Martes, 30 de abril de 2024

Religión en Libertad

Cómo terminar el día


Si sigo el ejemplo de Simeón, a medida que cada día llega a su fin, no necesito evitar mis preocupaciones y heridas, ni tengo que mitigarlas con felicidad artificial del pensamiento positivo autoinducido. Todo lo que necesito hacer es encomendar todo al Señor Jesús.

por Monseñor William Lori

Opinión

No sé ustedes, pero yo algunas noches tengo problemas para dormir. A la hora de acostarme, los acontecimientos del día siguen sonando en mi cabeza. Cuando apago la luz, el pertinaz problema con el que lidié a las nueve de la mañana regresa para una visita nocturna. Un desagradable enfrentamiento que tuve en las primeras horas de la tarde reaparece. La correspondencia o correo electrónico que desearía no haber recibido está presente en mi mente para que sea leída con perfecta claridad. Durante todo ese tiempo, pienso en la horrible apariencia que tendré al día siguiente si no duermo un poco.
 
Una vieja canción de Irving Berlin aconseja: “Si estás preocupado y no puedes dormir, cuenta tus bendiciones en vez de ovejas. Y así te quedarás dormido contando tus bendiciones”.
 
No es un mal consejo. Pero no sólo deberíamos contar nuestras bendiciones al final del día; también deberíamos dar gracias a Dios y alabarlo por todas las maneras en que nos ha bendecido.
 
La Iglesia, de hecho, solucionó todo esto hace mucho tiempo, por lo que cuenta con una oración oficial para concluir el día.
 
El cántico de Simeón 
La Liturgia de las Horas, también conocida como el Oficio Divino o Breviario, marca las horas del día con oración: mañana, mediodía, tarde y noche.
 
Los obispos, sacerdotes y diáconos están obligados a orarla, pero todos son alentados a que también oren. La última oración del día se llama Completas, que proviene de la palabra en latín Completorium. Completas, u oración de la noche, es la forma en que nuestro día se ha completado.
 
Esta oración consiste en un examen de conciencia, un himno en el cual le pedimos a Dios que esté con nosotros durante la noche, un salmo que habla de recordar a Dios y su misericordia incluso por la noche, y luego, la parte más culminante: el Cántico de Simeón.
 
En la hermosa escena del Evangelio de San Lucas, donde María y José, de acuerdo con la Ley de Dios, llevan al Niño Jesús al Templo de Jerusalén para dedicarlo al Señor, se encuentran con un laico llamado Simeón. Simeón era parte del resto de Israel que esperaba la venida del Mesías. Era un hombre de oración cuyo corazón estaba lleno de esperanza en todo lo que Dios había prometido. Sin duda, oraba frecuentemente en el Templo, pero en esta ocasión fue impulsado por el Espíritu a ir allí, donde se encontró con la Sagrada Familia.
 
Cuando Simeón tomó al Niño Jesús en sus brazos, sus ojos de fe se abrieron y sabía que sostenía al tan esperado Salvador. Lleno del Espíritu Santo, pronunció este cántico, que constituye la pieza central de la oración nocturna de la Iglesia: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, como lo has prometido. Porque mis ojos han visto tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2, 29-32).
 
¡Qué preciosa oración para ofrecer al final de cada día de trabajo! En lugar de pensar en mis preocupaciones o revivir cualquier percance que tuve durante el día, me parece que cuando me concentro realmente en el significado de este cántico, soy más capaz de poner lo ocurrido en el día en su correcta perspectiva.
 
Encomendar, examinar, descansar
Aunque sabemos muy poco acerca de la vida de Simeón, seguramente puede ser contado entre aquellos que lucharon para “tener esperanza contra toda esperanza”. Puso toda su vida y energía esperando y orando para que sucediera, y sucedió cuando vio a Jesús. Jesús puso toda la vida de Simeón en su propia perspectiva, y Simeón experimentó una paz exquisita. Por lo tanto, si sigo el ejemplo de Simeón, a medida que cada día llega a su fin, no necesito evitar mis preocupaciones y heridas, ni tengo que mitigarlas con felicidad artificial del pensamiento positivo autoinducido. Por el contrario, todo lo que necesito hacer es encomendar todo –mis fortalezas, debilidades, mis pecados y virtudes, junto con los acontecimientos del día– al Señor Jesús, que está tan presente para mí como lo estuvo con Simeón.
 
En ese momento de confianza y amor, también puedo examinar serenamente mi conciencia. Si continúo siguiendo el ejemplo de Simeón, me doy cuenta de que, al final del día, el Señor ha sido puesto en mis brazos, encomendado a mí en la Eucaristía que he celebrado y recibido; en la Palabra de Dios que he proclamado y escuchado; en la gente que he encontrado, incluyendo aquellos necesitados y aquellos con quienes pudiera haber estado en desacuerdo.
 
Cuando estoy espiritualmente alerta, me pregunto si hice una pausa durante el transcurso del día y realmente abrí mi corazón a la presencia viva de Cristo en la Eucaristía, al igual que Simeón abrió su corazón al Niño Jesús. Observaré si, como María, verdaderamente sostuve a Jesús en mi corazón, la Palabra viva de Dios. ¿Traté de ver el rostro de Cristo en las personas con las que me topé durante el transcurso del día? ¿Mis ojos de fe percibieron la luz de Cristo en los demás y, verdaderamente, vislumbraron la salvación que Dios ha preparado para cada persona a quien tengo el privilegio de servir? ¿Mis palabras, acciones y comportamiento reflejaron la luz y la bondad del Cristo que tenía en mis brazos? Entonces, confiándome al Señor, me quedo dormido en su paz.
 
Así que mientras cada día comienza y termina, mi oración para ustedes es la siguiente: “Que el Señor los proteja cuando estén despiertos y que los vigile mientras duermen, que al despertar Cristo los guarde, y al dormir, descansen en su paz”.

Monseñor William Edward Lori es arzobispo de Baltimore (Estados Unidos) y capellán supremo de los Caballeros de Colón.
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