Lunes, 06 de mayo de 2024

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En el nombre del Padre (I): La muerte del rey

por Diálogos con Dios

Vientos de guerra recorren la tierra. Los páramos se agostan bajo las pisadas de los caballos de batalla. El rey, inquieto, se asoma a la terraza mirando al incierto horizonte, sabe que ha llegado la hora. Las pisadas de la ruina se oyen a lo lejos y la polvareda levantada anuncia un ejército sediento de sangre. El rey recuerda los tiempos de paz, aquellos días infantiles corriendo por los sembrados bajo la atenta mirada de su padre, jugando con su hermano a la guerra con espadas de madera. Hoy las espadas tienen hojas afiladas y rebanan un cuello humano de un tajo. La vida se ha vuelto seria y cruel. La inocencia ha dejado lugar a la ambición y el amor ha cedido a la crueldad. Ya no están ni su padre, muerto en venerable ancianidad, ni su hermano que abandonó el hogar familiar en una extraña noche de tormenta, tras una fuerte discusión que nunca logró entender. El rey se encuentra solo ante su destino, tan solo unos pocos fieles se mantiene a su lado protegiendo al pueblo. Ha llegado la hora de dar las últimas instrucciones.
Ha llegado la hora de la verdad.

El senescal del rey se presenta haciendo una respetuosa genuflexión.
—¿Mi señor?
El rey anuncia con gravedad:
—Ha llegado el momento. El invasor está llegando ante nuestros muros.
—Lo sé, mi señor. Todo está preparado para repeler el ataque. Todos están en sus posiciones y resistirán hasta la muerte—Le comunica el senescal con firmeza.
Durante años interminables, las fronteras de su reino se han visto acosadas por un pueblo violento y pendenciero con el que a duras penas se han mantenido alianzas y pactos de no agresión, constantemente rotos por sus jefes y renovados por la generosidad y los deseos de paz del rey. Pero desde hace un tiempo el signo del equilibrio ha cambiado. Se dice que un poderoso comandante ha llegado desde tierras lejanas y siembra el miedo tan solo con su presencia. Desde la incorporación del temible guerrero, el enemigo ha dejado de parlamentar y negociar y ha arrasado las tierras por donde ha pasado. El ejército y la población han sido diezmados inexorablemente sin poder poner freno de ningún modo, hasta el punto desesperado en que se hallan en este momento. Los pueblos se han ido abandonando y todos han venido a refugiarse tras las murallas de palacio, pero el rey sabe que el pequeño batallón de guerreros que queda, es una fuerza insuficiente para ofrecer resistencia.
—Esta noche saldréis por el barranco del sur con todo el pueblo, en silencio y con rapidez. Huiréis al abrigo de las sombras mientras los fuegos en las terrazas quedarán encendidos para engañar al enemigo y daros tiempo para la fuga.
El senescal, sin salir de su asombro por el giro inesperado en las decisiones del rey, pregunta inquieto:
—¿Y quién, mi señor, se encargará de mantener el fuego vivo y llevará a cabo las acciones de simulación?
El rey se gira dando la espalda a su fiel servidor y observando de nuevo el horizonte, que poco a poco se va cubriendo de un espeso manto de jinetes y siniestros soldados. Anuncia con aire sombrío:
—Yo mismo.
—¡No, mi señor! — Exclama espantado el senescal confirmando sus sospechas— es un sacrificio innecesario, dejaremos a varios escuderos que gustosamente se prestarán voluntarios para esa misión. Inmediatamente alzo la voz y se presentan aquí mismo, cien, bien dispuestos.
—No. No derramaré más sangre a parte de la mía.
—Pero mi señor— Suplica el senescal desesperado— su sangre es la más importante.
—Por eso mismo, mi sacrificio será eficaz.
—Y qué será de un pueblo sin pastor, de un cuerpo sin cabeza. De qué servirá huir sin esperanza. Será cuestión de tiempo que nos alcancen los enemigos y nos destruyan sin compasión.
El rey sin dejar de dar la espalda a su lugarteniente, ladea un poco su cabeza y mirándole de soslayo, le dice:
—Yo estaré con vosotros en todo momento, mi espíritu os acompañará todos los días de vuestra vida. Me llevaréis en vuestro interior.
El senescal no entiende sus palabras pero calla porque sabe que el rey ha tomado una determinación y nadie ni nada le disuadirá de ella.
El rey, con un ademán, frena la última queja que su fiel lugarteniente iba a expresar:
—Basta de palabras. Déjame solo.


El inmneso ejército invasor recorre lentamente los kilómetros que lo separan de las murallas de palacio mientras al atardecer, el pueblo comienza a salir por el barranco del sur, el único pasaje seguro por lo escarpado y sinuoso del recorrido. El rey desde la terraza despide a su pueblo con la mirada y la gran caravana sale silenciosa y pesada del abrigo de la ciudad. Una época está llegando a su fin. Los ojos de la madre del rey se cruzan con su hijo através de la distancia y ambos se despiden interiormente. Una lagrima cae por la blanca faz de la reina madre mientras su corcel inicia lento su andadura. La peregrinación ha comenzado.


