Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Más curas sonriendo al dar de comulgar

por Una iglesia provacativa

Ayer fui a Misa a una parroquia amiga y al cura se le escapó mi nombre junto a la frase “el cuerpo de Cristo” al darme de comulgar.

Me recordó inmediatamente a otro amigo cura que de recién ordenado decía el nombre de todos aquellos que se acercaban a comulgar, y ciertamente era una experiencia muy hermosa a juzgar por la sonrisa de las personas.

De la misma manera ayer me fui de la fila con esa palabra en el oído: “el cuerpo de Cristo, Tote”, la comunión en mis entrañas y en mi corazón una frase que me quemaba: “yo te he llamado por tu nombre y eres mio” (Is. 43,1).

Después no pude evitar fijarme en cómo el sacerdote miraba a cada persona, repartiendo el Cuerpo de Cristo con la sonrisa puesta y una actitud de estar gozándose dando un regalo a la gente que salía contenta de recibir el sacramento.

La escena catapultaba a esos momentos en los que Jesús dió de comer a miles con apenas unos panes y algún pez, evocando poderosamente también esa Última Cena que pronto viviremos en la que Jesús dio de comulgar por primera vez a los suyos.

Estoy seguro de que hay mil razones litúrgicas para que el celebrante se atenga al ritual y no vaya por ahí diciendo el nombre de cuantos se acercan al sacramento;  también estoy seguro de que muchos curas dicen en su corazón el nombre de sus feligreses cuando se acercan y los encomiendan con todo su amor sacerdotal.

Lo que no sé es si dentro de estas razones litúrgicas hay alguna que censure que el sacerdote celebre con una sonrisa de oreja a oreja, o mire a la gente con intensidad y amor cuando les da de comulgar, o se pare a decir “la paz sea con vosotros” deseándoselo a la gente en vez de repitiendo una fórmula.

Son detalles, maneras de hacer que lo dicen todo, y que necesariamente reflejan también la personalidad del sacerdote. Por supuesto no podemos esperar que todo el mundo sea igual, pues quien es simpático por naturaleza sonríe y quien no, tiene el gesto serio, sin que por ello vaya a ser mejor o peor cristiano.

Pero lo que sí podemos esperar es que la Misa se viva con intensidad, escapando de la rutina, y que sea un momento de encuentro con Dios que reavive el alma, alegre el corazón y mueva nuestro ser a alabar al Creador.

Y para eso a veces hace falta la sonrisa, igual que a veces hacen falta las lágrimas…todo tiene su tiempo como dice el Eclesiastés: “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar,  y un tiempo para cosechar…un tiempo para llorar,  y un tiempo para reír” (Ecl 3, 1-2.4)

Pero a algunos les parecerán mal tantas sonrisas,  aunque la paradoja es que en la historia a nadie le ha parecido mal que San Ignacio no pudiera ponerse a decir Misa sin que le entrara el lagrimeo, ni que santos como San Felipe Neri tuvieran que continuar a solas en éxtasis la acción de gracias durante más de dos horas, trascurridas las cuales volvían sus compañeros concelebrantes para terminar la Misa. Y qué decir de las levitaciones de San José de Cupertino, el cual sólo volvía de sus éxtasis a la orden de su superior excusándose de los mareos que le daban ante sus compañeros.

El caso es que así se nos pasa el tiempo y devanamos Misas rutinarias, excesivamente rígidas y manifiestamente aburridas en las que a juzgar por el lenguaje no verbal la gente parece estar más en un funeral que en la celebración gozosa del paso del Señor.

La Misa de ayer me recordó que no son las palabras las que inflaman los corazones, sino cómo se dicen, o mejor cómo te las dicen a ti, llamándote por tu nombre. Y en la Iglesia, en la gran masa dominical, necesitamos desesperadamente eso, que nos llamen por nuestro nombre para experimentar cómo Jesús llama individualmente a cada uno.

No hace falta cambiar nada, ni salir con invenciones. Hace falta Espíritu Santo que infunda calor de vida en el cuerpo, en la celebración, en nuestra oración…y también, por qué no, un poco más de sonrisas y de amor, por aquello de la comunicación no verbal…



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