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Juramento de los cardenales antes del cónclave que eligió a Leon XIV.Vatican Media

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El papado es la única monarquía electiva de fuste que sobrevive a los vendavales de la Historia; y como se trata de una institución que, aparte de un poder temporal cada vez más restringido, ejerce un poder espiritual infinitamente sugestivo e influyente, cada vez que se elige un Papa se despierta una universal curiosidad que es algo así como una versión devaluada de la reverencia (o tal vez la única reverencia que una época sórdida y banal como la nuestra puede tributar). La celebración de un cónclave, tan embalsamado siempre de misterio, excita los más abracadabrantes delirios folicularios y estimula la imaginación de los escritores más ineptos, que nos atizan novelas mazorrales y sensacionalistas de intriga vaticana.

Desde la proclamación del Extra omnes, con el que se inicia el retiro de los cardenales, hasta la fumata blanca que anuncia la elección del nuevo pontífice, los cónclaves se convierten en pasto de todo tipo de comidillas y especulaciones. Y, en cierto modo, es comprensible; pues representan un injerto de misterio y ritualidad en medio de un mundo cada vez más anodino y chabacano

Los primeros cónclaves se celebraron en el siglo XIII, que es cuando los cardenales electores empezaron a encerrarse con llave (cum clave) en algún castillo o palacio que les cayese a mano, para evitar en la medida de lo posible las imposiciones y presiones externas. 

El cónclave más prolongado de la Historia no tuvo lugar en Roma, sino en la vecina ciudad de Viterbo. En 1271, los habitantes de la ciudad, cansados tras casi tres años de deliberaciones y votaciones infructuosas de los cardenales, los sometieron a una dieta de pan y agua y les retiraron las tejas del palacio, dejándolos a la intemperie; de modo que, para protegerse, los cardenales tuvieron que construir cabañuelas de madera. Algunas crónicas de la época, para suavizar la aspereza de los viterbeses, aseguran que las tejas fueron removidas para que el Espíritu Santo pudiera acceder más cómodamente al palacio, sin necesidad de colarse por ninguna rendija. Sea como fuere, la intemperie y el Espíritu Santo agudizaron mancomunadamente el ingenio de los cardenales, que eligieron en pocos días a Gregorio X

Escarmentado por la experiencia, el nuevo Papa resolvió regular la forma de elección pontificia, estableciendo que el cónclave comenzase diez días después de la muerte del Papa y que se celebrase en estricta clausura en el mismo lugar donde éste hubiera fallecido. A los cardenales les quedaba prohibido disponer de fámulos (salvo en caso de enfermedad) y se les advertía que los alimentos se les retirarían progresivamente hasta alcanzar la elección (a partir del tercer día, una sola comida; desde el octavo, a pan y agua), para que no se durmiesen en los laureles. También determinó Gregorio X que podía ser elegido Papa cualquier varón (no necesariamente clérigo) que estuviese bautizado; una regla que, aunque muchos lo ignoren, sigue vigente (pero hibernada, pues en la práctica siempre se elige a un miembro del colegio cardenalicio).

La mayoría de los cónclaves se han celebrado en Roma, aunque algunos lo hicieron –en especial durante la Edad Media– en otras ciudades, como por ejemplo en la francesa Aviñón, donde residieron hasta siete papas, entre 1309 y 1377 (y después, por añadidura, algún antipapa). El último cónclave que se celebró, allá por 1800, fuera de Roma –ocupada entonces por las tropas napoleónicas– lo hizo en Venecia; y el Papa elegido, Pío VII, llegaría a estar preso de Napoleón

Desde entonces, todos los cónclaves se han reunido en Roma, aunque no siempre en la Capilla Sixtina; por ejemplo, el cónclave que eligió en 1831 a Gregorio XVI se celebró en el palacio del Quirinal, que fue villa papal antes de convertirse –por usurpación– en residencia de reyes y presidentes de la república (todo en la vida degenera). 

Aunque ya no hubo ningún cónclave tan prolongado como el que se celebró en Viterbo y concluyó con los cardenales a la intemperie, hubo otros que no se le quedaron a la zaga, como el que terminó eligiendo en 1294 –tras dos años y medio de sesiones– a Celestino V; quien, para más inri, renunciaría al cargo en apenas seis meses, provocando las iras del mismísimo Dante, quien sin contemplaciones lo imaginó inquilino del infierno porque "consumó por cobardía la gran renuncia [fece per viltade il gran rifiuto]". Para compensar el ultraje dantesco, Celestino V sería elevado a los altares algunos siglos más tarde; pero mucho me temo que un verso de Dante pesa más que una canonización.

Celestino V, al menos, pudo renunciar al papado por voluntad propia; otros 'papables' serían vetados sin contemplaciones durante la celebración del cónclave.

