Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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También los cardenales caen

por Juan García Inza

 

                   A veces tenemos un concepto de la Iglesia tan sublime, tan espiritual, o tan mezquino, que nos extraña que algunos de sus miembros puedan tener un fallo. Cualquiera de la sociedad, del ámbito político o cultural, puede dar un tropezón y casi siempre se intenta justificar. Pero hay del que tropieza, o cae, si este lleva el signo de lo sagrado. Entonces se monta el espectáculo mediático, y todo un coro de voces chilla y braman contra la institución. Es habitual este fenómeno en sociedades tan clericales, o anti, como la española, por poner un ejemplo.

                   Estoy estos días, en curso de formación espiritual y teológica, conviviendo con un unos miembros de la Curia vaticana, con un obispo y con un cardenal de raza negra, presidente de uno de los Dicasterios romanos. Cuando hablamos de cardenales nos lo imaginamos vestidos de colores, envueltos en una hierática atmósfera de litúrgico protocolo, casi inaccesibles, santos por decreto. Hay que acercarse a ellos con sigilo, reverencias y besuqueo. Pero en la intimidad no es así. Este cardenal se quitó hasta el anillo para ponerse a la altura de todos. Sí, es cardenal en el orden jerárquico, pero es sacerdote con todos. Comparte la misma mesa, los mismos medios de formación, uno más en la concelebración eucarística, y hasta en deporte en los ratos de descanso.

                   Nadie diría que es cardenal al verlo jugar al frontón, por supuesto con su indumentaria deportiva. Y ganaba o perdía dependiendo de la marcha de la partida. Una de las veces dio un traspié y cayó al suelo dislocándose la mano. Desde ese momento la lleva en cabestrillo, y hay que ayudarle hasta para partir el pan. Se trata obviamente de una caída física, pero me ha dado pié para reflexionar un poco sobre la parte humana de la Iglesia.

                   Nadie está libre de un tropiezo moral, como nadie está libre de una enfermedad. Y eso lo debemos comprender. Somos duros a la hora de juzgar a los demás, sobre todo a los miembros más visibles de la Iglesia. Con frecuencia son motivo de mofa y chirigota en los programas de ciertas telebasuras. No hay telenovela que se precie que no salga a relucir un cura, un obispo, o un  cardenal si es posible. Cuanto más alto mejor. Y generalmente no para ensalzarlos.

                   Somos humanos. Es verdad que los que predicamos debemos también “dar trigo”, pero el demonio es muy astuto y se las sabe todas. Y ante el eventual fallo, cundo las voces mediáticas y los comentarios braman, habrá que recordar aquellas palabras de Jesús: El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. El tesoro más valioso de la Iglesia no son las catedrales o los museos, y tampoco la indumentaria reglamentaria de sus miembros más visibles.  Su mayor riqueza está en el alma de cada uno cuando está en gracia de Dios y recibe el Cuerpo de Cristo. Está en las almas que oran en el silencio de los sagrarios y en los muros de los monasterios. Está en las horas que un sacerdote pasa en el confesionario esperando al alma penitente para absolverla, o en aquel medio de formación en donde se le enseña al cristiano a ser santo.

                   El cardenal tuvo una caída física y se levantó. También tendrá sus fallos morales y se confesará. El Papa también lo hace con frecuencia, como lo han hecho siempre los santos, y lo siguen haciendo. Gracias a Dios la jerarquía de la Iglesia está compuesta por hombres, como los demás, que nos pueden comprender. No nos fijemos tanto en la mota del ojo ajeno y dejemos de ver la viga que llevamos nosotros.      

                   Hablando Benedicto XVI de los fallos humanos de miembros de la Iglesia, y manifestar el dolor que les causa, afirma: No obstante, el Señor nos ha dicho que habrá cizaña en el trigo, pero que la semilla, su semilla, seguirá creciendo. En esto confiamos… La verdad, unida al amor bien entendido, es el valor número uno… No debemos minimizar lo malo, en igual medida tenemos que estar agradecidos y poner a la vista cuánta luz se difunde desde la Iglesia católica. Si la Iglesia dejara de estar presente, significaría un colapso de espacios vitales enteros (“Luz del mundo”, págs. 31 y ss.).

                   Pues esta es mi reflexión ante la caída física de un cardenal, que muestra su parte frágil común a todos, pero que en el fondo bulle un amor a Dios y al mundo que le hace levantarse siempre y continuar compartiendo su fe con los demás. ¡Eh ahí su grandeza!

Juan García Inza

Juan.garciainza@gmail.com

 

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