Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

Todos a Roma


El Papa nos había dicho a los jóvenes–yo entonces aún lo era-, al bajar de la escalerilla del avión, que si estábamos dispuestos al martirio, como Santiago el Apóstol. La primera en la frente, pensé yo.

por Gonzalo Mazarrasa

Opinión

Era el siete de agosto de 1978. Yo bajé a desayunar temprano y vi el periódico con la noticia: Pablo VI había muerto el día anterior, fiesta de la Transfiguración del Señor. Me eché a llorar. Fue algo instintivo.
 
Después vino la elección de Juan Pablo I, a finales de aquel mismo mes. Aquél fue recordado como “el verano de los tres Papas”. Porque treinta y tres días después de su elección Juan Pablo I murió. Y se convocó otro cónclave para octubre. Los cardenales iban y venían de la Ciudad Eterna con una frecuencia mayor de la habitual en aquellos tiempos. Pero hicieron los deberes y eligieron a Juan Pablo II, el Papa venido “de un país lejano”, joven, de tan sólo 58 años, el primer papa no italiano en casi 500 años y el primer papa polaco de la historia. Se llamaba Karol Wojtyla y había nacido el 18 de mayo de 1920 en Wadowice, cerca de Cracovia.
Hace seis años escribí que cuando Dios quiere hacer a alguien muy santo, comienza por despojarle de todo. Y a Karol le dejó sin familiares directos muy pronto: su madre, su hermano, su padre. Era el suyo, además, un país ocupado, humillado y casi totalmente destruido. Los ingredientes perfectos para la santidad.
 
El joven actor aficionado se metió a seminarista clandestino, y estudiaba sus cursos a distancia en la cantera donde trabajaba. Sus compañeros le hacían algunos turnos para que pudiera estudiar a escondidas. Ya intuían que ese joven iba a ser alguien muy especial, por quien merecía la pena sacrificarse. Todos necesitamos de todos, y ni siquiera los santos son autosuficientes.
 
A primeros de noviembre de 1946 el cardenal Sapieha, arzobispo de Cracovia, le ordenó sacerdote y le mandó a estudiar a Roma. Otra “intuición”. Le había conocido en una visita pastoral y preguntó al párroco qué iba a ser ese joven. “Actor”. “Lástima, hubiera sido un buen sacerdote”.
 
Después vino una intensa vida sacerdotal, desarrollada en medio de la persecución comunista. Y en 1958 Pío XII le nombró obispo auxiliar de Cracovia. Con sólo 38 años, la noticia le pilló haciendo piragüismo en las Montañas Tatra con sus jóvenes. Sería arzobispo nueve años después, con sólo 47. Y en seguida cardenal. Un carrerón.
 
Yo vi su firma en un libro de visitas del convento de unas monjas en Perth: había ido a Australia a visitar a los emigrantes polacos a mediados de los años 70.
También predicó los ejercicios al Papa Pablo VI y a sus colaboradores por esas fechas en el Vaticano. Intuiciones.
 
Dicen que san Pío de Pietralcina le anunció algo más que unas meras intuiciones cuando le visitó como joven sacerdote estudiante, durante sus años de formación en Roma. Y luego, ya de cardenal, Karol le arrancó un milagro para una enferma de cáncer, madre de familia. Su carta la conservaron, por orden del santo de los estigmas al que luego él mismo canonizaría en el Vaticano, en la canonización más multitudinaria de la historia, no hace muchos años.
 
El seminarista clandestino había tenido un mentor espiritual en la persona de un laico, un sastre amante de la espiritualidad carmelitana. Y en sus días de obrero estudiante llevaba consigo un librito muy manoseado: el “Tratado de la verdadera esclavitud” que escribiera san Luis María Grignon de Montfort a comienzos del siglo XVIII y que estuviera desaparecido casi 200 años hasta su reaparición providencial, tal y como su autor había profetizado. Ese tratado le influyó decisivamente en su vida, y fue entonces cuando se consagró a María como esclavo: “¡Totus tuus ego sum, oh Maria, et omnia mea tua sunt!” Soy todo tuyo, oh María, y todo lo mío es tuyo. Esa tradición de la esclavitud mariana había nacido en san Ildefonso de Toledo, allá por el siglo VII.
 