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Aunque hoy nos pueda parecer chocante, los reyes de España, Portugal, Austria y Francia pudieron impedir durante siglos la elección de un determinado candidato mediante un derecho de veto. Y, puesto que podían, lo ejercían sin rebozo. 

En 1621, tras la muerte de Pablo V, se celebra un cónclave que no elige al cardenal español Gabriel de Trejo y Paniagua porque el rey de Francia, Luis XIII, le impone su veto. En su lugar, se elige Papa al arzobispo de Milán, cardenal Ludovici, que reinará con el nombre de Gregorio XV. El nuevo vicario de Cristo, aunque beneficiado por Francia, se esforzará por desagraviar a España, activando los procesos de canonización de cuatro españoles, a quienes en 1622 elevará a los altares por la vía rápida y de una sola tacada: San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Francisco Javier y San Isidro Labrador. Del pobre Trejo y Paniagua nadie se acuerda hoy; pero sin su sacrificio tal vez alguno de estos santos reconocidos universalmente todavía estaría esperando turno en los despachos vaticanos.

El mismo Gregorio XV se preocupó de completar la regulación de los cónclaves, estableciendo un triple procedimiento de designación: la vía del escrutinio (sucesivas votaciones secretas de todo el colegio cardenalicio, hasta alcanzar una mayoría de dos tercios), la vía del compromiso (donde los cardenales delegan la decisión final a un pequeño grupo de compromisarios) y la vía de la aclamación (método frecuente en los primeros siglos del cristianismo pero nunca utilizado desde que hay cónclaves, aunque León XIII fue elegido tras una votación abrumadoramente favorable). 

Mediante escrutinio fue elegido en 1846 el cardenal Mastai-Ferretti, luego conocido como Pío IX; con la particularidad de que él era el escrutador de las papeletas y el encargado de leer en voz alta los nombres de los cardenales votados. Cuando llevaba dieciocho papeletas seguidas con su nombre, pidió que otro cardenal prosiguiera la lectura; pero como nadie quiso sustituirlo, terminó proclamando: "¡Yo soy el Papa!". Lo sería durante más de treinta años, tal vez el papado más largo de la Historia, con permiso de San Pedro.

Aunque parezca increíble, los monarcas católicos siguieron disfrutando de derecho de veto en la elección de los papas hasta 1903. En este año resultó elegido Papa el Patriarca de Venecia, cardenal Sarto, después de que el arzobispo de Cracovia ejerciese el derecho de veto, en nombre del emperador Francisco José, contra el cardenal Rampolla, demasiado favorable a Francia y potencialmente hostil a los intereses austrohúngaros. Tras su elección, Pío X derogó para siempre el privilegio de las cuatro naciones (para entonces tres, pues Francia ya no era una monarquía) y prohibió que pudieran ser relatadas las vicisitudes internas del cónclave, desde que entran los cardenales en la Capilla Sixtina hasta que se proclama el nombre del nuevo sucesor de San Pedro. Antes de que entrara en vigor esta prohibición, sin embargo, el arzobispo de París, cardenal Mathieu, publicó un minucioso libro (firmado por "Un testigo") donde narraba con todo lujo de detalles la controversia del veto ejercido por el emperador austriaco.

Posteriormente, Pablo VI resuelve –un tanto arbitrariamente– que los cardenales pierdan su derecho de voto al cumplir los ochenta años y fija un número máximo de cardenales electores (que, por cierto, en el último cónclave se superó). Y Juan Pablo II establece que los cardenales, durante el tiempo que dura el cónclave, puedan instalarse algo más cómodamente de lo que lo habían hecho durante siglos, hacinados en las estancias aledañas a la Capilla Sixtina, donde apenas disponían de un camastro que una mampara separaba del camastro colindante (así, se sabía quiénes eran los cardenales más roncadores, lo que a buen seguro les restaba posibilidades de ser votados por los damnificados) y por las mañanas, a la hora de las abluciones, tenían que hacer cola ante los retretes durante horas. Y a estas condiciones un tanto inmundas se agregaba en algunos casos el viscoso calor del estío romano, que las puertas y ventanas tapiadas a cal y canto agravaban con sus ribetes de fetidez y asfixia. Así que, para mitigar los padecimientos del colegio cardenalicio, Juan Pablo II mandó construir, junto al Hospital de Santa Marta, una hospedería habitualmente ocupada por sacerdotes adscritos a la Secretaría de Estado y por obispos y nuncios jubilados, más algunos investigadores y científicos. 

En esta hospedería de Santa Marta se instaló durante todo su pontificado Francisco, acaparando humildemente una planta entera que ahora ha sido de nuevo reformada, para acoger a los conclavistas, que así pudieron roncar a pleno pulmón y sin temor a represalias, antes de elegir a León XIV.

  • Publicado en XL Semanal en dos partes, una y dos.