Martes, 07 de mayo de 2024

Religión en Libertad

Mirar a Cristo para superar los conflictos

Tintoretto: Cristo y la mujer adúltera.
«Cristo y la mujer adúltera» (detalle), de Tintoretto (1556-58): un modelo de mediación para todos los cristianos.

por Christian Díaz Yepes

Opinión

Recientemente me comentaba un matrimonio de mucha fe y testimonio que hoy en día parece haber mucha más división y rupturas en las familias y comunidades cristianas. Después de repasar algunos factores que pueden estar influyendo, como el desgaste por la pandemia y los mensajes antifamilia, concluimos que es el espíritu del mal, el dia-bolós, divisor por excelencia, quien está detrás de todo esto. Por eso he querido rescatar un tema sobre el que ya escribí hace unos años: cómo Cristo, nuestra paz y liberador de todo mal, nos enseña a superar los conflictos. Porque la convivencia humana está sig­nada por nuestras contradicciones, pero estas no tienen la última palabra para el cristiano. Más bien son la oportuni­dad de ir más allá de nosotros mismos, recono­ciendo el valor del otro y construyendo un camino común.

Cristo no solo nos enseña a resolver los conflictos, sino que al hacerlo nos revela de un modo muy especial quién y cómo es Dios, y también los seres humanos. Efectivamente, el mensaje central del cristianismo es que Dios es amor (1 Jn 4, 8), y esto porque Él es Uno y distintos, comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El ser humano, creado a su imagen, ha de vivir también ese misterio de unidad y distinción. Porque la fe no solo es saber que Dios existe, sino también que cada uno avanza hacia Él con otros más. Es decir, nos hace reconocer el valor de los hermanos y la necesidad que tenemos de ellos. Pero eso no quita que los conflictos sean parte de la vida humana. Lo que necesitamos es vivirlos al modo de Cristo. Ellos aparecen cuando dos o más pun­tos de vista distintos hacen fuerza para prevalecer, cuando una parte percibe que la otra puede ser una ame­naza para ella, capaz de frustrar algo que considera importante.

Jesús se encontró en muchas situaciones de conflicto, tanto con sus discípulos más cercanos como con los fariseos y doctores de la Ley. Sin embargo, no se escandali­zaba ante los conflictos ni rehuía de ellos. Por eso tenemos que aceptar el conflicto como la consecuencia normal de que nuestras comunidades se compongan de personalidades diferen­tes. Esto mismo es un reflejo de Dios, que es Trinidad de Personas distintas y, a la vez, unidas. Él nos pide que seamos uno, no iguales; que nos vincule la caridad, no que dejemos de ser nosotros mismos bajo una aplastante uniformidad. Sigamos el ejemplo de Cristo, que actúa de modo asertivo, decisivo y empático al responder a las necesidades y cuestionamientos de los demás. Pero veamos por un momento los modos como Cristo no asumió los conflictos para contemplar luego cómo sí los vivió y nos enseñó a asumirlos.

· Modo dominante. Es no valorar la cooperación de otros en la resolu­ción de los conflictos, centrándose en la rá­pida solución de las diferencias e imponiendo las propias ideas o los fines de la comunidad. Es lo típico de quienes actúan como jue­ces, cuyo interés es descubrir quién tiene la razón, sin atender a los procesos emociona­les involucrados. Esto puede ser ventajoso para tomar decisiones urgentes, pero si se mantiene como ac­titud de base no ayuda al sano desarrollo de las familias y comunidades. El dominante mu­chas veces puede imponerse, pero no ayuda a alcanzar las metas comunes. Los demás se sienten poco identificados y terminan actuando por temor o algún interés particular, no por libre convicción. Jesús actuaba de manera muy distinta a la actitud dominante. Una vez preguntó a sus discípulos quién decía la gente que era él (Mt 16,13 ss), y después de escuchar las opiniones que ellos habían recibido, les consulta sobre su propio parecer, dejando que venga de ellos mismos la ad­hesión de fe. Jesús no se impone, no manipula ni busca forzar la opinión de los suyos. Les deja expre­sarse con libertad y de este modo genera un mayor compro­miso con su persona. Entonces les expone la verdad de su misión, con toda su crudeza y a la vez con la promesa de la glorificación. Así les va preparando a asumir su muerte y resurrección como un acontecimiento común, del que todos y cada uno saldrán transformados.

