Viernes, 04 de octubre de 2024

Religión en Libertad

El secreto de Jim Hawkins en «La Isla del Tesoro»


por Eduardo Gómez

Opinión

El hombre vuela cuando ama. Si deja de volar, previamente deja de amar, y de ser hombre. Llegado a ese punto, del niño que albergó porta ya un brumoso recuerdo. Lo que recuerda es que aprendió a olvidar, sin reparar en que no era cuestión de olvidarlo sino de mejorarlo.

El cristiano enarbola a ese niño, fortalecido, eternizado, adusto ante los envanecimientos, regio frente a las tentaciones, fiero de convicciones, mágico en sus ejecuciones. En el evangelio de San Marcos, Nuestro Señor llama al orden a sus discípulos por no permitir que los niños se acercaran: “No se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él“. Fue una sentencia fulminante con la correspondiente arenga: el cristiano que quiera salvar al hombre debe dejar acercarse al niño. Así lo dispuso el Hijo del Hombre.

En la novela La Isla del Tesoro, Robert Louis Stevenson, lejos de la concepción amuchachada de la factoría Disney que atolondra a padres e hijos, nos asoma a la aurora de la niñez: la inocencia. El personaje principal de su historia es un niño que pone en liza todas sus habilidades para salvar a sus compañeros de aventuras de una encerrona terminal en el barco La Hispaniola. Sus intervenciones a lo largo del relato son de una pureza que pasma el caletre. Ver cómo combate los peligros que le acechan evoca cuán confiables son los niños como hombres en ciernes. Intrépido en la adversidad, despreciando las consecuencias, lucha por sus fines y se aferra en los momentos de zozobra a sus principios: el amor, la amistad, la fe, y el sentido del deber.

El momento gigante de la novela, cuando el grumete puede escapar de los piratas y regresar con los suyos mas decide no hacerlo por la palabra dada al jefe de los filibusteros, queda para la posteridad. La pureza del grumete Hawkins sobrevive a cuantas contingencias se le entrecruzan, su clarividencia de alma deja boquiabiertos a propios y facinerosos. Sus compañeros de viaje encuentran una estela providencial en todo lo que hace. En el otro bando, el pirata John Silver, líder del contubernio a bordo, atisba en Jim a un mocoso que había subestimado, un hombre jamás conocido, un niño que rompe por momentos sus viles esquemas. Quedóse cierto John Silver de haber conocido al primero de todos los hombres, ante la atenta mirada del catalejo de Stevenson.

Sean cuales fueren las intenciones novelescas de Stevenson, recuerda al mundo que el primer gran hombre, el hombre anterior al hombre del imaginario colectivo, es el niño.

Sin duda una lección indigesta para una civilización que, azogada por la reafirmación del individuo, surca los mares de la degeneración. Echada la vejez al contenedor de las miserias, e idealizada la juventud como ejercicio de degradante eternidad, solo queda a salvo la niñez, que muy a nuestro pesar recibe toda suerte de provisiones envenenadas, con la intención de hacer desaparecer del hombre del mañana todo bien sobrenatural.

¿Qué haría en un escenario tan monstruoso nuestro pequeño héroe? Imaginémosle escondido entre barriles de ron y espiando el contubernio contra la inocencia de los niños. Hawkins divisaría los efluvios de pornografía, la pedofilia, los estudios de género, y los talleres lésbicos del Estado granjero. Consciente de su condición de hombre en ciernes, se conduciría con determinación frente a la torva canallería contra la niñez. Sabedor de que la verdad está de su lado, alertaría a los infantes y miraría a los ojos de los lacayos de la degeneración rampante haciendo valer la Gracia, que por verdadera será imbatible. Los degenerados comprobarían en sus carnes las eternas lecciones de la inocencia a los villanos de cada época: un niño no se hace hombre liberando los instintos, sino protegiéndolos del intrusismo de los filibusteros prestos a robarle la gracia.

Robert Louis Stevenson no disfrutó precisamente de una existencia plácida; sus problemas de salud fueron constantes, tanto que llegó a reconocer que en los últimos catorce años de su vida la mala salud era el pan de cada día. En medio de su particular calvario, halla el secreto de la inocencia (la gracia), y a su principal depositario (el niño). El sufrimiento revela a los grandes hombres misterios sin igual. Así fulguró Stevenson una novela fantástica, y una realidad enorme, en la enormidad de su cruz.

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