No fueron palabras vanas. Fue una llamada que se convertiría, años más tarde, en el lema y el resumen de su pontificado, la clave para entenderlo, de ahí que la incluyese en su escudo. Por cierto que el suyo fue el tercer pontificado más largo de la historia de la Iglesia, aunque hubo quien tratara de acortarlo.
 
Aquel 16 de octubre de 1978, fiesta de santa Margarita María de Alacoque, la apóstol del Corazón de Jesús, fue un día inolvidable para muchos: “¡Habemus Papam!” Y tanto. Para rato.
 
Al año siguiente yo fui al II encuentro nacional de Jóvenes por el Reino de Cristo, sección juvenil del Apostolado de la Oración, a Zaragoza, junto a la Virgen del Pilar. Fui con novia y volví sin ella. Fue el 14 de octubre, un año después de la elección de Juan Pablo II. Habían hecho allí el encuentro porque había un Congreso Mariológico y Mariano y parece ser que se barajó la posibilidad de que el nuevo Papa asistiera al mismo. Luego no fue así, pero tres años después sí que iría a orillas del Ebro a saludar a la Pilarica. Y volvería en 1984, de camino hacia América. “¡Qué pequeña eres y cuánto poder tienes!”, le dijo a la pequeña imagen que allí se venera. No se equivocaba. Os lo digo por experiencia.
 
Aquel otoño de 1982 fue la primera vez que yo le vi cara a cara. Acababa de llegar al aeropuerto de Barajas aquel 31 de octubre. Había canonizado días antes a Maximiliano Kolbe, el loco de la Inmaculada, el mártir de Auchswitz. Yo estaba en la calle María de Molina de Madrid y gritaba su nombre cuando le vi pasar en el papamóvil. Luego le vería de nuevo en Avila y en la Misa de las familias de la plaza de Cuzco en Madrid, creo que fue el 2 de noviembre. Y, con otros seminaristas, le seguí por media España:  Toledo, donde visitó y comió en nuestro Seminario –el día 4, día de su santo, san Carlos Borromeo-, Javier, Zaragoza, Valencia. En esta última ciudad ordenaría a más de 140 sacerdotes de toda España, algunos de ellos amigos míos.
 
Después volvería a verle en Roma, el verano de 1983. Fue mi primer viaje a la Ciudad eterna, a primeros de julio, con calor y juventud. Tengo una foto de la audiencia en la plaza de san Pedro, en la que los mismos seminaristas de noviembre nos echamos prácticamente encima de la valla que nos separaba del Santo Padre para saludarle. El sonreía y nos dio la mano a algunos.
Después vino mi ordenación sacerdotal 1985- y, de nuevo, otro viaje del Papa a España, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud en Santiago de Compostela, el 20 y 21 de agosto de 1989.
 
Yo había predicado la Novena a la Virgen de los Ojos Grandes, Patrona de Lugo, cuya fiesta se celebra el 15 de agosto. Al acabar, cogí los bártulos y me fui a Santiago donde mi amigo Christopher Hartley me esperaba haciendo de chófer del cardenal de Nueva York, O’Connor, a la sazón su ordinario. Habían alquilado un Renault espace y en él íbamos con el cardenal, su hermana, su sobrina, el vicario general y el rector del seminario. Imaginaos aquello. Nos hospedábamos en un colegio mayor y acompañábamos al cardenal cada día a unas catequesis que daba en inglés en la iglesia de san Agustín. Luego nos íbamos a comer a un bar, sí, a un bar de tapas. Y allí, en la mesa, unos periodistas entrevistaban al cardenal mientras comía cualquier cosa. Hasta me acuerdo de las catequesis que dio. Y de cómo se sentaba a confesar en el confesionario antes de darlas.
 
Como éramos el séquito del cardenal, tuvimos buenos asientos en la Vigilia y en la Misa. A mí me tocó junto a Kiko Argüello y Carmen Hernández, toma ya. Fue la primera vez que hablé con Kiko y recuerdo muy bien lo que me dijo y cómo cantó el “Resucitó” delante de los 600.000 jóvenes en el Monte del Gozo.
 
