La pasión de Barrabás
por Eduardo Gómez
Poco se sabe de la historia de Barrabás, más allá de lo puntualizado en los evangelios. Un auténtico misterio que en el tiempo de Pascua de Resurrección parece oportuno reeditar.
Históricamente se ha especulado bastante con su figura; desde esa imagen de bandido e insurgente revolucionario hasta la posibilidad de que pudiera tratarse de un notable auriga. Sobre el personaje se han barajado hipótesis para todos los gustos y públicos. En todo caso, resulta innegable que la suerte de Barrabás quedó ligada a Cristo. Durante la Pasión, Barrabás y Jesús de Nazaret fueron las dos caras de la moneda. Una cara oscura y siniestra frente a una cruz refulgente y gloriosa. Dos hombres con destinos en apariencia contrapuestos.
Con respecto al hombre liberado a costa de Nuestro Señor, solo caben dos posibilidades: que conociera el relato oficial de aquellos entonces y pensara haber sido puesto en libertad a expensas de un rabino sedicioso de quien se contaban milagros por doquier, o bien que de alguna manera fuera consciente de la identidad hipostática del Crucificado. En el primer supuesto, la relevancia de Barrabás sería anecdótica, un dato más para los archiveros. Pero ¿qué hubiera sido de Barrabás de haber ido tras los pasos de la otra cara de su destino en Jerusalén?
Esa fue la hipótesis cavilada en la novela histórica que bajo el título de Barrabás escribió Pär Lagerqvist en 1950 y que más tarde llevaría al cine flamantemente Richard Fleischer.
En la conmovedora historia relatada con dureza y belleza a partes iguales por Lagerqvist, hallamos en Barrabás a un ex recluso que intuye que su liberación fue debida a alguna razón providencial, razón que no acierta a comprender y le mantiene en vilo. En el regreso a su rutina de sujeto zascandil caracterizada por la brutalidad, la inconsciencia y el desapego, nuestro hombre se siente aturdido por la luminosidad de aquella cruz entre tinieblas. ¿Cómo es posible que aquel hombre inocente del que se dice que es Hijo de Dios acabara crucificado en su lugar? Esa es la incesante comezón que golpeaba el alma pesarosa de un reo sobrepasado por los acontecimientos. Un liberado que no tenía paz. El tiempo se había detenido justo en el momento en que se aprestó a presenciar voluntariamente la crucifixión que tanto pesar le causaba en sus adentros sin saber porqué. Era el comienzo de la pasión de un hombre cuya fortuna estaba asida a la mayor obra redentora de la Historia.
La pasión es sinónimo de padecimiento, más sabemos por Aristóteles que la pasión describe un movimiento o traslación de una cualidad, producida por la acción de otro ser. Durante la obra de Lagerqvist, la catarsis de fe experimentada por el liberado Barrabás (así le llama el escritor sueco) resulta de lo más traumática, y es que difícilmente pudo ser de otra manera. El camino de su conversión es escarpado, doloroso e incierto, viviendo a veces a tientas una búsqueda que su corazón no termina de aceptar, ni su obtusa mente termina de entender.
Se trata de un proceso tortuoso en el que primeramente tiene lugar el diálogo entre la fe y el misterio: “Desde que lo vio en el pretorio, sintió que había en él algo extraordinario. No hubiera podido decir que era: simplemente lo sentía. No creía haber encontrado jamás a un ser semejante“. Acto seguido la fe chocaría con la incredulidad de un hombre que ni daba crédito a las circunstancias: “¡El hijo de Dios crucificado! ¿No comprendes que es imposible?" El misterio atrapa a Barrabás, pero cuando los cristianos con los que se encuentra le revelan la verdad, esa incredulidad tan humana se opone a la conversión; le desborda el hecho de que fuera el hijo de Dios quien, inerme, ocupara expresamente su puesto en el cadalso.
Más tarde, durante una aciaga búsqueda plagada de pesadumbres, su pasión trasmuta hacia la duda conforme los allegados que Dios cruza en su camino le enseñan la maravillosa doctrina del amor fraterno. Pero mientras ellos dan la vida por su fe frente a los implacables poderes de la época, el una vez liberado Barrabás, vacilante en todo momento, solo es capaz de recoger los cuerpos martirizados y darles sepultura a escondidas y entre sollozos.
El diálogo entre la fe y la conversión culmina finalmente en la soledad de la cruz, signo redentor de Quién un día dio su vida por él: “A ti encomiendo mi espíritu". Ése fue el último aliento de un Barrabás crucificado en Roma junto a otros cristianos. Así terminó su particular via crucis, en idéntica forma que el Hombre que un tiempo atrás le había salvado.
No es irrelevante el significado desmenuzado de la palabra Barrabás, “hijo del padre”: en clave bíblica no constituye ni mucho menos un pleonasmo. En ese sentido, la profundidad de la historia narrada por Lagerqvist es asombrosa: la humanidad sintetizada en un sujeto liberado por quien murió en la cruz, y que en lo sucesivo deberá peregrinar por el mismo sendero del Dios resucitado.
La hipotética pasión de Barrabás simboliza la impagable deuda de gratitud que cada pecador tiene con Jesucristo. En cada uno de nosotros pena un Barrabás, un hijo inmerecido del Padre cuyo unigénito vino a salvarnos de la muerte y la condenación. El liberado Barrabás es el epítome de esa humanidad que Cristo vino a salvar entregando su vida. Barrabás lo acabó descubriendo entre oscuridades y zozobras.
En el instante final de la pasión, la conversión se había consumado. Las dos caras de la moneda allá en el pretorio pasarían a ser una sola: la cruz que salva.
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