Lunes, 06 de mayo de 2024

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La puerta del valor

por Diálogos con Dios

 
Diario de Alonso Villanueva

7 de Julio de 1808. Calatayud.

Soy un cobarde.
Soy intelectual, sacerdote, afrancesado y… cobarde.

Yo creía que era sensato, cabal y bienpensante pero algo ha sucedido en los últimos días que me ha despertado de mi sueño y me puesto en mi realidad…
Me he estado autoengañando con mil y un argumentos para justificar la presencia francesa en nuestro territorio. He pensado en la unidad y supervivencia de España, en la unidad y supervivencia de la iglesia, en la oportunidad de reformar España de arriba a bajo de la mano de la modernidad francesa. Y he pensado desde un punto muy realista, en la fuerza de invasión que supone el ejército francés y en la desunión, indisciplina y debilidad de nuestra oposición ante el mayor poder del mundo conocido: Napoleón.

Sí, es cierto. En el caso imaginario y milagroso de poder resistir a las fuerzas del Emperador de los franceses vendríamos a parar en guerras civiles sobre quién habría de reinar; o retrocederíamos al terrible tiempo de haber tantos reyes cuantas provincias, como al tiempo de la invasión sarracénica para eternizar el odio, y los sentimientos de unos españoles contra otros y las calamidades de todos.
Por otro lado, el traer a cuento las disputas de si Napoleón tiene o no justa potestad de nombrar un rey de su familia para España, es otro error político que sólo puede influir para nuestras desgracias. ¿Cuál era el derecho de los cartagineses?, ¿cuál el de los Romanos?, ¿cuál es el de los Godos?, ¿cuál es el nuestro mismo en las Américas? Lo único que nos interesa es la de si es o no es útil admitir la nueva dinastía francesa. Así como se creyó útil aliarnos en fines del siglo XV con la casa de Austria por ser entonces la más poderosa de Europa, y en principios del siglo XVIII con la de Borbón porque Luis XIV de Francia era el rey más grande de su tiempo, así también ahora nos conviene la casa de Napoleón porque su protección es capaz de elevar nuestra monarquía al grado más alto de gloria, esplendor y grandeza.

Estos eran mis pensamientos hasta ayer.

Todo estaba claro. Yo, como muchas de las mentes mejor preparadas del país, tenía una clarividencia con respecto a Napoleón. Mejor era plegarse a sus dictados y aprovecharlos para el bien de España y de la iglesia, que enfrentarnos a él.

Esto era así hasta ayer.

Ya me habían llegado noticias de las revueltas en Madrid del mes pasado y las había tomado con escepticismo y reserva. El pueblo se ha alzado de una manera espontánea y desorganizada obedeciendo a un sentimiento patriótico nacido de las vísceras más que de una reflexión positiva y serena sobre lo más conveniente para todos.
Pero ayer me llegaron noticias desde aquí al lado. Las tropas napoleónicas al mando del general Murat han iniciado la ofensiva para la toma de Zaragoza y el pueblo ha organizado la defensa alrededor del general Palafox. Una hormiga contra un elefante… pensaba yo. Una vez más sangre inútilmente derramada y resistencia vana ante el nuevo e irresistible orden mundial.
Pero no todo está siendo tan sencillo para el elefante, y la plaza relativamente fácil de conquistar está dando quebraderos de cabeza a los franceses. En concreto me han contando la heroica acción de una mujer, una tal Agustina, una mujer sencilla del pueblo que ella sola ha sostenido la defensa de la puerta del Portillo cuando ya se daba por perdida. Sin pensárselo dos veces y viendo que no quedaba nadie para defender la puerta, ha armado un cañón y lo ha disparado provocando numerosas bajas entre los invasores que ya se disponían a entrar triunfantes en Zaragoza. La defensa aragonesa tuvo tiempo de rehacerse y recuperó los ánimos para volver plantar cara al enemigo.
Hoy me han llegado noticias de que Zaragoza ha caído. Todo ha sido inútil, pero la figura de esta mujer me echo reflexionar...
Y me he dado cuenta de que no defiendo a mi tierra, que no defiendo mi iglesia... solo me guardo mis espaldas. Me he preguntado si no seré como Esaú, vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas. Si no seré acaso, como el rey Saúl temblando de miedo ante el enemigo y consultando a la bruja de Endor, en lugar de confiar en su Dios. Me he preguntado si no seré como Pedro negando conocer a su maestro… Esta mujer, Agustina la artillera la llaman ya, es como un pequeño David ante Goliat, es como un tartamudo Moisés ante el Faraón, es como un débil Josué ante los tiranos de Israel. ¿Y yo? Ni sacerdote, ni pastor, ni patriota, ni cristiano.

Dame Señor un corazón palpitante y un alma con coraje para defender mi patria y mi religión, aún a costa de mi vida. Dame Señor valor para no plegarme ante los poderes de este mundo. Dame una oportunidad para poder vivir la intrepidez del espíritu...



Las páginas del diario comienzan a quemarse cuando unas manos lo rescatan de las llamas. La casa del sacerdote Alonso Villanueva arde hasta los cimientos mientras su cuerpo cuelga por el cuello de un madero.
—Pedriño, dale el libro ese al licenciado Cárdenas. El nos dirá lo que pone ahí.
El licenciado recoge el diario de las nudosas manos del campesino que junto a sus compañeros, envueltos en la vorágine de odio al francés y violencia incontenible, han hecho justicia con uno de los traidores que poblan la noble tierra española.
Después de leer las últimas páginas, el color de su tez se vuelve pálida como de la de un muerto y se dirige al grupo con solemnidad:
—Nos hemos equivocado con este hombre. Estaba arrepentido de sus ideas.
—¿No era un afrancesao?
—Quería dar la vida por su patria y por sus feligreses.
—¿Pero porqué no huyó cuando nos vio llegar?
—Quería afrontar su destino.
—¿Por qué no nos dijo na?
—Porque no le hubieramos creído.
—Nos bendijo mientras le poníamos la soga al cuello.
—Que Dios se apiade de su alma.
—Y de la nuestra.
—Si. Que Dios nos perdone… No sabíamos lo que hacíamos.



“Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: ¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14, 35)



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