El Papa nos había dicho a los jóvenes–yo entonces aún lo era-, al bajar de la escalerilla del avión, que si estábamos dispuestos al martirio, como Santiago el Apóstol. La primera en la frente, pensé yo.
 
Aquello fue la caraba. Recuerdo a don Marcelo González Martín, el cardenal de Toledo que me había ordenado, decir la víspera que no sabía si llegarían a 300.000 los jóvenes que acudieran, y luego fueron el doble. (Escribo esto en el día en el que hubiese cumplido 93 años de haber vivido, el 16 de enero de 2011, fiesta de san Marcelo. El cardenal murió el 25 de agosto de 2004 y está enterrado en la Catedral Primada).
 
Después don Marcelo me mandó a estudiar a Roma, al Colegio Español de san José, en octubre de 1991. Y en marzo de 1992 el Papa vino a celebrar el centenario del Colegio y se quedó a cenar con nosotros. Después de la cena los sacerdotes le cantamos canciones y yo le canté dos hechas por mí, una sobre el primado de Pedro –Juan 21- y otra, “Vestido blanco”, que le hice al día siguiente de su atentado en la Plaza de san Pedro el 13 de mayo de 1981. Aquello fue un momento muy, muy especial. Yo lo atribuyo a la intercesión de san José, Patrono del Colegio Español, al que había estado rezando con fervor.
 
El Papa seguía la letra de la canción leyendo un folio que le hice llegar. Don Marcelo estaba sentado a su lado. “Vestido blanco manchado de sangre, ¿quién ha intentado otra vez matarte?..” Me temblaban las manos en la guitarra.
 
Durante mis dos años en Roma tuve oportunidad de verle muchas veces, y de concelebrar con él en su capilla privada al menos una, acompañando a don Marcelo en la visita ad limina. Fueron años felices. Pero antes había ido a Czestochowa a la Jornada Mundial de la Juventud el 14 y 15 de agosto de 1991, 50 años después del martirio de san Maximiliano Kolbe. Fuimos un millón y medio y yo estuve hablando con un grupo de jóvenes de Rusia que ni siquiera eran católicos pero habían venido a ver al Papa de Roma. Y en septiembre de 1995 fui al encuentro de Jóvenes europeos en Loreto, Italia –Eurhope- que él presidió. Y en 1997 fui a la Jornada Mundial de la Juventud en París, con la Congregación del Purísimo Corazón de María de Antiguas Alumnas del colegio de san José de Cluny, cuando nos presentamos un millón doscientas mil personas en la capital francesa y no había sitio para todos en aquel hipódromo.
 
Después no pude ir a Roma en agosto del 2000, pero había estado en Israel del 20 al 27 de marzo con el Papa en su primer viaje a Tierra Santa. ¡Qué peregrinación fue aquélla! La Misa en el Monte de las Bienaventuranzas, y luego la vez que me le crucé a un metro de distancia en la ciudad vieja, cuando venía de su última visita al Santo Sepulcro. “Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha”, dice un salmo, y dice bien.
También le seguí hasta Fátima en mayo de 2000, a la beatificación de Francisco y Jacinta. Allí dio a conocer la tercera parte del secreto de Fátima, que hacía alusión a su atentado 19 años antes. Por cierto que Lucía, la tercera vidente, moriría a mediados de febrero de 2005, cuando ya el Papa estaba enfermo de su última enfermedad. Había pedido permiso a su Superiora para ayunar y sacrificarse por “su” Papa.
 
En 2002 fui con el Camino Neocatecumenal a Toronto, pasando antes por Washington y Nueva York –ground zero, después del atentado de las Torres Gemelas-. De nuevo la alegría de ser evangelizados por un anciano que, cuanto más débil era físicamente, màs y más jóvenes atraía del mundo entero.
 
Por fin, el 3 y el 4 de mayo de 2003 Juan Pablo II vino por última vez a España y esa fue también la última vez que concelebré con él, en la madrileña plaza de Colón, un mes antes de irme a Australia destinado. Aquel día canonizó a un ramillete de nuevos santos, todos ellos de mi devoción, desde san José María Rubio sj hasta santa Maravillas de Jesús ocd, pasando por santa Angela de la Cruz, santa Genoveva Torres y el santo Padre Poveda, no sé si me dejo alguno.
 
