Lunes, 06 de mayo de 2024

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La travesía (I): Rebeliones.

por Diálogos con Dios


“Partid en buena hora a descubrir la parte del mar Océano que cae bajo nuestras fronteras y demarcación. Pero no podréis descubrir nada dentro de la demarcación y los límites de su serenísima majestad Manuel, rey de Portugal y mi querido tío y hermano”
Firmado: Su majestad el rey Carlos a 19 de Abril de 1519.

Fernando de Magallanes relee con satisfacción las capitulaciones del contrato entre él y el rey, mientras abandona Valladolid en dirección a Sevilla, para iniciar los preparativos de su aventura. Parece muy seguro de encontrar un estrecho que le conduzca al mar del Sur, muy al sur de las recientes descubiertas tierras de América, y en consecuencia, a las Molucas, “el lugar de dónde vienen las especias”.
Su fiel amigo y compañero de armas, Gómez de Espinosa, le pregunta mientras dobla cuidadosamente el contrato y se lo guarda en la pechera:
—¿Y si no halláis estrecho por dónde pasar a la otra mar?
—En ese caso, tomaré la ruta portuguesa, a través del sur de África.
"Y aunque es una alternativa posible, está muy lejos de mis intenciones", cavila Don Fernando mientras observa el paisaje castellano desde la ventanilla del carruaje. El mundo está dividido entre castellanos y portugueses, por el tratado de Tordesillas pero el experimentado marino ha terminado por poner su proyecto al servicio de la corona de Castilla, al ser rechazado por su propio rey Manuel.
Unos años antes aconteció algo parecido con un tal Colón y el resultado fue insospechado. Quizás se repita la historia… o mueran en el intento.


1 de Abril de 1520. Día de la entrada triunfal de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén. Domingo de Ramos.
Un año más tarde.
Seis meses y diez días de travesía.

A bordo de “La Concepción”, una de las cinco naves de la expedición, tiene lugar una inquietante conversación:
—Vamos Don Juan, es el momento. Únase a nosotros, ocupe su lugar. Vos mismo lo dijisteis, “éste portugués nos lleva directamente a la muerte.”
El contramaestre Elcano, no lo ve claro. La mitad de la expedición está a punto de amotinarse y tomar el mando de las naves que surcan las costas patagónicas. El marino portugués Magallanes los ha conducido hasta ahora con mano firme y autoritaria hacia el sur, hacia el frío, la soledad y el hambre. Varios capitanes españoles llevan semanas tramando la sublevación: Gaspar de Quesada, Juan de Cartagena, Luis de Mendoza y el vasco... Juan Sebastián Elcano. Las condiciones de la travesía se han tornado intolerables. Al frío glaciar, el racionamiento de los víveres, la incertidumbre de un destino incierto y las tierras solitarias e inhóspitas que bordean, se suma la tiranía y el mal ambiente creado por el comandante de la expedición.
Don Fernando de Magallanes ha invitado a todos a desembarcar a tierra para celebrar la misa, pero la mayoría han permanecido en sus naves preparando el motín. Es el momento adecuado, es el momento de tomar el poder y hacer girar el rumbo de la aventura. Hacia Castilla... hacia casa.
—Abajo están en misa los portugueses, es el momento de asaltar las naves y tomar el poder. Don Fernando nos lleva inexorablemente hacia la muerte.
Elcano sigue pensativo e indeciso ante el apremio de su piloto.
—Nuestro Señor Jesucristo nos invitó a respetar las autoridades, reconociendo que su poder viene del cielo. No podemos atentar contra la autoridad de Don Fernando. Sería ir en contra de los mandamientos de nuestro Señor.
—Vamos Don Juan. Vos sabéis que en otra época, en otras circunstancias, los mandatos del Señor serían realizables pero hay que adecuarse a la realidad que se vive. Y la realidad que nosotros vivimos ahora, es el fin de nuestras vidas aquí, en medio de la nada, olvidados del mundo.
—Quizás sea esa la voluntad de Dios.
—¿La voluntad de Dios es que perezcamos sin sentido por culpa de un portugués pequeñajo y acomplejado, enfermo de gloria y riquezas?
Elcano se mantiene con la mirada absorta en el oficio de misa que se celebra en tierra. En su interior se debate entre la responsabilidad hacia su superior o la fidelidad hacia los suyos. Su fiel lugarteniente insiste:
—¿Pero qué le ocurre Don Juan? Vos mismo fuisteis de los primeros en criticar a Don Fernando, sus métodos y sus decisiones. Hablamos con los demás sobre el exceso de autoritarismo, sobre las condiciones a las que nos somete, sobre sus preferencias con los portugueses. Incluso vos mismo reclutasteis fieles para la causa. ¿A qué se debe su repentino paralís?
Elcano se gira en ese momento hacia las naves que fondean en el golfo de San Julián.
—Precisamente, lo que no veo claro es nuestra superioridad. Creo que nos vamos a precipitar. No están todos de nuestra parte.
—Y nunca lo estarán. Los portugueses siempre se pondrán de su lado. Pero nosotros somos muchos y más determinados.
—No lo creo. El poder está de parte del que manda. Enfrentarse a la autoridad por muy injusta u opresora que sea, implica un desafío peligroso. Nuestro Señor Jesucristo no vino a rebelarse ante la autoridad. No vino a arreglar el mundo. Vino a asumir el mal. A sufrir y morir por todos.
—¡Vino a liberarnos! Ha llegado nuestra hora. Dios está de nuestra parte. Logramos expulsar a moros y judíos de nuestras tierras después de siglos soportando su yugo y nuestros ejércitos conquistan el nuevo mundo. No hay lugar para dudas. Dios todopoderoso está con nosotros.
—Vino a liberarnos, pero de nuestro mal interior… no del ajeno. Si estas acciones no son conforme a la voluntad divina, nos veremos luchando contra Dios mismo.
El piloto mira a su contramaestre confundido. Si no le conociera bien pensaría que es presa de algún ataque de pánico o de un inoportuno misticismo.
En ese momento se oyen disparos de arcabuces y gritos en las otras naves. El motín ha comenzado. En tierra, Magallanes y los suyos se giran sorprendidos. Cancelan el oficio y se arman con celeridad. No es momento de rezos sino de acción. Eso mismo piensa el oficial de Elcano:
—¡Vamos, Don Juan. No es momento de vacilaciones y reflexiones. Ese momento ha pasado. Es hora de que ocupe su lugar!
Elcano acaricia suavemente la empuñadura de su espada atada a su cintura, mientras observa la rebelión en los otros navíos.
—Qué Dios me perdone. He criticado durante largo tiempo los métodos y maneras del comandante, pero ahora que llega la posibilidad de quitarlo de en medio, creo que no estoy haciendo lo correcto, ni de la manera más adecuada. Sea como fuere… espero en el Señor.

Continuará…


“De todos modos, ya es un fallo en vosotros que haya pleitos entre vosotros. ¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no dejaros más bien despojar? ¡Al contrario! ¡Sois vosotros los que obráis la injusticia y despojáis a los demás! ¡Y esto, a hermanos!"   (I Cor 6, 7)


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