Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Unamuno y Benedicto XVI "dialogan" sobre la FE (1)

Unamuno y Benedicto XVI "dialogan" sobre la FE (1)

por Un alma para el mundo

  

            una religiosa dominica del convento de salamanca, lola garcía, estudiosa de la  filosofía, y muy compenetrada con el tema tan actual de la crisis de fe que afecta a nuestro mundo occidental,  ha tenido el acierto de “enfrentar” en un “diálogo” de alto nivel  a miguel de unamuno y benedicto xvi.  el resultado de esta “entrevista” que me ha hecho llegar, es muy enjundioso, y merece la pena leerlo para comprender un poco más ese interés que tiene el papa de armonizar fe y razón. como el trabajo es un poco largo lo publicaré en dos  entregas. he omitido las abundantes citas a pié de página por razón de espacio.  a la joven religiosa  dominica  le deseamos desde aquí que siga, desde su convento, orando y estudiando para encender luces que iluminen un poco a esta sociedad nuestra que anda un  a tientas. gracias por su valiosa  aportación

 

De un modo u otro, Benedicto XVI viene animando desde el inicio de su pontificado a “redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo”. Sólo así podremos superar la profunda crisis de fe que afecta a un número cada vez mayor de personas.

 

En efecto, la fe es un “valor” en crisis, en parte, porque los que nos decimos discípulos de Cristo la hemos convertido en una mera cuestión de hábito. De este modo, ha quedado reducida de forma dramática a un simple formalismo, a una costumbre que, lejos de animar la propia vida, pasa a ser un añadido a la misma.

 

El peligro de la fe reducida a esquema intelectual, convertida en discurso moral o identificada como mera fórmula doctrinal o de piedad deja de tener interés para la propia vida. Este aspecto fue resaltado por Benedicto XVI en su discurso a la Curia del mes de diciembre de 2011: los que teníamos el deber de transmitir una fe viva hemos alterado su sustancia. Ésta es la razón de la incapacidad para hablar al corazón del hombre de nuestro tiempo. Pero, como todo asunto verdaderamente trascendente, éste no es un problema de nuestros días. Es más, resulta evidente que es ahora cuando se ha manifestado con mayor claridad aunque se ha venido fraguando desde mucho antes.

 

En efecto, yo me lo encontré planteado y estudiado en profundidad en los escritos de Miguel de Unamuno y Jugo, el vasco-español que durante 14 años rigió el destino de la Universidad de Salamanca. Todo intelectual que se precie de serlo y lo sea realmente se sabe portador de una grave responsabilidad: alertar a sus compañeros de viaje de los peligros que amenazan su felicidad truncando la posibilidad de llegar felizmente a puerto. Y no sólo esto: el intelectual procura ofrecer alguna salida al dilema planteado con su reflexión. Y Unamuno fue y sigue siendo uno de estos pensadores auténticos que reveló su inconformismo en lo referente al tema que nos ocupa: la fe de la que se sintió heredero se presentaba ante sus ojos dramáticamente separada de la vida y resultaba insuficiente para saciar su anhelo de pervivencia.

 

Así llegamos al planteamiento de esta breve reflexión: el actual Papa y el que fuera insigne Rector de la Universidad de Salamanca denuncian y alertan acerca de un mismo hecho: la fe que ha de ser vivida como encuentro personal y gozoso con el Único capaz de dar sentido a la propia vida, se ha convertido en la más terrible de las caricaturas de sí misma en tanto que identificada con una serie de ritos que, despojados de su más profundo significado, se han convertido en un lastre insoportable para muchos. Recuperar el verdadero sentido de la fe es de tal trascendencia para vivir vida auténticamente humana, que todos los esfuerzos para lograr este objetivo son pocos. ¿Cómo reconvertir la fe en lo que verdaderamente es? ¿Cómo devolverle su fundamento? ¿Es capaz la fe de dar sentido a la vida del hombre cumpliendo su papel o va a resultar definitivamente inútil para saciar los anhelos del corazón humano?

