Domingo, 05 de mayo de 2024

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Un Dios cercano

por Consideraciones sin importancia

 Aquí el deseo de conocerlo todo inmediatamente y a la perfección puede convertirse en funesta necedad; aquí sólo el humilde reconocimiento de que no se sabe es el único saber verdadero; la contemplación atónita del misterio incomprensible es la auténtica profesión de fe en Dios (J. Ratzinger)

Cada vez que llega la fiesta de la Trinidad viene a mi memoria aquella historia, leyenda, anécdota, llámese como quiera, sobre San Agustín. Posiblemente la gran mayoría la conozca. Se cuenta que un día el obispo de Hipona estaba paseando por la playa, pensando en el misterio de la Trinidad. En esto se encontró con un niño, que estaba haciendo un hoyo en la arena. San Agustín le preguntó qué hacía, y el niño dijo que estaba haciendo un agujero para meter el agua del mar en él. El santo, sorprendido, le respondió que aquello era imposible, a lo que el niño contestó que más imposible era comprender el misterio de la Trinidad.

Posiblemente no pase de una leyenda, pero el hecho de intentar comprender cómo Dios son tres personas y una naturaleza, es decir, tres en uno, parece (y que me perdonen los teólogos dogmáticos) intentar la cuadratura del círculo. Y además, hay que mostrar que esto no es contrario a la razón, ni fruto de una interpretación mitológica de la divinidad.

La Iglesia, desde los primeros siglos del cristianismo, se ha empeñado en enseñar que tanto el Padre, como el Hijo, y el Espíritu Santo son tres personas distintas, y no sólo tres formas de darse a conocer Dios o de manifestarse; que los tres son un único Dios, no tres dioses; y que el cristianismo no es una religión politeísta. ¿Por qué tantos esfuerzos?, especialmente, cuando un pensamiento como este rompía con las creencias que había en la época, e incluso era contrario a la unidad de Dios defendida por los filósofos griegos.

La única explicación es que si Dios no es así, Padre, Hijo y Espíritu Santo, el cristianismo no puede tener la pretensión se ser la religión verdadera, es decir, aquella cuyo fundador, no es un hombre más, sino Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. Y si el Espíritu Santo no es Dios, distinto del Padre y del Hijo, ¿cómo entender la promesa de Cristo a sus discípulos, que aseguraba su compañía hasta el final de la historia? Esa presencia no sería la de una persona real, sino un mero recuerdo. Por otra parte, si el Espíritu no es Dios, el hombre no podría estar en presencia de Dios. Y, sin embargo, porque es Dios entra en el hombre, está en el hombre, pero es alguien distinto al hombre.

¿Cuáles son las consecuencias de esto? Primero que Dios ha querido darse a conocer. No es un Dios escondido, sino que nos ha creado y entra en relación con nosotros. No es el Dios relojero, que nos pone en funcionamiento y nos abandona a nuestra suerte. En segundo lugar, creados a imagen y semejanza de Dios, por medio del bautismo somos hijos del Padre, miembros de Cristo, templos del Espíritu Santo, es decir, participamos en la misma vida de Dios.

… el bautismo, nuestro nuevo nacimiento, nos concede renacer a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, esto es, al Hijo, que es quien los acoge y los presenta al Padre, y el Padre les regala la incorruptibilidad[1]



[1] Ireneo de Lión, Demostración de la predicación apostólica, 7.

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