Martes, 30 de abril de 2024

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Miércoles de Ceniza

Reflexiones homiléticas

1. Introducción

El tiempo litúrgico de la cuaresma fue instituido por la Iglesia fundamentalmente por dos razones: inicialmente en función de los adultos, los llamados catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo en la noche de Pascua (a través de una serie de ritos, escrutinios y exorcismos daban los últimos pasos para entrar en la piscina bautismal que simbolizaba el útero de la Iglesia, para renacer en la fe); y finalmente, con relación a los fieles que hacían penitencia pública vestidos de ceniza después de haber pecado, ya que tal hecho había sido motivo de escándalo en el seno de la comunidad cristiana. La Iglesia tenía consciencia de ser instrumento de salvación en medio de los hombres, por eso un pecado cometido por un miembro de su cuerpo (adulterio, homicidio o apostasía) era considerado un pecado de la propia Iglesia de Cristo. Antes de la Pascua, los penitentes del tiempo cuaresmal eran acogidos por el obispo para ser readmitidos en la comunión y revestidos con la vestidura bautismal que, se había manchado por el pecado y que la comunidad cristina (la Iglesia) les había quitado.

Para poder penetrar de forma plena en el sentido espiritual de este periodo penitencial, recurrimos a una catequesis del magnífico magisterio del amado Benedicto XVI, otrora obispo de Roma, sobre la síntesis del origen y el valor bíblico del número que determina el tiempo litúrgico de la cuaresma:

«El número cuarenta aparece ante todo en la historia de Noé. Este hombre justo, a causa del diluvio, pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera otros cuarenta días, después del diluvio, antes de tocar la tierra firme, salvada de la destrucción (cf. Gn 7,4.12; 8,6). Luego, la próxima etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor, cuarenta días y cuarenta noches, para recibir la Ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex 24,18). Cuarenta son los años de viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra prometida, tiempo apto para experimentar la fidelidad de Dios: «Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años... Tus vestidos no se han gastado ni se te han hinchado los pies durante estos cuarenta años», dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de emigración (Dt 8,2.4). Los años de paz de los que goza Israel bajo los Jueces son cuarenta (cf. Jc 3,11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y la vuelta al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde se encuentra con Dios (cf. 1R 19,8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn 3,4). Cuarenta son también los años de los reinos de Saúl (cf. Hch 13,21), de David (cf. 2 Sm 5,4-5) y de Salomón (1R 11,41), los tres primeros reyes de Israel. También los Salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como por ejemplo el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: “Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino”» (vv. 7c-10)».

En el Nuevo Testamento Jesús, antes de iniciar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días, sin comer ni beber (cf. Mt 4,2): se alimenta de la Palabra de Dios, que usa como arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús evocan las que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días durante los cuales Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch 1,3)”. (Catequesis en la audiencia general sobre el Miércoles de Ceniza, 22 de febrero de 2012)».

Por tanto, cuarenta días es una cifra que representa en la Sagrada Escritura un tiempo de purificación, renovación, maduración, combate y de manifestación de la gracia de Dios en medio de la precariedad y pobreza humana.

Además de la oportuna y abundante Palabra de Dios que nos llama a conversión y penitencia es necesario recordar que, el gesto de la imposición de las cenizas nos ayuda a tener presente a través de esta rica espiritualidad teológico-litúrgica, que somos precarios, débiles y peregrinos en esta dimensión terrena. Las dos fórmulas litúrgicas usadas en esta celebración para recibir las cenizas nos recuerdan, primero la exhortación imperativa: “Convertíos y creed el Evangelio” que, apunta a la conversión del corazón a la buena noticia de Jesús de Nazaret, mientras que la otra: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”, alude a nuestra inevitable caducidad humana.

2. Evangelio

El relato del evangelio que la liturgia de la Iglesia nos presenta en este día, para iniciar la cuaresma pertenece al llamado sermón de la montaña, que es como sabemos el núcleo del Nuevo Testamento. Este discurso proyecta sobre el camino de la fe toda la novedad absoluta del mensaje de Jesús de Nazaret. Entre otras cosas, la verdadera religiosidad se da sobre todo en el corazón, o sea, en lo íntimo de todo aquel que acoge libremente y se deja seducir por la presentación del reino de los cielos en la predicación del Señor.

Jesús no manifiesta una ruptura sobre el conjunto de prácticas y hábitos de la piedad judía: limosna, oración y ayuno; por el contrario, les da un nuevo y profundo sentido. Estos elementos de lo que podríamos llamar “ascesis judía”, también eran usados por el Señor en la intimidad de su vida espiritual y religiosa. La limosna, el ayuno y la oración no son preceptos que se realizan para llamar la atención sobre sí, ni para obtener el reconocimiento y la alabanza de los hombres, sino para agradar al Padre que ve en lo escondido el verdadero culto del corazón, como bien había dicho Jesús en el diálogo con la samaritana: Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.(Jn 4,21-24).

