Sábado, 27 de abril de 2024

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Psicología y Espiritualidad

por Estamos en Sus Manos

No está autorizada la reproducción total o parcial de este artículo en ningún medio sin permiso expreso del autor, Jesús María Silva Castignani. 

Algunas terapias psicológicas trabajan con uno mismo desde uno mismo, centrándolo todo en el amor propio, la autodependencia, la autosanación. Tratan de que encontremos nuestras propias fortalezas, reconozcamos nuestras cualidades y nuestros logros, y seamos capaces de autodefinirnos al margen de nuestras heridas emocionales recibidas en la infancia. Se centran en que nos demos a nosotros mismos el amor que nuestro niño no recibió y que no lo esperemos de nadie más. Todo esto es una parte muy importante de la terapia (recuérdese que significa “sanación”), pero no es suficiente. Este tipo de trabajo, cuando se desliga del amor incondicional del Dios personal manifestado en Jesucristo, es incompleto, y puede acabar encerrando a la persona en un egocentrismo individualista que sólo se preocupe de sí mismo y no sea capaz de mostrar un amor genuino hacia los demás que transforme el mundo.

 

Recuerdos inconscientes y espiritualizad Nueva Era

 

La corriente psicoanalista, que surge con Sigmund Freud, trabaja no tanto desde las conductas y los conocimientos como la escuela cognitivo-conductual[1], ni desde el punto de vista meramente médico como la psiquiatría, sino que se centra en el trabajo con los recuerdos dolorosos, el inconsciente y sus mensajes interiorizados. Hay cientos de modalidades de estas terapias que trabajan con las heridas emocionales de modos muy distintos y con grados distintos de eficacia. Habitualmente uno acude a estas terapias cuando tiene emociones y sentimientos que le desbordan y le impiden poder manejarlos adecuadamente, de modo que alteran su vida normal hasta el punto de trastornarla (de ahí la palabra trastorno). Estas terapias hacen un trabajo precioso e increíble en las almas de las personas, yo he sido testigo de ello. No pocos de los autores y de los psicólogos que trabajan sobre ello se acaban centrando en el plano espiritual. El filósofo y psicólogo John Bradshaw defiende que la herida fundamental que está en la base de todas las demás heridas emocionales del niño interior es una herida espiritual, ya que los niños son espirituales por su propia naturaleza, y tienden por sí mismos a la espiritualidad[2]. Esta constatación ha hecho que no pocas terapias psicológicas se acaben abriendo a una espiritualidad moderna de corte oriental[3] y Nueva Era, de las que se deduce que, en el fondo, nuestra verdadera esencia es una parte divina que ha quedado de algún modo “encerrada” bajo las capas del ego o de la personalidad[4]. La espiritualidad a la que abocan estas terapias, es, pues, un camino para llegar al “verdadero núcleo” del propio ser donde uno no se diferencia del ser mismo de dios; es decir, acaban en un panteísmo donde al final, todo es dios, y de un modo especial, la consciencia humana. Todo esto está presente de un modo muy especial en la psicología transpersonal y en no pocas psicologías que defienden la teoría del inconsciente colectivo[5].

 

Extralimitación de la psicología

 

Con esto se da un salto de la psicología a la espiritualidad que es muy pernicioso, porque la psicología hace una incursión entonces en un campo que no le es propio, produciendo una confusión en los pacientes que acuden a la terapia. Es cierto que los límites entre la mente y el alma son muy difusos – si es que existen –, pero la psicología como disciplina debe centrarse en el autoconocimiento y en la sanación de los trastornos, no en la vida espiritual del alma. Obviamente cuando uno entra en la hondura de la mente se abre de un modo natural el camino de la espiritualidad, porque es una necesidad profunda y esencial del corazón humano que necesita ser colmada para que la vida adquiera todo su sentido[6]. Pero al circunscribir toda espiritualidad a la autotranscendencia de los patrones del ego o de la personalidad para conectar con el verdadero yo divino, se está encerrando al hombre en sí mismo y se le está incapacitando para que reconozca la verdad más profunda de su existencia y para que ame a los demás de un modo pleno. Se le insta a apoyarse en sí mismo y en su supuesta parte divina para poder así afrontar la vida, buscando la paz, la armonía y el equilibrio interior al margen de lo que pase fuera de él. Ya que los estímulos externos desencadenan en ocasiones los trastornos, el hombre se aísla en sí mismo y se convierte en un ser autorreferencial para evitar, pretendidamente, que lo exterior le afecte, de modo que pueda así vivir sano y sin carencias. Esto es como querer colgar algo del aire y pretender que se sostenga a sí mismo[7].

