Lunes, 29 de abril de 2024

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El año de la fe y de la fuerza del Espíritu

por Un obispo opina

Hace unos días, pensando en el año de la fe, puesto que la fe debe traducirse en obras, creí conveniente escribir algo sobre las obras que provienen de la fe, obras que se concretan en los mandamientos. Es posible que a veces no cumplamos bien los mandamientos por no verlos desde la perspectiva del Nuevo Testamento.

Y es que una cosa son los mandamientos de la Ley que Dios nos dio por medio de Moisés y otra, los mandamientos tal como los interpretó Jesús; las palabras son las mismas pero el espíritu es distinto. Los de la Antigua Ley vienen a ser como unas señales, algo así como unas líneas rojas que no se pueden traspasar. Por el contrario, los mandamientos tal como los propone Jesús, tienen como objetivo la imitación del Padre celestial, haciendo siempre lo que es de su agrado. Es lo que hizo Él.

Recordemos aquello de: "« No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento" (Mt. 5, 17). Y en ese cumplimiento, va enumerando algunos mandamientos de la antigua Ley, y proponiendo un estilo nuevo a la hora de cumplirlos: "« Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra:" (Mt. 5, 38-39). Y en toda esa sustitución de la Antigua Ley por la Nueva que Él nos da, viene a decirnos que lo propio de sus discípulos es imitar al Padre: "Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt. 5, 48). Y va repitiendo aquello de “Habéis oído… Pero yo os digo…” Ése es el estilo de Jesús al cumplir los mandamientos.

Seguir a Jesús debe suponernos afinar en nuestra vida el sentido de los mandamientos. En vez de quedar satisfechos como el fariseo que, por cumplir los mandamientos se creía superior al publicano que se reconocía pecador, nos sentimos obligados a exigirnos crecer constantemente en el amor, haciendo siempre lo que vemos que más le agrada al Padre.

Por ejemplo, el mandamiento de no robarás, interpretado desde la visión de Jesús, además de no robar, significa eso que tan bien entienden los niños, “compartir”. Eso supone ayudar, dar limosna, ser generosos, justos, honrados, no venderse buscando ventajas económicas, no aprovecharse del cargo que se tiene para bien propio o de los amigos… hacer el bien a todo el mundo. Sencillamente, consiste en hacer todas aquellas obras que el Señor nos alabará en el juicio final cuando diga: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme" (Mt. 25, 34-36). Practicar la misericordia que es mucho más que limitarse a no matar.

Los mandamientos de la Antigua y de la Nueva Ley suenan lo mismo, pero el estilo al cumplirlos es completamente distinto: uno es para cumplir y el otro para avanzar en el camino de la santidad. Por lo que en un caso y en otro, no podemos olvidar que sin las obras de caridad y de amor, no podemos hablar de la auténtica fe cristiana; nuestras obras nos irán indicando cómo es nuestra fe y cómo es nuestro amor.

¿Les parece que sería bueno reflexionar sobre los diez mandamientos, viendo en ellos una guía no sólo para no pecar, sino para avanzar en el camino de nuestra santidad viviendo según el espíritu de Jesús? Pues empezamos. Y empezamos hablando del Espíritu Santo.

Quien hace posible que aceptemos la fe y la desarrollemos, es el Espíritu por medio de las virtudes y los dones; el Espíritu lleva a cabo su acción en nosotros para ir identificándonos con Jesús, el hombre nuevo. Nos va cambiando el corazón y la mente; nos da una nueva sensibilidad que hace que sintamos repugnancia por lo que no le es grato a Dios y que sintamos el gusto por lo evangélico.

Si es el Espíritu quien nos cambia, una de dos, o le damos vía libre para que actúe a placer en nosotros, o le oponemos resistencia, con lo que nos haríamos impermeables a su acción, y continuaríamos siendo hombres viejos. Vale la pena dejarnos llevar, conducir e invadir por el Espíritu, y decidirnos a navegar mar adentro con las velas desplegadas, sin miedo a perder de vista la tierra de nuestras seguridades y conscientes de que estamos en buenas manos.

Lo cierto es que, a medida que respondemos positivamente a la acción del Espíritu en nosotros, iremos encontrando una mayor facilidad para obrar como a Dios le gusta y seguir avanzando hacia nuestra santidad. Y es que la repetición de actos, tanto si son buenos como si son malos, nos dan una mayor facilidad para intensificar lo bueno o lo malo que vamos haciendo. Si lo que queremos es agradar a Dios, cada día lo haremos con más facilidad; y si lo que queremos es vivir plácidamente, cada día nos iremos centrando más en nosotros. Sería una pena, pero ahí está nuestra responsabilidad. ¿Por qué no nos decidimos a ponernos en las manos del Espíritu y que sea Él quien, por medio de las virtudes y los dones, guíe nuestras vidas?

A partir de mi próxima intervención, iremos reflexionando sobre los diez mandamientos uno a uno, pero presentándolos según el espíritu de Jesús. Si sé hacerlo, pienso que puede ser provechoso.

José Gea
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