Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

Ha muerto Miret, amigo mío


La deriva de Enrique Miret hacia posiciones tan ásperas anti eclesiales hay que buscarla en el ruido del «aggiornamento» conciliar. Como a tantísimos seglares, sacerdotes, religiosos y religiosas, el Concilio se les indigestó.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

El 12 de octubre falleció en Madrid, a los 95 años de edad, simplemente de viejo, Enrique Miret Magdalena, notorio disidente de la Iglesia y, sin embargo, buen amigo mío, aunque desde hace ya bastantes años, no coincidíamos en ningún «evento» ni nos veíamos personalmente. Nuestros caminos eran de tal modo divergente, que no había modo de que se cruzaran en ningún punto. A pesar de ello, fui, con mi mujer, tal vez el primero de sus amigos, antiguos o nuevos, en acudir al tanatorio donde se había instalado la capilla doliente. Allí estaban sus numerosos hijos, que nos recibieron muy afectuosamente, y al poco llegó la viuda, Isabel, hecha una pasita, que nos abrazó con gran cariño, porque nosotros éramos de los amigos de siempre. Comentamos con Isabel y sus hijos, que Enrique había muerto en una fecha muy significativa para él, la Virgen del Pilar, ya que había nacido en Zaragoza de familia de honda raigambre religiosa y zaragozana.
 
No tengo espacio ahora de bosquejar una biografía de Miret, aunque sea mínima, del que con toda seguridad sé muchas más cosas que esos que en los últimos días han publicado necrológicas plagadas de tópicos, lugares comunes y no poca sandeces. Conocí a Enrique hacia finales de los años cincuenta, siendo él presidente de los Graduados de Acción Católica, y este amanuense redactor de «Signo», el semanario de los Jóvenes de Acción Católica. Luego, de manera intermitente, emprendimos o trabajamos juntos, en varias aventuras de diverso tipo, siempre con el ánimo de «salvar al mundo». La relación sería larga, y su explicación aún mucho más larga y compleja.
 
Cuando los socialistas ganaron las elecciones en octubre de 1982, Enrique Miret fue nombrado por el nuevo ministro de Justicia, el «vaticanista» Fernando Ledesma, director general de Menores, que a su vez me nombró jefe de Instituciones, o sea, de todos los orfanatos y reformatorios de España, propios o concertados, no se cuantos de ellos, pero muchos. Elaboré un ambicioso plan para evitar que los acogidos acabaran en la calle, como solía ocurrir con demasiada frecuencia, pero duré sólo seis meses. Al parecer, mi principal misión iba a consistir en expulsar a sacerdotes, religiosos y religiosas de la gestión de no pocos centros, para lo que, lógicamente, no tenía ninguna vocación. Para mí, la Iglesia, en todas sus manifestaciones, es siempre lo primero. Un detalle curioso: al cesar, las funcionarias del servicio me despidieron con una comida que pagaron ellas, en agradecimiento al trato que les había dispensado. Nunca antes habían tenido un gesto igual. Ni después, porque la Obra de Menores, posiblemente centenaria, fue descuartizada y sus despojos arrojados a las fieras de las autonomías.
 
La deriva de Enrique Miret hacia posiciones tan ásperas anti eclesiales hay que buscarla en el ruido del «aggiornamento» conciliar. Como a tantísimos seglares, sacerdotes, religiosos y religiosas, el Concilio se les indigestó, y en la encrucijada post-conciliar tomaron el camino equivocado, y algunos tan errado, que terminaron en la apostasía, el agnosticismo o la masonería. Ese fue el caso, probablemente, del grupo socialista llamado «vaticanista», por su antigua vinculación a los jesuitas, que capitaneaba Gregorio Peces Barba, y del que formaban parte, «salvo error u omisión», el ya citado Fernando Ledesma, Liborio Hierro, Leopoldo Torres, Gustavo Suárez Pertierra, Tomás de la Quadra Salcedo, Enrique Miret, María Teresa Fernández de la Vega –que empezó entonces su fortuna indumentaria y política- y otros. Este sector, inicialmente, se acogió a los faldones demócrata-levíticos de Joaquín Ruiz-Giménez, pero viendo que el hombre del Vaticano no se comía una rosca política, acabaron en brazos de Felipe González, que no hacía ascos a nadie siempre que respetaran su caudillaje, y, probablemente, en algún círculo triangular.
 
Enrique Miret, doctor en Químicas y dedicado toda su vida a la gestión de los negocios de su padre, Miret Espoy, hasta que tuvo que cerrarlos en 1983, participó en la creación de la Asociación de teólogos Juan XXIII, que llegó a presidir, y a la que importa un rábano la teología. Lo suyo era y es, política y sólo política «gauchista», dar pataditas a las columnas pétreas de la Iglesia como los adversarios del Real Madrid buscan los tobillos de Ronaldo, ¿por encargo? El padre Díez Alegría, colega del padre Llanos, el claretiano comunista Benjamín Forcano, el ex sacerdote y ahora sospecho que masón, Juan José Tamayo y los demás, no creo que tengan ningún interés en «purificar» a la Iglesia con sus constantes críticas tan extremadamente acerbas, sino barrenar la nave de Pedro, a ver si logran abrir una vía de agua en la línea de flotación. Para hundirla, naturalmente. Por mi parte siempre lamenté que mi amigo Enrique Miret, por el que sentía un verdadero afecto, hubiera terminado metido hasta el cuello en estas trochas, pero es que no se puede jugar con fuego. Pido a Dios, en todo caso, que sea infinitamente misericordioso con todos nosotros, incluso con los que se ofuscan y emprenden caminos equivocados.
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