El corazón de una Iglesia que anhela a su padre
Reflexiones sobre la elección del Papa

Renacer
En la Iglesia estamos todos de celebración por la elección del nuevo papa. Tras los emocionantes días vividos con la muerte de Francisco y en un sorprendente tiempo récord, hemos asistido a la proclamación de León XIV, el hasta ahora cardenal Robert Prevost, como el primer papa estadounidense de la historia.
Desde el inicio del cónclave, los católicos, los periodistas, el mundo y los curiosos de todas partes, hemos estado pegados a nuestro feed de noticias, esperando la noticia de la fumata blanca divisada sobre los tejados del Vaticano.
Personalmente, no me gusta especular en los cónclaves, y no me he preocupado mucho de ver perfiles de “posibles” candidatos. De alguna manera, como es cosa del Espíritu Santo, todo intento de opinar sobra cuando se trata de un proceso de elección tan humano y tan divino que es un misterio y un escándalo para muchos. Y es que, a estas alturas de la vida, uno ni tiene ganas de ponerse apocalíptico, ni agorero, y tampoco providencialista. Y muchos menos, convertirse en un pseudo experto religioso, que se siente capacitado para opinar sobre los tejemanejes del poder vaticano o las implicaciones políticas de tener uno u otro Papa.
A mí, como católico, lo que me importa y me conmueve es sentir con el corazón de la Iglesia en este tiempo tan especial y único.
Por poner algunos ejemplos, ¿quién no se acuerda de dónde estaba y lo que sintió cuando se enteró de la muerte de Juan Pablo II? ¿Quién no se alegró cuando salió por el balcón Benedicto XVI y quién no se conmovió al ver a Francisco bajar la cabeza pidiendo oración cuando se presentó ante la multitud de la plaza de San Pedro?
Ayer, el mundo católico se detuvo en un kairós y, una vez más, congregado en torno a la figura de un simple mortal como nosotros, sintió el agradecimiento y la alegría de quien se encuentra con un nuevo padre en quien sabe que tiene confiada la vida. Sonará escandaloso para los hermanos separados, y romántico para los más escépticos y sabelotodos, criticones ad intra de todo lo que pasa en la Iglesia. Pero, para la gran mayoría de católicos, las palabras del nuevo Papa se recibieron como agua de mayo (nunca mejor dicho) y nos sentimos profundamente acompañados por Dios y esperanzados.
Un nuevo pontificado, como una nueva vida, es un mensaje de esperanza y una promesa de futuro. Nos dice que, pese a algunos discursos mundofinalistas muy en boga, la historia sigue, y Dios en su providencia nos sigue queriendo y cuidando. El duelo y la orfandad experimentados con la partida del anterior Papa, se reemplazan rápidamente por vivas al Papa en español y aclamaciones en italiano que gritan “Leone! Leone!”.
Es el corazón de una Iglesia que anhela tener padre, porque tiene a la Iglesia misma por madre, como esposa de Cristo, y a la cabeza desea tener su Pedro, roca firme en la que reposar y confirmar nuestra fe.
Es el corazón de un pueblo que reconoce en el pontífice algo que va infinitamente más allá de su persona. Es el reconocimiento de su pastor, de su alter christus, el que Catalina de Siena llamaba “el dulce Cristo en la tierra”.
Es el corazón de una humanidad, que anhela y necesita la paternidad de Dios, en un mundo lleno de huérfanos que está clamando en su interior por volver a su hogar, su patria, y su destino final.
Puede sonar imposible para algunos, y escandaloso para otros. Es la necedad a los ojos del mundo de una Iglesia que se conforma de nuestra pobre humanidad, que está dirigida por hombres, por pecadores, por santos y por inadecuados, como tú y como yo.
Es tiempo de ilusión y de esperanza, y sigue vigente lo que Juan Pablo II expresó en Novo Millennio Ineunte cuando dijo que “nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos”.
Por unos días, unas semanas, la Iglesia ha estado en vilo, viviendo lo fundamental. Primero celebrando la Semana Santa y la Pascua. Después de funerales y despedidas en la pascua de Francisco. Y ahora, dentro aún de la celebración gozosa de la resurrección, acogiendo a León XIV quien se ha presentado con el saludo del resucitado.
Hemos dejado a un lado teologías, posicionamientos, y juicios históricos. Como pueblo que camina, hemos simplemente anhelado tener un padre que nos acompañe y guíe, como buen pastor que cuida de su rebaño.
Y es que, sin padre no somos nadie, y aunque para eso somos hijos de Dios y tenemos a Dios por Padre, estamos tan necesitados de la solicitud maternal de la Iglesia que nos sentimos desubicados cuando nos falta el pastor.
Ese es nuestro CREDO IN ECCLESIAM, pronunciado de corazón una vez más ayer, mientras todos recibimos la bendición del nuevo Papa, León XIV, que una vez más nos impulsa a creer y esperar, confiados en que Dios se entrevera con nosotros en la mediación humana de nuestros pastores y de todo el pueblo de Dios.
Gracias Padre por Francisco, gracias Jesús por quedarte con nosotros mediante tu vicario León, y gracias Espíritu Santo por ser presencia de Dios manifestada entre nosotros hasta el último de los días.
Como llevan diciendo años los últimos papas, María, estrella de la evangelización, ora pro nobis.