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