Jueves, 02 de mayo de 2024

Religión en Libertad

Contra la elección como bien supremo


Es la valoración de los bienes, y por tanto las prioridades y relaciones entre ellos, lo que hace que elegir sea un asunto serio. Se sigue de ello que [la elección] no es un bien primario, sino algo que es bueno en virtud de la bondad de otras cosas, y eso significa que esas otras cosas son más importantes.

por James Kalb

Opinión

Los argumentos basados en los derechos parecen hoy irresistibles. A diferencia de los argumentos basados en la ley natural, y no digamos de los basados en la religión revelada, todo el mundo parece comprenderlos sin necesidad de mayor explicación. Así que si alguien quiere decir que el aborto es malo, dice que viola el derecho a la vida, y si quiere oponerse a la actual deconstrucción del matrimonio, de la familia y de la sexualidad, es probable que diga que contraviene el derecho de los niños a un hogar estable con un padre y una madre.
 
El argumento tiene sentido. Normalmente una mala conducta viola los intereses de personas concretas que deberían ser protegidos, así que viola sus derechos, y denunciar esa violación es una forma eficaz de escenificar aspectos importantes de lo que está mal en dicha conducta. La gente puede rechazar el argumento, pero al menos entiende de qué se está hablando.
 
Existe, sin embargo, un problema estratégico en usar demasiado estos argumentos. Los derechos no dicen qué es lo que está sustancialmente bien. Al contrario, se centran en la capacidad de la persona que tiene ese derecho para practicarlo o no cuando elige. Así que hablar de derechos es hablar de elección, y considerarlos como el asunto básico es tratar como tal la elección.
 
Y esto es un problema, porque hoy la elección se ha convertido en el criterio moral supremo. Esa tendencia está vinculada a la liberación en cuanto objetivo del progresismo, dando a la gente lo que quiere como base de la democracia política, y a la satisfacción de la mayor preferencia, en cuanto justificación para el capitalismo de consumo. También nos ha dado nuestro régimen de “matrimonio gay” y aborto sin límites.
 
Aunque todo en nuestra vida pública parece apoyarlo, dar primacía a la elección carece de sentido. En cuanto derecho a actuar con plena potestad, elegir puede resultar agradable, una forma de alegría; pero sería de locos convertir esa clase de alegría arbitraria en aquello que otorga a la vida y a la sociedad su sentido general. Lo que hace importante elegir es que hay elecciones valiosas que se excluyen mutuamente, y es necesario un criterio para encajar la mejor combinación posible de posibilidades. Así que es la valoración de los bienes, y por tanto las prioridades y relaciones entre ellos, lo que hace que elegir sea un asunto serio. Se sigue de ello que [la elección] no es un bien primario, sino algo que es bueno en virtud de la bondad de otras cosas, y eso significa que esas otras cosas son más importantes.
 
El problema se hace evidente cuando las decisiones entran en conflicto. En ese caso, elegir no puede ser realmente el criterio más elevado, porque no puede decirnos qué hacer. Sin embargo, el impulso que pretende que lo sea rechaza mirar a los bienes sustantivos. El resultado es que el criterio más elevado se convierte no en la elección misma, sino en el principio de que la elección es el criterio más elevado. En otras palabras, el criterio más elevado se convierte en el triunfo del liberalismo ideológico, la perspectiva que pretende poner la elección en primer lugar. Somos libres, pero nuestra libertad consiste en el derecho de apoyar la visión oficial de las cosas y vivir conforme a ella.
 
Supongamos, por ejemplo, que Bob y Bill [dos hombres] se quieren casar civilmente y le piden a Joan, una mujer pastelera, que confeccione una tarta de bodas. Joan no quiere hacer la tarta –lo cual es, después de todo, un objeto con un significado- y apoyar así el evento y participar en él, así que dice que no. Tenemos entonces dos elecciones en conflicto. ¿Cuál tiene preferencia? Joan podría argumentar que ella es absolutamente reemplazable, y que la molestia de tener que acudir a otra pastelería es mínima, mientras que obligarla a ella a preparar la tarta implica una servidumbre no deseada, un asentimiento obligatorio y una violación de su derecho a descartar acciones que violen su conciencia.
 
Para quienes compran el discurso público dominante, es sin embargo obvio que quien tiene que ceder es ella. Bob y Bill intentan unir sus vidas en la forma que desean, mientras que Joan intenta llevar su negocio en forma consistente con sus compromisos sociales. Aquello es más importante que esto, en parte porque, aparentemente, el ámbito doméstico conmueve a la gente en una esfera más íntima y afecta menos a los demás que el comercio, así que se considera que merece mayor autonomía. Pero forzar a Bob y a Bill a acudir a otra pastelería parece violar menos la autonomía que forzar a Joan a hacer la tarta. Así que la razón más importante por la que Joan pierde es que sus compromisos sociales se consideran ilegítimos y realmente perniciosos.
 
Bob y Bill quieren que su elección sea tan celebrada como la de cualquier otro, y Joan se niega a hacerlo. Esto significa –se piensa- que ella les niega su dignidad humana, que se supone depende de su capacidad para escoger una forma de vida para sí mismos y ver celebrada esa elección igual que las demás. Joan, por supuesto, también elige una forma de vida para sí misma, en la cual comparte y apoya la concepción tradicional y según la ley natural del matrimonio, de la familia y de los temas sexuales. Pero esa concepción no acepta la elección como el bien supremo, y por tanto rechaza el principio básico de la moralidad pública actual. A la vista de lo cual, la elección de Joan no se considera moralmente válida. Eso la convierte en “intolerante” –palabra que básicamente significa que queda excluida de la comunidad moral–, y cuantas más objeciones plantee ella, más importante resulta hacerle tragar con el “matrimonio gay” para que aprenda la lección.
 
La elección como principio supremo se vuelve así contra sí misma por falta de algo sustantivo para definirla y justificarla. De hecho, se convierte en tiránica. Para restaurar la razón en la discusión de los asuntos morales, sociales y políticos, tenemos que ir más allá de los derechos y de las decisiones como criterios, y hablar de lo que merece ser elegido: en otras palabras, de los bienes y de sus relaciones y prioridades. Y puesto que los bienes son en última instancia arbitrarios a menos que se fundamenten en cómo son en realidad el hombre y el mundo, tenemos que hablar de naturaleza humana y de ley natural: de qué mundo formamos parte, cómo encajamos en él, qué tipo de seres somos, qué tiene sentido que elijamos y cuál es para nosotros la vida mejor.
 
Ese es el debate que intentábamos evitar posicionándonos sobre la vida y el matrimonio siempre en términos de derechos. Había, por supuesto, razones para ello: los asuntos concernientes a los bienes son sustantivos, y vivimos en un mundo que no sabe cómo abordar los asuntos sustantivos, así que probablemente avancemos lenta y dificultosamente si intentamos situarlos en el centro de la discusión. Aun así, cuanto más fundamental es un asunto y mayor es la confusión que lo rodea, más necesario resulta abordarlo directamente.
 
Cuando asuntos tan básicos como la vida y el matrimonio se ponen seriamente en cuestión, los católicos y la Iglesia no pueden convertirlos en tabúes y evitar el desacuerdo con los demás. Después de todo, la forma en la cual la gente los aborda es la que nos ha traído a donde estamos hoy. Nuestra labor es cambiar el debate introduciendo en él realidades morales sustantivas. Y esa es la tarea para la cual la Iglesia es la única bien preparada, si es que es lo que dice ser. Y si no lo es, ¿por qué molestarse con ella?

James Kalb es abogado y converso al catolicismo.
Artículo publicado en Crisis Magazine.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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