La limosna no debe ser precedida por el anuncio del gesto que se va a realizar: “no lo vayas trompeteando por delante”, basta recordar que las trompetas eran tocadas desde antiguo en las grandes solemnidades, ante la llegada de dignatarios importantes o como toque de guerra; con respecto a la oración, Jesús recomienda que no debe ser realizada “para ser vistos por los hombres” con posturas, expresiones y en medio de la gente; y sobre el ayuno, el Señor advierte que no hay necesidad de “poner cara triste”, por eso, dada la aflicción y flaqueza que produce privarse de una comida a lo largo de la jornada, Jesús aconseja: “perfuma tu cabeza y lava tu rostro”. Para las tres prácticas de la piedad judía el Señor agrega: “no hagan como los hipócritas”. Los “hipocrités” en el griego clásico eran los actores que representaban a través de las máscaras, los diversos papeles de las grandes obras (tragedias, comedias y dramas) del teatro helénico. Dar limosna, rezar y ayunar “como los hipócritas” significa, por tanto, actuar y mostrar la religiosidad en el escenario de la propia vanidad y arrogancia, o sea, la espiritualidad del hombre está basada en lo que hace –siendo el centro del culto– no en el misterio de Dios a quien supuestamente adora.

3. Actualización catequética

Dos ideas surgen de la simple observación de la condición humana que nos pueden ayudar a entrar en la praxis y en el espíritu del tiempo de la Cuaresma. Es propio de la naturaleza de los hombres prepararse para todo aquello que es considerado importante: las personas cuando van a viajar se preparan para partir; los que estudian se preparan arduamente antes de efectuar un examen que puede definir la vida profesional; los artistas se preparan para una determinada representación queriendo rayar la perfección en sus performances; los atletas se preparan con mucha disciplina y rigor ante una seria competición, etc. También la humanidad a través de la ciencia y el desarrollo médico ha percibido la relevancia de la higiene personal (dada la cantidad enorme de virus y gérmenes que nos rodean y que producen muchas enfermedades); por eso, la asepsia –que es fundamental también en las intervenciones quirúrgicas– evita graves contaminaciones e infecciones en el cuerpo humano, para no comprometer el equilibrio sanitario de la sociedad. Nos encontramos, por tanto, ante dos acciones fundamentales: prepararse y [higienizarse] purificarse.

¿Por qué prepararse?, y ¿por qué purificarse en el tiempo de la Cuaresma?

Para la primera pregunta respondemos con una frase célebre de la Tradición de la Iglesia en la voz de san Bernardo de Claraval: “Grita el mundo, me oprime el cuerpo, el diablo me pone acechanzas, pero yo no caigo, porque estoy cimentado sobre piedra firme”; esto quiere decir, que nos preparamos porque tenemos tres enemigos que nos dificultan la vida en el combate de la fe, tres realidades ante las cuales nos sentimos vulnerables, frágiles y amedrentados, pero que con Cristo podemos enfrentar. Nos preparamos para poder celebrar la Pascua del Señor, y también, porque la lucha no acaba a lo largo de la vida, de la que es imagen el desierto cuaresmal que estamos iniciando por medio de la liturgia.

Para la segunda cuestión tenemos la simple constatación diaria –y confirmada por la psicología– de nuestra naturaleza inclinada para el mal por el pecado que está en nosotros, como dice san Pablo: Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. (Rm 7,14-20). Nos purificamos, por tanto, por la contaminación que ocasiona el pecado y por las consecuencias que desencadena en la vida personal, en los que están a nuestro alrededor y en la sociedad.

¿Cómo nos preparamos? Pues, usando las prácticas de la piedad judeocristiana, que Jesucristo repropone en el evangelio y que la Tradición de la Iglesia presenta como las armas del combate espiritual. Por eso, ante “el mundo que grita”, la Iglesia nos invita a dar limosna; ante “el cuerpo que nos oprime”, la Iglesia nos exhorta a usar el ayuno; y, finalmente, ante “el demonio que arma acechanzas”, en la fe somos llamados a utilizar la oración.

¿Cómo nos [limpiamos] purificamos? El cristiano responde utilizando los sacramentos de la Eucaristía, pero sobre todo, el de la Reconciliación, dado por el Señor resucitado a su Iglesia naciente a través de los apóstoles. En el sacramento del perdón de los pecados, señal del remedio de la misericordia y de la curación, se nos ofrece la gracia de Dios que nos justifica y renueva en Cristo por medio de su Iglesia. En este año somos llamados nuevamente a redescubrir este sacramento –que está en crisis por la falta de consciencia de pecado y el subjetivismo moral– como una gracia especial y una marca profunda en el camino de la fe y en la experiencia de Dios en nuestras vidas.

Para finalizar, quisiera recordar que todo esto sobre lo que acabamos de meditar, está relacionado con una virtud –como camino de fe– que los santos seguían [realizaban] por amor a Cristo y en el ambiente de la cuaresma es muy oportuno retomar esta práctica. Nos referimos a la “ascesis”, que designaba en el griego clásico “los ejercicios metódicos que servían para el entrenamiento físico de los atletas y los soldados. Por analogía, designa en filosofía los desprendimientos y los esfuerzos necesarios para adquirir la virtud, para alcanzar la sabiduría. San Pablo retorna la comparación con las competiciones de atletas en el estadio; la aplica a la vida cristiana y confiere a la ascesis un sentido religioso, que volveremos a encontrar en los Padres de la Iglesia. Para éstos la ascesis designa el régimen de vida ordenado a la perfección evangélica, especialmente en el estado de continencia o en la profesión monástica. En la época moderna, la ascesis hace pensar sobre todo en las privaciones y en las penitencias físicas asociadas a la vida espiritual; toma entonces un aspecto negativo, aflictivo (Cfr. Manual de Espiritualidad).

Una santa y fecunda cuaresma para todos, solo así podremos celebrar con alegría la Pascua del Señor.

 

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