Viernes, 26 de abril de 2024

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¿Dispuesto a recibir la Gracia de Dios? San Ambrosio de Milán

¿Dispuesto a recibir la Gracia de Dios? San Ambrosio de Milán

por La divina proporción

Confieso que con más de treinta años y tras leer a San Ambrosio de Milán empecé a entender qué son los sacramentos y su importancia dentro de mi vida de fe. Es trágico que las catequesis mistagógicas hayan quedado relegadas a algo accesorio o prescindible. 

La fe que se nos ofrece hoy en día es una mezcla de cultura, socialización, emotividad y buenismo concentrado. Despreciamos el conocimiento y sobrevaloramos el activismo y la emotividad por separado, lo que nos lleva a dividirnos internamente y a ser incapaces de entender que hay mucho más allá de los aparente, estético o social. 

Lo sacramentos se reconocen por la Iglesia como signos que transmiten la Gracia de Dios. Signos que comunican a Dios mismo, aunque a veces parece que son simples actos conmemorativos de tipos social. De hecho algunas personas comulgan para no sentirse rechazadas por la comunidad. Otras veces, como en el bautismo, parece que la Liturgia sea como un formulario que permite al niño integrarse socialmente. Por eso se le da tanta importancia a aspectos accesorios, como las personas que hacen de padrinos o el festejo posterior. Decía Cristo que si un ojo te hace caer, arráncatelo. Si el problema es que los padrinos no representan lo que debieran y la presión social se impone a obispos y sacerdotes, simplemente olvidemos a los padrinos. No son necesarios. 

Los sacramentos son mucho más que formas rituales de integración social. Son medios de comunicación de Dios mismo: 

Es admirable que Dios haya hecho llover el maná para nuestros padres y que se hayan saciado cada día con pan del cielo. Es porque se ha dicho: «El hombre ha comido el pan de los ángeles» (Sl 77,25). Sin embargo todos los que comieron de este pan en el desierto murieron. Y por el contrario, este alimento que recibes, este pan vivo bajado del cielo, da el alimento de la vida eterna, y quienquiera que lo coma no morirá jamás. Es el Cuerpo de Cristo... 

Aquel maná era del cielo, este de más arriba de los cielos; aquel era un don del cielo, este es del Señor de los Cielos; aquel estaba sujeto a la corrupción si se guardaba hasta el día siguiente, este no conoce la corrupción. Para los hebreos el agua ha brotado de la roca, para ti la sangre brota de Cristo. El agua les ha calmado la sed por un momento, a ti la sangre te lava para siempre. Los hebreos bebieron y siguieron teniendo sed. Tú, una vez que hayas bebido, ya nunca más tendrás sed (Jn 4,14). Aquello era la prefiguración, esta es la verdad plena... 

Era «sombra de lo venidero» (Col 2,17). Escucha eso que se manifestó a nuestros padres: «En el desierto bebieron de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo» (1Co 10,4)... Tú has conocido la realización, has visto la plena luz, la verdad prefigurada, el Cuerpo del Creador más bien que el maná del cielo... Eso que comemos y bebemos, lo expresa así en otra parte el Espíritu Santo: «Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él» (Sl 33,9). (San Ambrosio de Milán. Sobre los misterios, 48-49, 58) 

Además de los sacramentos, Dios se puede comunicar de muchas formas. ¿Cuántas personas alejadas se han sentido transformadas por el arte presente en los templos, una obra musical o una lectura profunda? Muchas. Dios está en lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero. Si abrimos el corazón a estos trascendentales, también podemos recibir la Gracia de Dios, aunque de forma diferente a los sacramentos. 

Los sacramentos nos son actos mágicos que nos transforman contra nuestra voluntad. No por mucho comulgar o confesarse, la Gracia de Dios penetra en nosotros. Ya nos dijo Cristo que “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23). La Gracia de Dios necesita de la negación de nosotros mismos y de la aceptación de los problemas, limitaciones, heridas, contradicciones que llevamos con nosotros. La cruz personal es un yugo, que se hace liviano cuando caminamos junto al Señor: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt 11, 28-30). Incluso quien no puede acceder a la comunión, puede descansar su cruz en Cristo y esperar la Gracia que nos transforma y nos permite escapar de la cadena del pecado. No hay mayor esperanza que la que deriva de la Gracia de Dios. 

Los sacramentos no son derechos adquiridos por determinados actos previos. Igual que el Maná del desierto, son un regalo inmerecido del cielo. Un regalo que no se acepta a partir de nuestros actos y circunstancias. El medio imprescindible para que la Gracia llegue a nosotros es la humilde, sincera y dócil apertura de corazón. Dejarse en manos de Dios como herramienta dócil a Su Voluntad. 

Dice San Ambrosio: “. Los hebreos bebieron y siguieron teniendo sed. Tú, una vez que hayas bebido, ya nunca más tendrás sed (Jn 4,14)” El Agua Viva, de la que habla Cristo, es su Gracia, es el Espíritu y Verdad que indicó a la Samaritana en el Pozo de Jacob. Gracia que nos llega de forma directa, a través de los sacramentos o indirecta por el medio que Dios desee utilizar. “Los caminos del Señor son inescrutables” como bien nos indicó Isaías. Lo importante es abrir la puerta cuando el Señor llama, tal como se indica en el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo”(Ap 3, 20) 

Dejemos a un lado el significado socio-cultural de los sacramentos o del arte sagrado o de la práctica de las virtudes. Lo importante no es la dimensión social, estética, ideológica sino la dimensión trascendente: la sacralidad, que tenemos olvidada en un rincón. 

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