Ataque a la libertad de la Iglesia, que aplaude a sus enemigos
por Stefano Fontana
En el tema de la prohibición de las misas con público debido al coronavirus surge una cuestión fundamental: la Libertas Ecclesiae, la libertad de la Iglesia. El caso italiano, con un acuerdo firmado por el Gobierno y la Conferencia Episcopal que regula la liturgia, es emblemático, pero en muchos otros países se está llevando a cabo de manera diferente.
El Estado no puede meter las narices en lo que sucede en el altar. Si lo hace y la Iglesia lo acepta, la Libertas Ecclesiae se pierde. Si no es libre en el altar, la Iglesia no es libre en ningún otro campo. En estos tiempos nuestros se necesita, por lo tanto, luchar nuevamente por la Libertas Ecclesiae, como en tantas ocasiones en la historia, pero con una gran diferencia: anteriormente era el liderazgo de la Iglesia el que dirigía la batalla, y ahora ya no es así.
En nombre de la Libertas Ecclesiae se fundaron nuevas órdenes religiosas, como la fundada en Cluny. En nombre de la Libertas Ecclesiae, Hildebrando di Soana (es decir, Gregorio VII) excomulgó al Emperador y lo acogió como penitente en Canossa. En nombre de la Libertas Ecclesiae, Bonifacio VIII anticipó la “bofetada” de Anagni con el documento Unam Sanctam. En nombre de la Libertas Ecclesiae, Santa Catalina de Siena insistió en el regreso de los pontífices de Aviñón a Roma. En nombre de la Libertas Ecclesiae, los vandeanos tomaron las armas y muchos sacerdotes fueron masacrados por no aceptar la Constitución Civil del Clero. En nombre de la Libertas Ecclesiae, Pío IX excomulgó al Estado italiano después de Porta Pia, se consideró prisionero y emitió el non expedit. En nombre de la Libertas Ecclesiae, la Iglesia polaca se enfrentó al poder comunista con sacrificio, el cardenal Wyszynski languideció en prisión y Juan Pablo II trabajó por una Europa cristiana. En nombre de la Libertas Ecclesiae, el cardenal Zen todavía defiende hoy la sufrida y verdadera Iglesia católica china.
La declaración de Augsburgo (cuius regio eius religio) negaba la Libertas Ecclesiae, pero era una cosa protestante y no católica, como la Paz de Westfalia. La política eclesiástica de José II del Sacro Imperio Romano Germánico fue soportada pero no aceptada por la Iglesia. Fue también la Iglesia la que se opuso al nuevo Estado italiano que dispersó las órdenes religiosas, confiscó las propiedades, suprimió las obras piadosas y condicionó el nombramiento de obispos con el exequátur.
La libertad de la Iglesia se basa en su divina institución. Cristo la ha constituido, ha enviado el Espíritu para sostenerla y guiarla, le ha enseñado cosas propias, la ha hecho administradora de la gracia, ha establecido un orden jerárquico en ella, le ha dado una misión, le ha dicho cómo adorarlo en la liturgia, le ha enseñado cómo rezarle, la ha hecho parte de una “maternidad sobrenatural”, le ha dicho que respete las autoridades terrenales que se apoyan en el derecho natural que tiene a Dios como autor, y también que obedezca a Dios antes que a los hombres.
La libertad de la Iglesia implica una reivindicación de independencia absoluta como fruto de una sumisión igualmente absoluta a Dios. Los derechos de la Iglesia se basan en los derechos de Dios y no en el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos. La Iglesia es soberana en la custodia de las verdades reveladas y de la ley moral natural, es soberana en la determinación de la liturgia porque Dios debe ser adorado como Él quiere y no como los hombres desean, es soberana en la educación de los niños y de los jóvenes porque la educación es como la continuación de la creación, es soberana en la santa constitución del matrimonio y de la familia y es, por último, soberana en la caridad que es participación en la vida misma de Dios.
Los estados modernos, sustancialmente ateos, han ido quitando progresivamente a la Iglesia la soberanía en la educación (con el monopolio de la escuela pública), en el matrimonio (con el matrimonio civil y el divorcio), en la caridad (con la asistencia burocrática). El Estado de hoy ha conseguido aún más: ha quitado a la Iglesia la soberanía sobre la doctrina y la moral, impidiéndole impartir enseñanzas contrarias a los “nuevos derechos” que entretanto el Estado había reconocido y ahora, aprovechando la epidemia, le quita la soberanía sobre la liturgia, regulando los altares con sus gritos.
¿Se opone hoy en día cuanto menos una resistencia (cuando no una contraofensiva) a la erosión de la Libertas Ecclesiae? No, porque la erosión de la libertad que en la modernidad se produjo en conflicto con la Iglesia, que se resistía y luchaba, hoy se produce con el consentimiento de la Iglesia, ya que ella misma está pidiendo perder su libertad, incluso considerándola una exigencia del Evangelio: desaparecer como Iglesia al servicio del mundo, vaciarse en la misión, encontrar a Dios en el hombre. No hay protesta porque los católicos tienen que enseñar a los niños y jóvenes lo que el Estado quiere que se les enseñe; tampoco hay protesta porque la ley civil ha acabado con el matrimonio, pero el pluralismo de opciones se acepta como algo bueno; nadie se queja de que la caridad de la Iglesia dependa del Estado. Y de la misma manera, hoy nadie se queja si el Estado ordena que el sacerdote celebrante toque el Cuerpo del Señor sólo con guantes.
La diferencia verdaderamente importante es que la Iglesia de Gregorio VII luchó por su libertad, mientras que la Iglesia de hoy parece feliz con su falta de libertad, incluso parece que desea aumentarla. Y hasta se lo agradece a los que se la quitan.
Publicado en Brújula Cotidiana.
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