Domingo, 28 de abril de 2024

Religión en Libertad

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¿Debemos cortar el grifo de los sacramentos?

por José Alberto Barrera

En el post anterior Cartagenero ha sugerido que quizás debiéramos hacerlo para favorecer un reavivamiento de la Iglesia, y el tema me ha parecido digno de un comentario en profundidad.

Personalmente estoy convencido de que en los tiempos que corren una parte muy grande de la Iglesia ha olvidado el primer anuncio- el Kerigma- y lo confunde con la catequesis e incluso con la vida sacramental.

La Iglesia Primitiva, anunciaba, luego catequizaba y posteriormente introducía en la práctica sacramental.

La Iglesia de nuestros abuelos había perdido la faceta del primer anuncio, de manera que estaba llena de gente catequizada sin una conversión previa, la cual se presuponía al formar parte de una sociedad mayoritariamente cristiana. Quizás por esta razón las iglesias estaban llenas de gente que practicaba los sacramentos pues la catequesis había conseguido fidelizar su práctica cristiana.

La Iglesia de nuestros padres (nótese que yo tengo 34 años), fue una Iglesia de gente que vivió su etapa adulta en la fe a partir del Concilio, y aunque de niños recibieron una catequesis muy parecida a la de nuestros abuelos, vivieron la revolución de una liturgia renovada y cercana que prometía un florecer de la práctica sacramental.

En esta Iglesia de una gran creatividad y a la vez convulsa por la novedad y el trauma del cambio, surgieron los movimientos, la música que todavía hoy cantamos en las celebraciones y tendencias eclesiales de lo más dispares cuando no antagónicas (progres y carcas).

Salvo excepciones nada desdeñables- como entre otros el Camino Neocatecumenal- nadie en esta iglesia cayó en la cuenta de que sin primer anuncio, la catequesis que se suponía llevaba a la vida sacramental, se hacía cada vez más ininteligible para los miembros de una sociedad que había comenzado el giro hacia la postmodernidad.

La consecuencia fue que muchos de nuestros padres abandonaron una práctica que habían heredado de nuestros abuelos, la cual no supieron transmitir a sus hijos porque en el fondo ellos mismos no habían sido convertidos y su catequización había sido demasiado superficial.

Como resultado los jóvenes postmodernos de hoy, sus hijos, no van a misa; sus padres van un poco más, aunque no todos, y la mayoría de los que van siempre ya son abuelos y empiezan a ser bisabuelos.

Ante esta situación la Iglesia está en una encrucijada, pues por un lado tiene que mantener lo que ya tiene (pastoral de mantenimiento), pero por otro lado como no se dedique a evangelizar de verdad (pastoral de evangelización) en muy poco tiempo verá como sus números de asistencia merman radicalmente.

Es aquí donde el equilibrio de la balanza es más delicado, y donde se puede entrar a considerar qué tipo de pastoral necesitamos en la sociedad actual. Creo que la cuestión no es tanto si debemos cortar el grifo de los sacramentos, sino a qué hora y cuánto abrimos ese grifo.

El problema no es el de la importancia de los sacramentos; todos sabemos que en palabras del Concilio, la Eucaristía es "fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11). "Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (PO 5).

El problema es cómo llegar a esa cumbre, que a la vez es fuente, y como redescubrir el anuncio kerigmático y el catecumenado como un proceso de conversión personal que se corona con la práctica sacramental.

Dice el refrán que no se puede estar en misa y repicando, y aquí es de plena aplicación. Si se quiere hacer repicar las campanas para que la gente venga a la iglesia, lo normal es que esto se haga antes de la Misa, pues durante la misma difícilmente podrá el cura subirse al campanario a hacerlo, y una vez empezada será demasiado tarde para llamar.

Cuántos sacerdotes rurales viven agobiados administrando tres o cuatro parroquias y corriendo de un pueblo a otro para celebrar eucaristías, bautismos, bodas y funerales, sin apenas tener tiempo para evangelizar a la gente.

Cuántos empeñados agentes pastorales, luchan por mantener las estructuras de sus parroquias y sus actividades, siendo cada vez menos y más mayores, sin poder dedicarse a otra cosa ante la cantidad de trabajo que tienen.

Cuántas horas de catequesis de bautismo, de primera comunión, de confirmación y de cursillos matrimoniales, dadas a gente que no se ha convertido previamente, que no se convertirá durante estos periodos de aprendizaje, y que en su mayoría no volverá a pisar la parroquia una vez conseguido lo que buscaban, más por tradición que por otra cosa (bautizo, comunión o boda).

Ante esto es legítimo preguntarse si no habrá otra manera de gastar el tiempo y las energías, en pos del mandato misionero recibido del Maestro: “id por todo el mudo y predicad el Evangelio” (Mt 16,15).

Para mí la respuesta es muy clara, no sé para los lectores. Como decía un comentarista en un post anterior, ni evolución, ni revolución, sino renovación.

Acabo citando el Apocalipsis, que nos recuerda que Dios es siempre nuevo, y que no le asusta la renovación:

El que estaba sentado en el trono dijo: «¡Yo hago nuevas todas las cosas!» (Apocalipsis 21, 5)

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