Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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La curiosa doble vara de medir en el caso del velo

por José Alberto Barrera

He aquí un ejemplo de cómo estamos dispuestos a defender con uñas y dientes nuestras tradiciones, haciendo de ellas un absoluto y condenando a todo el que no las practica.

Lo difícil es escribir este post sin que me tachen de fundamentalista islámico o asimilado, así que quede claro de antemano que me fijo en el tema del velo como ejemplo de lo que nos parece un escándalo visto con los ojos y la cultura de hoy en día, sin darnos cuenta de dónde estábamos hace cincuenta años.


Antes de empezar quiero señalar que para mí la polémica del velo es por supuesto diferente de la generada por el burka. El velo cubre el cabello y parte del cuello; el burka cubre el cuerpo entero y apenas deja entrever los ojos y me parece harina de otro costal.

Pero vamos al tema del velo. Que yo sepa a ninguna de las monjas que he conocido que estudian en la universidad, se les prohíbe el uso del velo, y si alguna de ellas tuviera que completar sus estudios de bachillerato, dudo que nadie se quejara porque fuera a clase vestida de monja.


En mis viajes a Lourdes he visto no sólo las monjas, sino también las voluntarias, vistiendo lo que antiguamente era el uniforme de enfermera, tocadas con un velo.

También en Bosnia Herzegovina he conocido mujeres católicas que usan un paño a modo de velo y seguro que no son las únicas; aquí en España basta con acercarse a sitios como Galicia o Asturias para encontrar payesas que aún hoy usan un atuendo que bien podría confundirse con un velo islámico.


Por supuesto también olvidamos que hasta 1970 las mujeres debían acudir con velo a la iglesia, siguiendo las prescripciones de San Pablo (1 Cor 11, 116), y hoy en día no dejan de utilizarlo las primeras damas al visitar al pontífice.


Por si esto fuera poco, las novias acuden veladas al altar, para sólo allí desvelar plenamente su rostro ante el esposo, como símbolo del matrimonio que se acaba de realizar. Un ejemplo perfecto de esto es el rito de matrimonio mozárabe, en el que el velo juega un gran papel simbólico.


Más aún en nuestra iconografía encontramos a la Virgen María muchas veces representada con un velo, y no creo que nadie se haya quejado por ello hasta ahora.


Quizás por todo esto Monseñor Martínez Camino ha declarado, al hilo de la polémica de Pozuelo de Alarcón, que la Constitución establece el derecho a manifestar el propio credo y ha dicho que, por tanto, es una conclusión errónea que los símbolos religiosos pertenecen al ámbito privado.

De alguna manera con esto señala que una sociedad democrática como la nuestra, cada cual debe ser libre para expresar su propio credo de sus vestimentas, y relegar las creencias al ámbito privado es una manera de ganar la batalla de la laicidad contra la libertad religiosa. La táctica no es nueva, viene desde la Modernidad, cuando se aceptaba un cristianismo de puertas para dentro, pero se perseguía el cristianismo de puertas para fuera.

Lo que me fastidia de la polémica del velo es la falta de autoreflexión que tenemos, pues si nos fijamos un poco, vivimos en una sociedad en la que en ciertos ámbitos todavía se usa el velo; sin ir más lejos las más tradicionalistas defensoras del Vetus Ordo siguen acudiendo a la iglesia con velo.

En una sociedad en la que todo sentido del pudor y la decencia ha sido eliminado, nos escandalizamos de un signo cultural que asociamos a la dominancia ancestral del hombre sobre la mujer.

Aceptamos, eso sí, el velo como signo de consagración a Dios, como uniforme de voluntarias en Lourdes,  como hábito de labor en el campo, como indumentaria para la Misa y como vestimenta nupcial.


Entonces, ¿debemos o no debemos prohibir el velo? ¿En qué ofende a la dignidad de las personas llevar uno?

Es una cuestión difícil de responder, sobre todo cuando uno aprende que la mujer musulmana guarda para su marido y para su casa la plena revelación de sus cabellos y su belleza femenina.

Nos sonará a retrógrado, y estoy seguro de que es bien incómodo en los meses de verano. Pero no deja de ser algo tan cultural como entrar en una iglesia con un velo - no nos queda tan lejos- y en una sociedad tan desvergonzada como la nuestra, me parece incluso un símbolo contracultural que dignifica el matrimonio en una clave religiosa y moral.

No me extraña que las mujeres islámicas se sientan atacadas en su dignidad si les obligan a quitarse el velo, como mi abuela se sentiría indignada si la obligaran a llevar pantalones (en la vida la he visto con unos). Es una cuestión cultural, y nosotros más que nadie debiéramos entenderlo, sin llegar, eso sí, a exageraciones ni extremismos.

Pero más allá de la polémica sobre velo sí o velo no,  lo que me motivaba a escribir era pensar en cómo las convenciones culturales vienen y van, y pasan con extrema rapidez. Y son sólo eso, cultura, costumbres, normas sociales y en algún caso religiosas también.

Recuerdo cómo un veterano sacerdote jesuita me comentaba que sus ensotanados curas compañeros de promoción se escandalizaron cuando comenzó a gastar clergyman y estaban convencidos de su perdición por tamaño atrevemiento. La anécdota no quedaba ahí, pues contaba el jesuita que muchos de estos fueron los que colgaron los hábitos en los años 70, mientras él seguía con su clergyman tan contento.


¡Cómo somos los humanos!; alguien hace algo de una manera y el resto se dedica a repetirlo y absolutizarlo hasta el absurdo de pensar que la salvación depende de nuestras manera de vestir o de colocarnos en Misa.

Desde luego, la polémica del velo no carece de importancia en la batalla del laicismo insaciable que vivimos y de paso, nos sirve para reflexionar sobre nuestras propias costumbres y cuánto hemos cambiado en los últimos cincuenta años. Ahora bien… ¿nos quedaremos en este cambio o sabremos seguir adaptándonos a la cultura que nos rodea, dando valor a lo que es esencial y siendo capaces de cambiar lo accidental?

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