Después le vi por última vez en Roma, en el Aula Pablo VI, por estas fechas de enero del año que sería el de su muerte, 2005. Antes, en agosto, había rendido su última visita a la Virgen en Lourdes, en su última salida fuera de Italia, a escasos kilómetros de la frontera española. Era el caballero que volvía cansado de la batalla a rendir cuentas a su Señora, por la que había luchado hasta derramar su sangre. Días antes de su muerte repitió una vez más ante el mundo su consagración incondicional a la Señora: “¡Totus tuus ego sum, oh Maria!” Nunca fueron vanas las palabras de su escudo pontificio durante ninguno de los días que llenaron los veintiséis años y cinco meses y medio que duró su pontificado. Nunca lo fueron. La Señora acogió una vez más a su caballero andante, para el que tenía preparado un premio eterno. Juan Pablo II podría muy bien haber dicho ese día lo que otro santo, san Juan Bosco, dijo al final de su vida refiriéndose a la Virgen: “Ella lo ha hecho todo”.
Y llegó la Semana Santa de 2005. Y el Domingo de Resurrección, con su mensaje pascual desde la ventana. Ya no podía hablar. Estaba ya todo dicho. Sus esfuerzos dramáticos por seguir anunciando a Jesucristo se hicieron más elocuentes que un largo discurso. Se fue apagando su voz para este mundo, pero la suya era ya una vida entregada, una Palabra encarnada. Y la voz pasa pero la Palabra permanece para siempre. Como Juan el Bautista, también él pudo decir: “conviene que El crezca y que yo disminuya”.
 
En más de una ocasión Juan Pablo II había dicho que creía que la Divina Providencia le había puesto en la cátedra de Pedro para anunciar el mensaje de la Divina Misericordia, que santa Faustina Kowalska recibió del Señor durante los años 30 del pasado siglo, no lejos de donde el Papa, entonces adolescente, corría y jugaba al fútbol con sus compañeros de escuela.
 
El fue el que estableció la fiesta de la Divina Misericordia el II Domingo de Pascua, tal y como el Señor se lo había pedido a santa Faustina. Y él fue el que la canonizó precisamente en esa fiesta recién instituida algún año después. Pues bien, Dios quiso sellar su testimonio con su vida, en las I Vísperas de dicha fiesta, el 2 de abril de 2005. Su fiel secretario había celebrado la Misa de la Vigilia instantes antes junto a su cama. Y habían rezado la Liturgia de las Horas de la misma fiesta, hasta el oficio de lecturas. Mientras, en la plaza, el Pueblo de Dios, agolpado en la Plaza de san Pedro y en todos los rincones del mundo, les acompañaba en una vigilia espontánea de oración por el que era su pastor y estaba ya a punto de volver a la Casa del Padre.
 
Todos comprendimos enseguida, cuando la noticia de su muerte dio la vuelta al mundo.
 
Después vino aquella multitud, salida de todas partes. Y el entierro que presidió el entonces aún cardenal Ratzinger, su amigo, su hermano.
 
Pero lo que tampoco nadie había previsto es que, después de enterrado en la cripta de san Pedro, la multitud, lejos de disminuir, siguió aumentando. Todos queríamos pasar ante su tumba, y no había sitio material para tanta gente. Por vez primera hubo que organizar una cola de gente que, a diario desde entonces, ha estado proclamando lo que el sensus fidei del Pueblo de Dios ya sabía: que Juan Pablo II era santo, un gran santo, y que podía seguir ayudándonos, ahora más incluso que antes de su muerte.
 
Por eso le van a beatificar seis años después de esa muerte. “Santo súbito”, santo ya. Pues eso.
Yo termino diciendo que anteayer me enteré de la fecha de la beatificación, ayer pedí permiso a mi párroco y luego hablé con las Religiosas Angélicas de Roma, a las que les quedaba sólo una habitación libre para ese fin de semana: la mía. Y hoy he sacado un billete por internet Madrid-Roma, vía Frankfurt, y vuelta, que me ha costado 127 €. Los euros mejor gastados de mi vida. Porque el 1 de mayo, Dios mediante, Benedicto XVI va a beatificar a su predecesor. ¡Todos a Roma!
 
Gonzalo María Mazarrasa Martín-Artajo, presbítero.
 
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