Lunes, 06 de mayo de 2024

Religión en Libertad

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La puerta de la esperanza

por Diálogos con Dios

Avistamos al enemigo.
Son las siete de la mañana del 6 de Octubre de 1571 y me encuentro en el golfo de Lepanto, a bordo de la galera “La Real”, comandada por Don Juan de Austria. Hemos venido a frenar al turco… o a morir.
Enfrente, en el seno del golfo de Patrás, “la Sultana” comandada por Alí Pachá dispara un cañonazo a lo que nuestro comandante responde con otro, como señal del inicio de las hostilidades. Las galeras, galeazas y fragatas completan sus últimos despliegues preparativos de posicionamiento y aproximación. A la derecha Andrea Doria, a la izquierda Agostino Barbarigo. A nuestros costados las galeras venecianas y las del Papa. En vanguardia las galeazas y en retaguardia, para asistir al flanco que lo necesite, Don Álvaro de Bazán. La fuerza naval más grande jamás reunida está lista para entrar en combate y todos estamos preparados…hasta la chusma.
La chusma somos los remeros, la gente de boga. La mayoría delincuentes que tiene la oportunidad de redimirse o voluntarios que no han sido capaces de encontrar un oficio mejor. Don Juan aparece en cubierta paseando lenta y solemnemente por cubierta, mientras los presos somos soltados de nuestros grilletes para hacernos dignos de nuestra libertad empuñando las armas. Me froto las muñecas y un punto de amargura recorre mi espalda. He llegado aquí por mis propios méritos. Una vida entregada a los placeres ha desembocado en este último entuerto. He sido un esclavo de mí mismo, de mis pasiones, de mi egoísmo y de mis debilidades. Mil aventuras, mil fracasos, mil amores y mil decepciones. He vivido equivocado, he vivido para satisfacer mis ansias sin preocuparme de más. Y aquí me encuentro. Solo, enfermo y sin nada que perder. Me ofrecen la libertad si logro salir con vida, pero si lo hago volveré a la vida de antes, no conozco otra, volveré a ser un hombre sin fuerza, sin esperanza y sin alegría. Volveré a mis burdeles, a mis hurtos y a mis juergas y borracheras. Un día me clavarán la hoja de un acero en el pecho o moriré encerrado en una cárcel, entre podredumbre y remordimientos...
Casi prefiero morir hoy. Así moriré libre, aunque sea por unas horas, envuelto en honras y glorias y mi nombre formará parte de la historia. Si salgo con vida, habré salvado el pellejo pero mi alma se condenará de nuevo a la vuelta de la primera esquina que doble en tierra firme. Soy un hombre sentenciado. Sí, espero morir hoy. Sería lo mejor.

Don Juan de Austria, se pasea por la crujía y mirándonos con ojos llenos de convicción y fuerza nos arenga:
—¡Hoy es día de vengar afrentas; en las manos tenéis el remedio a vuestros males. Por lo tanto, menead con brío y cólera las espadas!
El remedio de mis males...
Ojala fuera cierto que en mis manos tuviera mi salvación, pero soy un hombre destruido por la sífilis, por la avaricia y por el ron. Mi salvación tiene que venir de otro sitio, porque en mí no queda nada, sólo... desesperación.
Don Juan prosigue;
—¡Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo dispone. No deis ocasión para que el enemigo os pregunte con arrogancia impía ¿Dónde está vuestro Dios? Pelead en su santo nombre, porque muertos o victoriosos, habréis de alcanzar la inmortalidad!
¿Dónde está mi Dios? Mi enemigo no es el turco que tengo enfrente, al revés, puede ser mi salvador si hoy me corta la cabeza. Mi enemigo he sido yo, siempre he sido yo. Pendenciero, fanfarrón, iracundo. ¿Dónde está mi Dios?… olvidado. Recuerdo aquellos años de mozo, cuando creía que Dios estaba muy cerca de mí, cuando aquellas historias de santos y sacramentos me las creía sin sombra alguna de duda. La iglesia era para mí, mi casa, la Virgen, mi madre y Jesucristo mi hermano mayor. Pero una noche entraron en nuestro hogar unos encapuchados y mataron a toda mi familia. Mis padres y mis tres hermanos fueron masacrados por unas tristes monedas que mi padre guardaba debajo de su almohada. Yo me libré porque pude esconderme detrás de una alacena semioculta. Salvé el pellejo, pero condené mi alma aquella noche. Inicié una vida al margen de la ley de Dios... él no se había ocupado de mí, así que yo no me ocuparía de él... y le olvidé… o mejor dicho, le odié.
Hoy, ante la muerte más que probable, me vuelvo a acordar de él. ¿Dónde está mi Dios? Quizás esté allí enfrente, esperándome con la el hacha de combate a bordo de las galeras otomanas. Para mí sería una liberación de ésta miserable vida. Yo ya estoy muerto y sólo pido a Dios que por una vez tenga misericordia de mí y este triste peregrinar se acabe, que me conceda una oportunidad para morir por algo o alguien que merezca la pena. Morir por España, por mi rey o por la cristiandad. Me da igual. Solo pido al cielo una oportunidad para acabar con un mínimo de dignidad.

