Martes, 07 de mayo de 2024

Religión en Libertad

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Alas celestiales

por Diálogos con Dios

Creo que el lugar más seguro de la tierra es la capilla de un hospital. Piénsalo, si te ocurre algo allí dentro, tienes muchas posibilidades de salvar tu cuerpo y tu... alma.
Recorro los pasillos llenos de gente que va y viene, a visitar a sus parientes enfermos o a hacerse tratamientos y revisiones. Gentes con historias, personas con sufrimientos, almas perdidas en el pozo de la limitación humana. Nadie quiere morir, nadie quiere sufrir. Nuestro instinto de supervivencia, nuestro deseo de vivir, nuestro amor hacia la vida, hacia los que queremos y hacia nosotros mismos y nuestras cosas, nos hace luchar por estar y estar bien. En esta sociedad del bienestar en la que nos hemos acostumbrado a vivir, el paro, la enfermedad o la injusticia nos sacude como algo ajeno al ser humano, como un cuerpo extraño de otros tiempos que creíamos que no nos sucedería... a nosotros.
Pero nos sucede.
Seguimos muriendo. Más tarde o más temprano. De un cáncer o de una accidente. Y seguimos enfermando. Seguimos enfrentándonos a nuestra limitación y nuestro fin. Unos con desesperación y rebeldía, como si alguien les hubiera prometido alguna vez, tener algún parentesco con Superman o poseer algún gen de la inmortalidad. Otros con resignación, aparentemente dóciles, pero revestidos de victimismo y negatividad. Otros simplemente se dejan llevar colapsados y bloqueados ante una realidad que no saben gestionar ni sentir. Otros, quizás sí, saben aprovechar los momentos de enfermedad o agonía para sacar el mayor fruto posible, para los demás, para uno mismo y para... su vida eterna. Al final, ante el final, pienso que uno termina como ha vivido. Si se ha vivido con esperanza, fortaleza y generosidad, el final se encarará de la misma forma.
En cualquier caso, cada uno hace lo que puede… todos hacemos lo que podemos.

Llego al final del pasillo y abro la puerta de la capilla. Me introduzco en otro ambiente diferente, otro universo, solitario e íntimo. Hay pocas personas para la misa. Ya irán llegando, es pronto. Este mundo nos incita a estar pendientes de nuestro cuerpo y satisfacer en todo momento nuestros deseos sensoriales, pero todavía queda y siempre habrá, gente que atiende a sus necesidades espirituales. Necesidades de mayor importancia y más generadoras de felicidad que cualquier estímulo material. Yo me he acercado un poco antes para tener unos minutos de meditación y oración ante el santísimo. Pienso en como me gustaría que fuera mi final. Me gustaría que cuando yo muriera dijeran de mi, que he sido un hombre de fe, un luchador por el bien de los que me rodeaban, que fui una persona amante y generosa, valiente y fuerte. Me siento muy lejos de ello y no lo digo con la boca pequeña. Me parece haber hecho tan poco, haber amado tan poco, haber conseguido tan poco...
Espero que me quede todavía tiempo para seguir intentándolo.
Cuando llegue mi final me gustaría vivirlo naturalmente, con serenidad y equilibrio. Me gustaría pensar que así he vivido. Me gustaría oír las pisadas de los santos que vienen alegres a mi encuentro para elevarme al cielo. Me gustaría poseer unas alas grandes y potentes que me llevaran de aquí para allá, de este universo al otro. Alas que me pudieran llevar a todas partes, a todas las dimensiones, que me llevaran ante el Padre y me llevaran cerca del último de la tierra. Alas para poder abrazar al desdichado y al excluido y alas para proteger al indefenso. Alas para acariciar a la madre y al enfermo, alas para tapar lo inconveniente e indecoroso y alas para frenar la violencia y ira. Pero alas sobre todo, para volar con los moradores del cielo y conversar con ellos y dialogar y debatir… para saber y comprender. Ya sé que las alas son atributos iconográficos propios de los ángeles, pero… es mi cielo.

Comienza la misa. Una señora un poco despistada casi se sienta encima de mí, como si no me viera. En el último segundo ha decidido acomodarse unos centímetros más allá. Se ha cubierto la mitad del aforo de la pequeña capillita. Doce personas, como los doce apóstoles. De tantas personas que pueda haber ahora mismo en el hospital, doce parecen una mínima parte, pero es suficiente. Somos suficientes para ayudar al Señor a sostener la cruz y el sufrimiento propio y el que nos rodea. Al final, el final será todo lo dichoso y fructífero que la vida que hayamos dado, la vida que hallamos entregado gratis, sin esperar nada ha cambio. ¡Qué difícil es esto! Hace falta mucho amor para dar sin importar ser correspondido, para amar a fondo perdido. Para perdonar, incluso al insoportable o al que nos hace mal. La vocación y la paternidad, creo que son los tipos de amores que más cerca están de ese ideal. Por vocación o por amor a tus hijos se aguanta cualquier cosa, se da la vida cada día a cada hora. Y si no eres correspondido te duele en lo más profundo de tu ser, pero no puedes dejar de seguir amando.
Porque el verdadero amor no acaba nunca.
Yo es lo que asemejo más al amor de Dios por el hombre. Para Dios somos su vocación y sus hijos y por mucho que le hagamos, que le despreciemos o le arrinconemos, él no puede dejar de amarnos.

De repente algo no me cuadra. Algo ha pasado que no entiendo. Intento captar y reconocer el suceso. Oigo un murmullo afuera, algo está ocurriendo, como si se estuviera congregando un montón de gente en las puertas de la capilla.
No puede ser.
En las intercesiones de difuntos han mencionado mi nombre.
Un aleteo de mis poderosas alas estremece a la señora de al lado, que percibe algo que no puede ver. Yo también me estremezco porque ahora entiendo… ya sé quienes son los que esperan alegres, detrás de la puerta. Ahora recuerdo que cuando recorría los pasillos no venía de la calle. Al final, mi final ha sido tan sereno y natural que ni me he dado cuenta.
¿Habré amado lo suficiente? No sé qué méritos presentar al Padre, pero parece que tengo buenas perspectivas, ¿no? Espero que Jesús, con los méritos de su sangre supla mis carencias. Yo por mi parte...

Espero haber hecho todo lo posible.


“Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca.” (1Cor 13,3)



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