Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

La memoria iconoclasta

Angel David Martín Rubio

Desde hace unas semanas venimos informando a nuestros lectores de la iniciativa promovida por el historiador Antonio Manuel Barragán Lancharro para impedir la destrucción o traslado del escudo diseñado por el escultor extremeño Enrique Pérez Comendador y ubicado en la fachada del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura de la ciudad de Cáceres.

El hecho no tiene nada de aislado. Basta recordar el acoso a que está siendo sometido el Valle de los Caídos y otros episodios que rozan el esperpento. Hace algún tiempo, el Ayuntamiento de Cáceres propuso retirar el nombre de la calle Héroes de Baler. Al parecer, la ley de memoria histórica ha debido declarar a la España democrática incompatible con cualquier clase de heroísmo, incluso el que derrocharon nuestros compatriotas en el ocaso del siglo XIX. Hubo que rectificar porque el escándalo fue mayúsculo en los medios de comunicación nacional y porque aquel nombre "no tiene reminiscencias franquistas", como informaba con toda seriedad un periódico local.

Más tarde, se vieron obligados a reponer el escudo de los Reyes Católicos que habían retirado de un monumento ubicado en la Plaza de Colón de la misma ciudad y, en una carta publicada hace unos días en el periódico Hoy, el historiador y académico Luis de Llera Esteban, Catedrático de Lengua y Literatura en la Universidad de IULM de Milán, ha recordado cómo “la Real Academia de Extremadura, sita en Trujillo, fue conminada a desprender de su fachada un escudo de España por ser considerado de la época franquista. Aparte del discutible derecho a destruir inquisitorialmente el arte por el hecho de pertenecer a un período, lo paradójico fue que las autoridades confundieron el período de la dictadura con el de los Reyes Católicos, época de dicho escudo”.
 
Otras veces es la “acción directa” de los nuevos talibanes quienes agreden tumbas y símbolos al tiempo que se glorifica indebidamente a personas y episodios vinculados al bando derrotado en la Guerra Civil. Recordemos a este respecto, la profanación de la tumba de un soldado nacional en el cementerio de Castuera (Badajoz). En Salamanca, junto a otros atentados contra el patrimonio histórico-artístico, apareció cubierto de pintura roja un escudo de los Reyes Católicos situado en la fachada del museo municipal.


 
Esta ofensiva iconoclasta, no es la primera que sufrimos desde que se implantó en España el régimen político ahora vigente. Incluso tiene precedentes en la aversión de republicanos y socialistas hacia la verdadera cultura, la historia y el pasado.

El historiador Antonio Manuel Barragán, antes citado, ha recordado cómo la República, que nació en 1931 bajo el signo de la ruptura, decidió llevar a la práctica una política destructora de símbolos monárquicos. Incluso la estatua de Felipe III de la Plaza Mayor de Madrid cayó abatida por quienes festejaban de este modo la implantación del nuevo régimen.
 
Y en 1933, los socialistas extremeños pusieron al servicio de su aversión hacia el pasado iniciativas tan pintorescas como aquélla de la que informaba el diario ABC:
 
Ha producido generales protestas el acuerdo tomado por el Ayuntamiento de Don Benito al cobrar arbitrios por los emblemas heráldicos y los escudos nobiliarios que ostentan las casas solariegas. Se ha comentado desfavorablemente que el diputado provincial socialista Andújar en la sesión celebrada por la Diputación haya defendido tamaño desafuero. Los vecinos se proponen no pagar el tributo. Se han dirigido peticiones al Patronato de Turismo, Academias y demás entidades para que recaben del Gobierno la anulación del pintoresco acuerdo” (ABC, 7-enero1933).

En las páginas 6-7 del ABC de 28 de enero de 1933 se puede leer un artículo de César González Ruano sobre esta cuestión que provocó incluso una intervención del Gobernador Civil para conseguir que el alcalde de Don Benito diera marcha atrás. Y es que los años republicanos previos a la guerra civil fueron especialmente nefastos para el patrimonio histórico-artístico pacense, como recordaba el pintor Adelardo Covarsí:
 
Al implantarse la República se incrementaron los desmanes de tal forma, de manera tan alarmante, que hice un llamamiento desde la prensa de Badajoz a todos los extremeños para que se opusieran en las villas y pueblos a la destrucción de los testimonios de la grandeza de la nación, pero todo fue inútil porque en Orellana la Vieja el Ayuntamiento izquierdista que allí imperaba derribó bárbaramente el balcón monumental de piedra de la casa-castillo de los duques de Bélgida; en Puebla del Prior le tocó la misma suerte a la hermosa portada del Palacio Prioral, y el Ayuntamiento republicano-socialista de Don Benito arremetió contra los blasones o signos heráldicos que en la población enriquecían las casas nobiliarias, entre otros atentados por el estilo que pude atajar acudiendo en protesta a la autoridad gubernativa. Culminando tantos desastres con el escandaloso intento de despojo del claustro del Conventual santiaguista de Calera de León (monumento nacional) contra cuya conservación que amparan las leyes, dispararon bala rasa el Ministerio de Instrucción Pública y la Dirección General de Bellas Artes, mediante sucesivas disposiciones manifiestamente ilegales pero que consiguieron los elementos socialistas de dicha localidad protegidos por la Nelken, diputado a Cortes por la provincia de Badajoz [...]
 