Los fuegos arden por doquier en palacio. El rey se preocupa de hacer movimientos y juegos de brillos y reflejos de la luna, para hacer ver que la ciudad está habitada y poder dar tiempo a que su pueblo se aleje del peligro. Abajo, en las laderas Norte y Este, un grueso ejército acampa y vela esperando los albores de la mañana para iniciar el asalto. Mientras, el rey muere de angustia envuelto en la oscura noche de su destino.


Al despertar el día, los trabajos de asalto y conquista comienzan. El rey se ha sentado en su trono. Todo está decidido. No hay mas que hacer que esperar la llegada del enemigo. Los ruidos y gritos salvajes del primer momento han dejado paso al silencio, roto solo por las pisadas de los caballos y el ruido de las armaduras. Los invasores ya reconocen a estas alturas que han sido engañados y se están encontrado un plaza vacía. El rey sabe que eso será un motivo más para el enfurecimiento de sus jefes. Cuando lleguen ante él, la rabia será infinita.


El ruido de armas y el murmullo de violencia se acerca. Están ante las puertas del salón real. Inician su abatimiento con golpes de ariete que hacen temblar toda la estancia y... el alma. Por fin las derriban y en tropel se introduce una horda de guerreros sedientos de sangre. Sin embargo, el grupo se frena como por ensalmo frente al rey, sin atreverse a seguir avanzado. Todos se quedan callados y quietos mientras por detrás, el sonido de unos cascos sube por las escaleras. El corcel lo monta el siniestro comandante que ha organizado el ejército invasor y el grupo se aparta para dejarle paso, mientras el rey se yergue ante su presencia. Las patas del animal se elevan hasta la altura de la cara del rey como si fuera a cocearle, pero éste se mantiene firme sin retroceder. Finalmente el jinete amansa la fiera y desmonta apartando al animal, mientras observa al rey através de la visera de su casco. Avanza dos pasos y desenvaina su espada. El rey hace lo propio con la suya. Ambos se encuentran a la distancia de una estocada frontal, pero no se deciden a moverse. La voz del rey resuena en la estancia con la autoridad de una última orden:
—Lo que vayas ha hacer, hazlo pronto.
El siniestro enemigo como si obedeciera, se lanza inmediatamente sobre el rey, introduciendo la fría hoja de acero en el veintre de su oponente, que no se ha defendido. Al contrario, en el momento de la embestida abre los brazos en cruz, como abrazando la espada mortal. Dejando caer su espada, se abraza a su verdugo, mientras el hierro mortal traspasa su cuerpo.
Tragandose el dolor, acierta a expresar:
—Es mi deseo conocer tu faz.
Mientras el comandante invasor le ensarta hasta la empuñadura, el rey le saca el casco de la cabeza.
—¡Hermano!
El dolor en el alma del rey es mayor que el de su cuerpo al descubrir que su verdugo y el enemigo que acabado con toda esperanza para su pueblo, es su propio hermano.
—¿Por qué?
El hermano del rey, con una sonrisa en sus labios, escarba con su espada en las entrañas de su odiado enemigo:
—Hoy ajusto cuentas, por fin, con mi hermano, con mi padre... con mi destino.
El rey, sin dejar de sujetar atónito la cara de su hermano, comienza a sangrar por la boca:
—Hermano, ¿Qué te he hecho para tanto odio?
El verdugo agarra el cuello del rey y lo atrae más hacía sí para hablarle al oído, mientras profundiza en la herida, con la otra mano:
—¿Qué que me hiciste? Ni te diste cuenta. Para tí, todo fue fácil. El hijo preferido, el primogénito. El amor de padre, el amor de madre. La atención de todo el mundo... yo en cambio, me tenía que trabajar todo. Era el segundón. Menos apuesto, menos inteligente, menos carismático. Toda la vida a tu sombra, sin identidad, sin lugar propio... siempre quise ser como tú, pero la suerte de los destinos se repartió a tu favor... y a mí no me quedó nada.
El rey agoniza en los brazos de su hermano sin dar crédito a lo que oye.
—Tuve que irme para buscar mi sitio en el mundo. Y por fin lo encontré. Los deseos de venganza fueron mi guía y mi fuerza para granjearme una fama y un destino. Y soñaba con este momento. Por fin voy a descansar.
—Hermano, hermano... lo siento... por tí. Así nunca vas a... descansar.
El rey cierra los ojos y se desploma definitivamante sobre su asesino.


Mientras el ejército invasor saquea los despojos que han quedado en palacio, el comandante arroja por el acantilado el cuerpo sin vida de su odiado hermano. En su mente martillean sus últimas palabras y realmente reconoce que no experimenta el ansiado descanso que lleva tanto tiempo buscando.
Un capitán de su ejército se acerca:
—Mi señor, el pueblo a debido huir durante la noche por ese barranco de la parte sur. No deben de estar muy lejos. ¿Organizo su persecución?
El pueblo. Su pueblo. Ese que le rechazó, que no le quiso, que solo tenía ojos para su hermano...
—Si. Al atardecer saldremos a la caza.
En su interior piensa que quizás asi sí, termine de ajustar cuentas y pueda descansar... definitivamente.

Continuará...



“Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28)

 





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