· Modo negador-evitador. Corresponde a las personas poco asertivas que no valoran la cooperación ni aprovechan los conflictos como oportuni­dades de crecimiento. Tienden a "taparlos" o a minimizarlos. En general, temen a los conflictos y huyen de ellos. En el Evangelio vemos que Jesús no era un provocador, un "rebelde sin causa", pero tampoco huía de los conflictos cuando se presentaban. Esto destaca en un pasaje muy gráfico, Mar­cos 3, 1-6, cuando los fariseos le acechan para ver si haría curaciones en sábado. Jesús entonces puso al en­fermo en medio de todos y lo curó. Fueron los fariseos quienes después se apartaron para planear cómo matar a Jesús. Él, en cambio, no temió afrontar abiertamente el con­flicto y supo aprovechar la situación para dar una enseñanza sobre su propia misión. Como decimos coloquialmente: "El que no la debe no la teme".

· Modo falso conciliador. Son personas poco asertivas, aunque en parte valoran la cooperación. Les cuesta asumir un papel activo en la solución de los conflictos, como en el caso del mediador, y más bien hacen in­tentos por llamar a las partes a no pelear, pero evitando ir más allá. Su obje­tivo es mantener la calma y así también desaprovechan lo que el conflicto podía aportar a todos. En el pasaje de "la mujer adúltera" (Jn 8, 1 ss) vemos cómo Jesús no tomó esta actitud ante el conflicto en el cual los fariseos buscaban involucrarlo para acusarlo. Él no minimizó la culpa de la mujer, pero sí hizo ver a todos que con su actitud acusa­dora más bien estaban ocultando una verdad de sí mismos que no querían aceptar. Jesús pudo dar una enseñanza sobre la misericordia de Dios sin suavi­zar sus exigencias: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”, dice a los acusadores; “Vete y no vuelvas a pecar”, advierte a la mujer. Así deja clara la responsabili­dad que cada uno debía asumir ante Dios y ante sí mismo.

Ante estos modos erróneos de asumir los conflictos en que Cristo no cayó, aparece el modo adecuado bajo el que Él sí asumió estas situaciones. Es el del mediador, propio de personas asertivas, que saben que los problemas se solu­cionen en común, valorando e implicando a todos. Él es el Mediador definitivo entre Dios y los hombres (Heb 9, 15; 12, 24), y por ello también el mediador de los hombres entre sí. Su actitud, por tanto, nos mueve a escuchar a las partes y ayudarlas a dialogar y comprometerse en una solución compartida. Mueve a interesarse tanto por los procesos emocionales de los involucrados como por el bien de la familia o comunidad. Así enseñó a hacer Jesús en su vida histórica. Por ejemplo, en Marcos 10, 35 ss vemos cómo Él escucha con atención lo que dos de sus discípulos, los hijos del Zebedeo, quieren pedirle. Aunque se trataba de una pretensión exagerada –sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda cuando ins­taurara su reino–, Jesús dialoga con ellos y les pone en un plano superior. Él no rebaja las exigencias de su misión, tratando de suavizar lo que es­pera de sus discípulos o escandalizándose ante sus ambiciones. Cuando les enseña que más bien deben buscar el primer puesto haciéndose los últi­mos, eleva su discusión según las exigencias de toda su enseñanza. Nadie salió ofendido y Jesús logró que una situación de hostilidad se convirtiera en una enseñanza fundamental sobre el reino de Dios.