A la señal del cómitre, los alguaciles comienzan a soltar latigazos para marcar el ritmo de boga. Son las once de la mañana y hoy hemos desayunado ración extra para remar con brío y luchar con energía. El miedo empieza a parecer. Yo estoy colocado más al extremo del remo y por la inclinada bancada vienen corriendo los orines de mis otros compañeros de boga. La tensión crece y la velocidad del barco supera al de nuestro flanco derecho, adelantándonos y dejando un peligroso hueco propicio para la embestida del enemigo. En una maniobra inesperada “La sultana” lo aprovecha y llega con su espolón hasta el cuarto banco. El choque es terrible. A mi lado mi compañero no suelta el remo mientras sus piernas cuelgan del banco, inertes como las de una marioneta; posiblemente se le ha partido el espinazo por el impacto y me mira aterrado consciente de que le quedan unos segundos de vida. El salitre me seca la boca y el aire se llena de alaridos que se acercan a través de la improvisada pasarela que se ha creado en la embestida. Los turcos nos asaltan salvajemente. Ha llegado la hora de… morir.
Las flechas otomanas silban por el aire hasta que tropiezan con las armaduras cristianas, mientras los arcabuces españoles revientan de una tacada el grupo de primeros valientes que venían contra nosotros. Nuestro poder destructivo es netamente superior, pero tardamos en cargar y esos momentos son aprovechados por el enemigo para abalanzarse definitivamente sobre nosotros. El cuerpo a cuerpo se hace inevitable y comienzan a volar miembros y saltar chorros de sangre por todas partes. Noto que no tengo miedo, mi desesperación vital me hace más salvaje, como una fiera que no tiene nada que perder y arrasa todo cuanto se interpone en su camino. Entro en estado de ebullición, los sentidos se agudizan y tengo control absoluto de mi cuerpo y de mis enemigos. Me siento pletórico y… libre. Libre del miedo a morir. Todo me da igual y descargo contra los turcos toda mi furia, mi odio hacia mi vida, mi odio hacia Dios… mi odio hacia mí mismo. Golpeo, arranco, esquivo y hundo mi espada en la carne infiel.
De repente no tengo enemigos a la vista y observo que el grueso de nuestra tripulación se interna en la nave enemiga por dónde ellos habían llegado. La defensa de nuestro barco ha terminado, es hora de conquistar el navío contrario. Al cabo de media hora el objetivo es alcanzado y una vez que nos damos cuenta de la victoria, gritamos con fuerza nuestra alegría.
Caigo exhausto… pero vivo. Me tumbo en cubierta mirando al cielo, con el sonido de cañones y alaridos de la guerra que continúa en todo el golfo. Según voy recobrando la serenidad y el descanso noto un dolor agudo en el vientre. Me echo mano y compruebo que puedo introducir el puño en una raja que me abre el estomago de cadera a cadera. Después de todo, quizás hoy sí sea el día de mi muerte. Cierro los ojos y me dejo llevar. Estoy cansado y necesito reposar. Siento que las fuerzas y la vida se me escapan. Pierdo la consciencia.
Entre brumas, sueños y delirios, noto que me llevan en volandas. Entreabro un instante los ojos y veo ondeando, allí arriba, en el mástil, el estandarte azul que preside nuestra nave, con Jesucristo en la cruz. Parece hablarme y mirarme y oigo su voz con los oídos de mi interior:
—¡Querido hijito mío. Yo muero para que tú vivas. No malgastes tu tiempo y confía en mí!

Despierto en la cama de un hospital de campaña. Me duele la barriga y la cabeza. Un sacerdote corre los cortinajes que me conceden algo de intimidad en el gran pabellón de lisiados improvisado en Mesina, el puerto del que partimos rumbo a la guerra.
—¿Has despertado por fin? Llevas durmiendo una semana. —El sacerdote, al que no conozco de nada, esboza una gran sonrisa—sanarás de todas tus dolencias... de todas. Eres un héroe ¿sabes?, todos lo comentan, tu bravura en la cubierta de “la Sultana”. Te batiste contra los turcos como si fueran muñecos a los que despedazar... a pesar de que tenías las tripas fuera.
El sacerdote saca su libro de oraciones y comienza a rezar en voz baja a la cabecera de mi cama y yo cierro los ojos y medito. Pienso que cuando me embarcaron, mi vida estaba acabada y mis horas contadas, que no quería seguir viviendo una vida sin rumbo, sin autoestima ni dignidad, y ahora me veo en esta cama asistido y cuidado por este cura. Pienso que el peso que siempre he llevado en mi corazón, esa amargura y decepción continua, tiene que ver con mi rencor. Con mi rechazo de Dios. Recuerdo ahora aquella imagen velada de Jesucristo dibujado en el estandarte de “La Real” que me suplicaba: confía en mí. Y pienso que es hora de reconciliarme con él.
—Padre. Quiero confesarme y comulgar.
El sacerdote me muestra una sonrisa:
—¡Por supuesto, hijo mío!

Unos minutos más tarde el sacerdote se ha ido y me quedo solo con mis pensamientos y los lamentos de mis vecinos de cama. Me siento reconfortado a pesar de los dolores de barriga y jugueteo con un rosario que me ha regalado el cura. Y pienso no tanto en lo que Dios me ha quitado, sino en lo que Dios me ha dado. Me ha dado una nueva oportunidad, siempre me ha dado mil oportunidades. Una tras otra y otra…
Quizás esta vez haya encontrado el camino. El camino de la paz. Veo una leve luz que aparece allá a lo lejos. Debo seguirla.

No tengo nada que ofrecer al Señor aparte de pecados y debilidad, pero…
No quiero seguir enfadado con él. No quiero seguir arrastrándome por la vida.
Confiaré en él.

Debo abrir esta puerta…
Quizás aún haya esperanza.



"Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de El; con tal que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda criatura bajo el cielo..." (Col 1, 21)


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