 

Unamuno nos habla en sus “Soliloquios y conversaciones” del tiempo, el espacio y la lógica refiriéndose a ellos como a tres tiranos crueles del hombre. En este sentido se lamenta: “¿Por qué no he de poder vivir ayer, hoy y mañana a la vez? ¿Por qué no he de poder estar aquí y ahí a un tiempo? ¿Por qué no he de poder sacar de unas mismas premisas cuantas conclusiones convengan?”. En este escrito vamos a liberarnos de la esclavitud impuesta por los mismos dando al pensador vasco-salmantino la posibilidad de compartir sus inquietudes con el Papa teólogo. Sí, amigos, este diálogo tendrá lugar a pesar de las dificultades que presentan los tres tiranos: Miguel de Unamuno (M.U.) y Joseph Ratzinger (J.R.) hablarán del tema que más les preocupa y ocupa sintonizando a través del pensamiento y el espíritu porque para éstos no existen las barreras del tiempo ni las del espacio. También quedará abatida la barrera de la lógica. Que los más escépticos se preparen para asistir a este debate inmemorial.

 

 

M.U.: (Solo, en su despacho de la casa rectoral, hablando para sí). Quizá lleven razón los que me acusan de monodialogador. Sí, hablar, hablar para sacudir la modorra de las vidas que no cuestionan nada, que hacen propio todo lo que reciben sin asimilarlo, sin pasarlo por el tamiz del propio criterio. ¿Por qué impones tu monólogo, Miguel? ¿No será porque únicamente rebaten tus argumentos poniendo etiquetas a lo que dices para defenderse sirviéndose de manidos lugares comunes que nada tienen de personal? ¡Lo que darías por encontrar un contrincante que no pretendiera convencerte, que tampoco te catalogara, sino que fuera capaz de hablar a tu corazón y no sólo a tu cabeza!

 

(Llaman a la puerta). ¿A estas horas? ¡Adelante!

(Entra Concha para anunciar al visitante, ilustre personaje que anda de paso por Salamanca y que prefiere pasar desapercibido en esta ocasión. Se trata, nada más y nada menos, de Joseph Ratzinger. Unamuno se levanta rápidamente y se dirige a la puerta del despacho para recibirlo. Lo hace impresionado por lo inesperado de la visita).

 

M.U.: Santidad, pero... ¿cómo usted en mi casa?

 

J.R.: Voy de camino a Ávila y no quería dejar de pasar con usted unos minutos porque deseo decirle cuánto lo admiro.

 

M.U.: (Aturdido): Por favor, tutéeme. Pero... siéntese y disculpe el desorden de mi mesa. ¡Precisamente en el momento en que usted ha llegado, me lamentaba de no poder compartir con nadie lo que atormenta mi espíritu!

 

J.R.: Ya ves, Miguel, que el Cielo ha escuchado tu grito desesperado. Por eso estoy aquí. Te decía que te admiro porque has hecho de tu vida lo que todo ser humano -observa que no digo creyente aunque los que así se confiesan tienen la misma o mayor responsabilidad que el resto- debería hacer: una búsqueda continua de aquello que bulle en lo más hondo del sí propio.

 

M.U.: Siempre digo, Santidad, que cada hombre lleva encerrado en su alma el secreto de la vida que no es otro que el misterio de su vida y de su muerte. Alguien lo ha depositado en su interior; no surge de sí mismo. Poco importa que éste se haga notar o no; parece que su manifestación depende del ambiente espiritual de la sociedad en la que el hombre vive Cuanto más hombre haga Dios a cada uno, más hondamente ocultará ese secreto. “Y para plantarlo nos labra el alma con la afilada laya de la tribulación. Los poco atribulados tienen el secreto de su vida muy a flor de tierra, y corre el riesgo de no prender bien en ella y no echar raíces, y por no haber echado raíces no dar ni flores ni frutos”.

 

J.R.: Mi querido Miguel, esto que dices es una profunda verdad. Eso que llamas “el secreto de la vida” no es sino una exigencia que constituye una invitación permanente, “inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro”.

 

M.U.: Y aún digo más, Santo Padre. Pienso que cada vida tiene su secreto, esto es incuestionable, pero hay un secreto general, un secreto compartido por la humanidad toda. Ese secreto es el hambre de Dios, el apetito de divinidad que yo experimento en mí mismo como ansia de más vida, de ser todo lo demás sin merma de la propia personalidad, de adueñarse de todo sin que nada se adueñe de uno mismo. Éste es “el secreto de la vida humana, el general, el secreto raíz de que todos los demás brotan”. Pero ha hablado de la fe como de esa puerta que permite el encuentro de cada hombre con Dios y esto me interesa mucho, Santidad. Hábleme de esta fe...