Por todo esto es fundamental asumir los conflictos a partir del clásico “¿Qué haría Jesús en mi lugar?”. Ciertamente, Él no tomaría la actitud del “evitador” ni la del “falso conciliador”, sino que afrontaría el problema con empatía, sabiendo conjugar la verdad y la caridad. Mucho menos se impondría de modo dominante, sino que ejercería su soberanía con paciencia y tejiendo vínculos de comunión. Es decir, ejercería el papel de mediador, y así nos enseña a hacer también nosotros. Este es el lugar que procura tomar la Iglesia ante los conflictos humanos, y así invita a hacerlo a cada cristiano en particular, equilibrando su espiritualidad y compromiso, gracia teologal y ejercicio concreto de la caridad. Porque un con­flicto puede ser la ocasión propicia para desarrollar el diálogo y la comunión, tal como nos lo han ense­ñado los papas San Pablo VI y San Juan Pablo II, respectiva­mente. Son también la ocasión para poner en práctica la caridad, tal como nos lo enseñó el Papa Benedicto XVI, y nos ayudan a relacionarnos con los demás desde la humildad y el servicio, tal como lo propone el Papa Francisco.

La forma más eficaz de descubrir el origen de un conflicto es reunir a las personas implicadas a fin de que dialoguen abierta y francamente para definir o analizar el problema real y clarificar las po­siciones; descubrir aquellos aspectos ocultos en que pudiera basarse el conflicto y los sentimientos que esté generando. Es importante estimu­lar la expresión de sentimientos, pero de manera controlada y, para eso, es preciso establecer y dar a conocer un marco de respeto a seguir. Por ejemplo:

· Apertura y honestidad: suscitar la confianza para que se dé el diálogo sincero. A imagen de la comunión trinitaria, cada persona debe “vaciarse”, es decir, poner todas las cartas sobre la mesa.

· Perder es ganar: es necesario liberarse del apego al propio punto de vista, por tanto, tomar distancia de los propios criterios, precomprensiones y prejuicios. Nadie debería tomar su propia visión como un absoluto, sino que todos deben abrirse a la búsqueda del sentido y de la verdad que se manifiesta por la estima y comprensión recíproca. Es lo que los sabios han definido como “magnanimidad”, es decir, grandeza de alma; lo contrario es la “pusilanimidad”, el alma que, cerrada en sí misma, no crece ni deja crecer a los otros.

· Para hablar hay que escuchar: es importante garantizar que cada parte tenga la oportunidad y el tiempo necesarios para exponer lo que tenga que decir, así como de ser escuchada, asegurando que los distintos puntos de vista sean valorados sin favori­tismos. En su momento, todos deberían tener la ocasión de responder a lo que se haya dicho.

· No interrumpir ni reaccio­nar negativamente: que nada interrumpa o impida la expresión de los implicados. Si alguien interrumpe, se le debe recordar que debe es­cuchar objetivamente y sin discutir, hasta que el otro haya terminado. Aquí es preciso atender al lenguaje corporal, como miradas y gestos de desaprobación, negación, etc., porque, igual que las palabras, constituyen una forma de interrupción.

· Hablar con hechos: ante esto, es importante que las personas mantengan una ac­titud de respeto, no ataquen personalmente a nin­guno de los presentes ni hagan acusaciones absolutas, como "tú siempre…", "tú nunca…", etc. En este sentido, hay que resguardar que todas las afirmaciones estén apoyadas en hechos y ejem­plos de comportamientos específicos. Así se podrá garantizar que la información sea precisa, lo que ayudará a delimitar y resolver el conflicto. En vez de decir "Tú eres un grosero", más bien se debe decir: "Cuando me has dicho aquella palabra, yo me he sentido ofendido". En vez de acusar a otro diciéndole que no tiene caridad, digamos más bien: "Me parece que en este momento todavía pudiéramos vivir mejor lo que nos enseña Cristo". No pidamos compen­saciones inmediatas, sino más bien dejemos que ellas fluyan natu­ralmente.

No siempre alcanzaremos la solución ar­moniosa de un conflicto, ya sea que este nos involucre como protagonistas o nos relacione apenas como testigos. Lo importante es que mantengamos nuestra disposición a vivir en ellos el espíritu cristiano. Muchas veces esto supon­drá asumir la cruz de las dificultades que generan. Siempre debemos estar caracterizados por la cari­dad y también favorecer el encuentro de todos y la reconciliación. Para todo ello siempre será fundamental mantener fija nuestra mirada en el ejemplo de Jesucristo, que reconcilia a todos en sí mismo y nos enseña a ser factores de reconciliación.

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