Privaba el nefasto Frente Popular, ni que decir tiene que por todas partes se incrementaron las bárbaras destrucciones de todo signo de tradición o de historia, que culminaron en los derribos del famoso Via Crucis de Puebla de Sancho Pérez y valiosos rollos o cruces de término de Cabeza del Buey, verdaderos monumentos arqueológicos entre otros similares (Fuente del Maestre y Talavera la Real) y no hablemos del infame intento de expropiación, robo por la violencia, del histórico Monasterio de Santa Clara, de Zafra, al que defendí enérgicamente en un informe que elevé al Ministerio días antes del Alzamiento Nacional” (Afán, Badajoz, 27-junio1938).
 
En el siglo XIX, franceses y liberales habían despojado nuestro, hasta entonces, ingente patrimonio histórico-artístico. En el XX, la ofensiva correspondió a republicanos, anarquistas, socialistas y comunistas; sin olvidar el aval o la participación activa de los nacionalismos parasitarios en los casos de Vascongadas y Cataluña. Ahora, en pleno siglo XXI, la agresión se fundamenta en la histriónica aplicación de uno de los más perversos preceptos contenidos en la llamada Ley de memoria histórica.


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En dicho texto se preceptúa: “Los órganos que tengan atribuida la titularidad o conservación de los monumentos, edificios y lugares de titularidad estatal, tomarán las medidas oportunas para la retirada de los escudos, insignias, placas y otras menciones conmemorativas de la Guerra Civil, existentes en los mismos, cuando exalten a uno sólo de los bandos enfrentados en ella o se identifiquen con el régimen instaurado en España a su término”.
 
Por debajo de la confusa redacción, se puede extraer la consecuencia: solamente habrá memoria pública de las personas y circunstancias que se identifiquen con la República del Frente Popular. La España de ZP se convierte así en émula de los tiranos romanos que aplicaban la “damnatio memoriae” para, después de haber ocupado el poder, borrar todas las huellas que pudieran recordar a su predecesores y las obras por ellos realizadas.
 
Aquella democracia que nació al arrullo de las piquetas se consolida, ahora en virtud de un precepto legal, en un régimen iconoclasta, es decir un sistema político que práctica la destrucción sistemática de las imágenes, en ocasiones de alto valor testimonial, histórico y documental vinculadas al bando vencedor en la Guerra Civil y a la España de Franco.



Es previsible que la obra demoledora iniciada en 1978 se vea ahora culminada. En los pocos lugares donde se conservan caerán ahora lápidas, monumentos, inscripciones, nombres, cruces… Ignoro si se llegará hasta el extremo de ordenar la demolición de los pueblos, pantanos, industrias, centros de enseñanza y sanitarios, vías de comunicación, edificios religiosos… que se identifiquen con el denostado régimen; tal vez, buscando precedentes históricos, una nueva ley proponga lo que hicieron los romanos en Cartago: arrasar las construcciones y sembrar los campos de sal.

La manipulación de la historia en España supera con creces lo orweliano y el régimen actual se ha convertido en un gran hermano que lo mismo decide quién tiene o no derecho a la vida que nos impone una interpretación oficial del pasado. Junto a los ejemplos que hemos citado en este artículo, podemos recordar cómo las instituciones públicas y privadas que promueven la llamada recuperación de la memoria histórica en Extremadura (entre ellas la Universidad, las Diputaciones de Badajoz y Cáceres y la propia Junta de Extremadura) presentaron unos listados en los que se presenta como víctimas de la represión franquista, entre otros muchos que no lo fueron, a un sacerdote asesinado por los milicianos frentepopulistas en Badajoz, a una mujer asesinada por unos bandoleros en Monterrubio de la Serena, a un combatiente voluntario en las banderas de Falange o a un hombre que murió como consecuencia de las heridas que sufrió al caerse de un carro. Al tiempo, caen destruidas las lápidas donde se enlazan uno tras otros decenas de nombres, unidos a veces por los mismos apellidos, que fueron sacrificados por el odio en la retaguardia roja o cayeron víctimas de la persecución religiosa. Poco más allá, la España de ZP rendirá homenajes a sus asesinos o les levantará monumentos como si una muerte pudiera cancelar toda una ejecutoria.


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La Ley inspirada por la ideología de la memoria histórica nos obligará a ver nuestras cruces profanadas, a deambular por las avenidas de Dolores Ibarruri o de Margarita Nelken, a pasar frente a las estatuas de los golpistas Indalecio Prieto y Largo Caballero o a escuchar como se califica de “héroes antifranquistas” a vulgares asesinos y bandoleros.

Pero, sobre todo, la Ley de memoria histórica convierte en un alto deber moral la obligación de conocer nuestro pasado desde el rigor del método histórico para evitar que la democracia española imite a los viejos tiranos en algo más que en el deseo de borrar toda huella del pasado para consolidar sus zarpas en el poder.
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