Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

Qué morro tienen estos sindicaleros


Extraños sindicatos sin afiliados, estabulados como los de Franco, amorrados a las ubres estatales, gracias a las cuales sus dirigentes y liberados se pegan la vida padre. Pese a ello se arrogan una representación monopolista en el «diálogo social», cuando todo el mundo sabe que no representan a casi nadie.

por Vicente Alejandro Guillamón

El día 1 de mayo, se celebró, como todo el mundo sabe, la fiesta de San Liberado Sindicalero, antiguamente Día Internacional del Trabajo desde 1890, con las procesiones litúrgicas de rigor en numerosas ciudades españolas, igual que otras muchas europeas, con ese mar de pendones rojos de las distintas cofradías y alguna que otra tricolor de los desmemoriados de la memoria histórica. Este año, a los prebostes de los grandes sindicatos patrios les ha dado por atacar a los empresarios que aún resisten al desastre absoluto de la política económica del Gobierno sociata, proporcionando el único trabajo productivo que todavía se genera en España, aunque por días, cada vez menos. El empleo que proporcionan los organismos públicos, si exceptuamos la sanidad, la enseñanza, las fuerzas de seguridad, los bomberos y no sé si alguno más, totalmente necesario, sólo producen papeles, inspectores mil que acogotan a los que producen, trabas administrativas al ciudadano e impuestos, impuestos depredadores por todas partes. Este es el empleo improductivo que reclaman los sindicaleros, como si los salarios de tanto burócrata innecesario lloviera del cielo como maná bíblico; pero ocurre que en este caldo de cultivo «público», la legión de liberados sindicales tienen su modus vivendi asegurado, una fórmula comodísima de vivir espléndidamente sin dar un palo al agua. Basta con salir en procesión de vez en cuando, por ejemplo, cada Primero de Mayo, y armarles broncas a los gobiernos autonómicos que no son de su cuerda. Los sindicatos batuecos han llegado a tal grado de degeneración, que actualmente sólo son simples correas de transmisión de los intereses del Partido Socialista. Ni siquiera Comisiones Obreras actúa ya como luenga mano del Partido Comunista, en estado comatoso, dentro del mundo laboral. Extraños sindicatos sin afiliados, estabulados como los de Franco, amorrados a las ubres estatales, gracias a las cuales sus dirigentes y liberados se pegan la vida padre. Pese a ello se arrogan una representación monopolista en el «diálogo social», cuando todo el mundo sabe que no representan a casi nadie. Bueno, sí, representan al partido político del que son subsidiarios, al que sirven incondicionalmente y les llena el pesebre a costa del exprimido contribuyente. Si hablo así es porque puedo hacerlo, porque en algún momento de mi vida estuve metido de hoz y coz en el mundo sindical. Con un pequeño grupo de antiguos dirigentes de la JOC (Cristóbal Aparicio, Timoteo Baciero, Gregorio Martín Camuñas, Pepe de la Torre, etc.) fundamos en 1959, hace ahora medio siglo, un sindicato libre, por supuesto ilegal o clandestino, llamado Federación Solidaria de Trabajadores (FST). En 1962 fui elegido secretario general, y dejé todas mis ocupaciones profesionales para dedicarme enteramente a la captación de prosélitos y organización de células en numerosos puntos de España, gracias a un pequeño sueldo que me pagaban, bajo cuerda, los sindicatos cristianos belgas. Así estuve tres años, hasta que la brigada político-social se puso a seguirme los pasos y terminó por «convencerme» de que no hiciera el tonto. También en 1962 publiqué un libro titulado «Justicia Social. Doctrina para un sindicalismo de inspiración cristiana», que no pude vender en las librerías españolas, pero lo exporté muy bien a los sindicatos cristianos de Hispanoamérica. Si los mártires del 1 de Mayo de 1886 levantaran la cabeza, escupirían a la cara de Cándido Méndez y Fernández Toxo por serviles a un partido político y a un gobierno ruinoso en lugar de ocuparse seriamente por los millones de parados que provoca su nefasta política. Pues, ¿qué hacen los sindicaleros bien cebados por las personas que se quedan sin trabajo y hasta en la más completa miseria? Nada en absoluto. ¿Dónde están los comedores benéficos y los talleres de reciclaje ocupacional? No, desde luego, en las oficinas sindicales ni en las Casas del Pueblo, sino en Cáritas o en las otra muchas instituciones de la Iglesia que se ocupan de remediar tanta necesidad. La «festividad» del Primero de Mayo conmemora los hechos que terminaron siendo luctuosos ocurridos en Chicago en 1886. Los sindicatos norteamericanos de entonces, adheridos a la Asociación Internacional de Trabajo (AIT), de predominio anarquista, convocaron una huelga general y manifestaciones en numerosas ciudades americanas reivindicando la jornada laboral de ocho horas, frente a las diez-doce horas que aún era común en la generalidad de industrias, talleres y comercios. De todos modos algo se había mejorado. Al principio de la revolución industrial, hacia mediados del siglo XVIII, la jornada era todavía mucho mayor: venía a ser como la del campo, o sea, de sol a sol, entre 14 y 15 horas. La protesta de 1886 adquirió especial importancia en Chicago, donde miles de trabajadores salieron a la calle en apoyo de las ocho horas. Pese a la multitud que apoyó la convocatoria, no se registró ningún incidente. Las autoridades habían adoptado grandes medidas de seguridad. Los días 2 y 3 continuó la huelga, con concentraciones de huelguistas a las puertas de las industrias que habían contratado operarios para sustituir a los parados. El tercer día, mientras la Policía cargaba contra unos centenares de huelguistas concentrados ante las puertas de la empresa McCormick Reaper, estalló una bomba a espaldas de los guardias, que con toda probabilidad colocó un agente provocador, causando ocho muertos y numerosos heridos. Detenidos los dirigentes sindicales, la mayoría emigrantes de origen alemán, cuatro de ellos (Albert R. Parsons, August Spies, Fisher y Engel) fueron condenados a muerte y ahorcados el 11 de noviembre de 1887. Tres años después, los delegados de la AIT reunidos en París, acordaron declarar el 1 de mayo, Día Internacional del Trabajo. Lo que ha dado de sí esta jornada en multitud de lugares a lo largo de su historia, especialmente a infinidad de pícaros, sería para escribir un libro voluminoso.
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