 

J.R.: Nuestra fe, querido Miguel, no es un conjunto de normas, de costumbres, de rutinas que hacen del hombre un ser instalado en ellas. De hecho, cuando queda reducida a éstas, "la religión pierde su sentido auténtico que es vivir en escucha de Dios para hacer su voluntad, y se reduce a práctica de usanzas secundarias, que satisfacen más bien la necesidad humana de sentirse bien con Dios. Éste es el grave riesgo de cada religión, que Jesús individuó en su tiempo, pero que también se puede verificar, lamentablemente, en la cristiandad. Por eso, las palabras de Jesús en el Evangelio (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23) contra los escribas y los fariseos deben hacernos pensar también en nosotros". La fe “no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia”. La fe no es doctrina ni moral. Es todo esto, pero, sobre todo, es mucho más que esto. La doctrina, el magisterio de la Iglesia, la tradición y todo aquello que nos transmitieron nuestros mayores no son sino peldaños que conducen al abrazo amoroso del hombre y Dios. Son ayudas para que el encuentro gozoso se dé. El error que tristemente hemos cometido es habernos quedado en ellos. Por eso he querido que este año sea el Año de la fe porque es necesario, ¡urgente! diría yo, que redescubramos “la alegría de creer y volvamos a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe”.

 

M.U.: Santidad, usted habla de encuentro. Y eso me gusta. Siempre he pensado que la religión es la relación del hombre concreto con Dios, la unión, más o menos íntima, con Él. Y esta relación es configuradora de lo humano porque, en definitiva, Dios es un Dios que existe existiendo al hombre.

J.R.: ¿Cómo entiendes esto, Miguel?

 

M.U.: Verá: Dios existe al hombre soñándolo. El hombre es sueño o pensamiento de Dios porque para Dios, soñar -pensar- es crear y hacer existir aquello que piensa, que sueña.

 

Yo concibo la fe como creación. Me explico. He repetido sin cansancio que la fe no es creer lo que no vimos sino crear los que no vemos. “Sí, crearlo, y vivirlo, y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo viviéndolo otra vez, para otra vez crearlo… y así; en incesante tormento vital. Esto es fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua y, por tanto, muerte incesante”. No podríamos vivir si a cada paso no estuviésemos muriendo.

 

Por estas y otras afirmaciones me han tachado de hereje. Pero es que, Santidad, mi búsqueda incesante ha tomado la forma de la creación. El hombre crea a Dios. No sé si le molesta mi razonamiento...

 

J.R.: ¡Para nada, Miguel! Todo lo contrario, me interesa muchísimo. Continúa, por favor.

 

M.U.: Dios está en el interior del hombre que siente hambre de Él haciéndose apetecer; Dios se hace –está- seminalmente presente en cada hombre mediante su deseo. El deseo de Dios es huella de Dios en el alma. En todo caso, la iniciativa parte siempre de Dios. El deseo de Dios es motor que impulsa a la búsqueda de aquello que se apetece y dinamizador de la esperanza que anima a seguir caminando. Y de la esperanza que espera alcanzar lo anhelado y colmar el deseo de Dios en el que radica la auténtica creencia en él, arranca la fe, creadora de lo que se espera. El deseo es, por tanto, origen y fuente de esperanza con la que se contempla la posibilidad de su cumplimiento. Y es esta esperanza la que mueve la creación de lo que se espera ante la imposibilidad del hombre de creer en una formulación meramente racional frente a la necesidad vital de seguir existiendo siempre en los mismos términos en que lo hace en su vida mortal.

 

J.R.: Ya veo, Miguel, que lo que subyace en el fondo de tu planteamiento es el anhelo de inmortalidad. ¿Me equivoco al pensar que este anhelo vital para ti resulta frustrado por la fuerza arrolladora de la razón?

 

M.U.: No, Santidad, no se equivoca, aquí está el motivo de mi angustia constante.

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En el próximo post publicaremos el resto de la "entrevista"


  

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