Viernes, 26 de abril de 2024

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Un nuevo giro copernicano en la pastoral

por Miguel A. Pastorino


El "Lineamenta" para el Sínodo 2012 sobre "La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana", plantea algo, que si se lo analiza en profundidad, es un verdadero "giro copernicano" en la visión de los últimos años en cuanto al análisis de las dificultades en la transmisión de la fe.

En la mayoría de los ámbitos de planificación pastoral uno puede observar la obsesión durante las últimas décadas en torno a los métodos y a los análisis de la realidad sociocultural y pastoral, que por cierto, tenemos bastante material y ha sido muy útil.  Sin embargo no por ello se ha experimentado una renovación misionera.

¿Qué falta entonces? El documento traslada radicalmente el centro de la reflexión, detectando que el problema no son cuestiones metodológicas o de faltas de análisis de la realidad, sino el testigo de la fe, el sujeto que evangeliza.

El documento afirma que los "Discípulos de Emaús" (Lc 24, 13-35) nos hablan de la posibilidad en la Iglesia de todos los tiempos de un anuncio frustrado de Cristo, de un anuncio que no da vida. Estos dos discípulos son dos deprimidos que le dan a Jesús el rollo del kerygma, pero con un corazón que no arde... un corazón decepcionado.

Y esto también puede pasarnos a nosotros cuando repetimos lo que creemos, pero no nos arde el corazón al pronunciarlo, ni al escucharlo. Es un riesgo constante hablar de lo que no se cree en el corazón y por esa misma razón se vuelve un anuncio vacío y estéril.

Los invito a meditar sobre un párrafo del documento (n 2):

"La pregunta acerca de la transmisión de la fe, que no es una empresa individualista y solitaria, sino más bien un evento comunitario, eclesial, no debe orientar las respuestas en el sentido de la búsqueda de estrategias comunicativas eficaces y ni siquiera debe centrar la atención analíticamente en los destinatarios, por ejemplo los jóvenes, sino que debe ser formulada como una pregunta que se refiere al sujeto encargado de esta operación espiritual.

Debe transformarse en una pregunta de la Iglesia sobre sí misma. Esto permite encuadrar el problema de manera no extrínseca, sino correctamente, porque cuestiona a toda la Iglesia en su ser y en su vivir. Tal vez así se pueda comprender también que el problema de la infecundidad de la evangelización hoy, de la catequesis en los tiempos modernos, es un problema eclesiológico, que se refiere a la capacidad o a la incapacidad de la Iglesia de configurarse como real comunidad, como verdadera fraternidad, como un cuerpo y no como una maquina o una empresa".

Sin lugar a dudas, es una renovación de la fe personal y comunitaria, una renovación de nuestra relación con Jesús vivo y resucitado, lo que engendra un nuevo empuje misionero en todos los ámbitos de la vida de la Iglesia.

La buena noticia de Jesucristo siempre ha sido y será una palabra positiva, clara, alegre y llena de vida. Cuando el anuncio pierde estas características, el problema no está en la metodología, ni en los destinatarios del anuncio, sino en el corazón del que evangeliza. El Evangelio engendra vida en quienes toman contacto con él, porque Jesucristo es la fuente de la vida... Si no hay vida, es porque no le han conocido realmente.

Esto no quiere decir que no sea importante la renovación metodológica, ni que dejemos de escuchar lo que las ciencias sociales nos dicen sobre el homo religiosus contemporáneo, pero es un llamado de atención a dar prioridad al problema de fondo: la fe.

Nunca insistiremos lo suficiente en la necesidad permanente de la Iglesia de recuperar cada día la frescura del Evangelio como buena noticia de salvación para todos, y eso solo es posible en el encuentro real con la persona de Jesucristo. Sin él, todo se vuelve vacío.

Y cuando Jesucristo reina en el corazón de un hombre o de una mujer, no piden permiso para anunciar a tiempo y a destiempo la razón más poderosa de su felicidad y de su vida. San Pablo es nuestro mayor ejemplo:
"Fui encontrado por quienes no me buscaban, y me manifesté a quienes no preguntaban por mí" (Romanos 10,20)

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