 

Yo no soy Dios

 

Insisto en que esto no sucede en todas las escuelas psicológicas ni en todas las terapias; solo me refiero a aquellas que cuando llegan al núcleo de la espiritualidad, solo ofrecen esta salida. Las espiritualidades orientales[8] que han influido tanto en algunas escuelas de psicología contemporánea a través del Zen y de la Nueva Era, presentan un modelo de divinidad impersonal, que, según su doctrina, constituye la esencia de nuestro verdadero yo; y para identificarse con ella es necesario desidentificarse de todo lo demás, incluidos nosotros mismos y nuestros deseos, para caer así en la impersonalidad, de modo que el ser acaba coincidiendo con el no ser; y se invita a la meditación como un modo de conectar con un estado superior de conciencia en el que simplemente soy el que soy, diluyendo mi identidad en el absoluto impersonal que es el Ser, alcanzando así el Nirvana o la armonía con el Tao[9]. ¿Cuál es el punto débil por el cual digo que los derroteros que ha seguido esta corriente psicoterapéutica contemporánea dejan al hombre en la estacada precisamente en la cuestión fundamental de la existencia? ¿Qué le falta a todo esto? Le falta la alteridad, es decir, la conciencia de que cuando estamos ante lo espiritual, ante lo divino, estamos ante Otro diferente a nosotros. Otro de quien procedemos, que nos ha dado el ser, Otro ante el cual estamos. Un ser personal, y no impersonal, que nos ama tal y como somos, que no se queda inmutable ante nuestros sufrimientos y dolores, sino que se implica en nuestra historia y toma todo lo nuestro para sanar nuestra herida de amor incondicional; que se hace carne y sangre para que en Él podamos tocar afectivamente, físicamente, al Dios que nos ama con esa ternura y misericordia infinitas y que nos llama a la comunión con Él. Dios es impasible, pero no es incompasible[10]; es decir, siente una profunda compasión por nosotros que le ha llevado incluso a la muerte para mostrarnos y hacernos accesible su amor. Es un Dios personal, distinto a nosotros, que nos sostiene “por fuera y por dentro”, es decir, que es el fundamento último de nuestro ser y de nuestra existencia, y que, desde nuestro interior, nos ama y nos llama al encuentro con Él, para quedar colmados con su amor incondicional, pero no para quedarnos encerrados en nosotros mismos, en nuestra autorreferencialidad y autosuficiencia, sino para que salgamos entonces fuera de nosotros a los demás, los otros, también personas, a los que estamos llamados a amar con ese mismo amor incondicional para darles a conocer así el amor incondicional de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Es decir, que no es que nuestro verdadero yo, nuestra esencia, sea divina, sino que en lo más profundo de nuestro interior nos encontramos con el Dios totalmente Otro que es la fuente eterna del amor incondicional que nos llena, nos sana y nos mueve hacia fuera para amar a los hermanos.

 

Dios vive en mí

 

Sólo desde aquí se entienden las frases de los grandes místicos que nos han hablado de esa “inhabitación” de Dios en nosotros y que algunos psicólogos actuales, influidos por el Zen y la Nueva Era, confunden con sus propias formulaciones panteístas. En efecto, Jesús dijo: “El Reino de Dios está dentro de vosotros”[11]. San Agustín decía que Dios es más íntimo que su mayor intimidad[12]. San Juan de la Cruz decía que el centro del alma es Dios[13]. Otros tantos autores de la tradición cristiana han formulado de este modo la centralidad de Dios en lo más profundo del ser, por esa presencia del Espíritu de Dios en cada uno de nosotros. Cuando uno “baja” a lo más profundo de su propio ser allí se encuentra con el Dios de la vida, pero no porque uno mismo sea dios, sino porque Dios habita allí[14]. De modo que el último paso de la introspección psicológica y de la sanación no ha de ser abocar al paciente a una espiritualidad panteísta impersonal autorreferencial, sino, al menos, dejarle la libertad necesaria para que descubra su propio camino espiritual. Igual que decía Benedicto XVI que la fe recta orienta a la razón a abrirse a lo divino[15], así el último paso de la psicoterapia debería ser abrir al paciente al Dios creador que es amor incondicional y que se ha hecho tangible en la persona de Cristo, a través de la cual nos ha llegado su amor en forma sensible, y a través de la cual nos llama a amar a los demás como Él nos ama.

 

¿Extralimitación del ámbito de la fe?

 

Quizá algún psicólogo o psiquiatra piense que esto es una extralimitación del ámbito de la fe; pero no lo es más que el hecho de que un psicoterapeuta lleve a su paciente a formas de meditación y a concepciones religiosas Zen o Nueva Era[16]. De hecho, en la literatura psicoterapéutica que he podido manejar (mucha de la cual, por cierto, surge en ambientes cristianos), habitualmente se presenta una imagen distorsionada de la fe cristiana como un legalismo asfixiante y alienante que impide a la persona ser ella misma y vivir libre de condicionamientos. Se da una imagen del cristianismo como el de una religión que invita a la codependencia frente a la autonomía, a la represión frente a la libertad, al miedo frente a la alegría[17]. Esto es radicalmente falso, una pálida caricatura de los que es la fe cristiana y un desprecio ignorante de toda la tradición espiritual del cristianismo que ha marcado la historia de toda la civilización. Esta influencia anti cristiana sobra en unos libros que pretenden liberar de todo condicionamiento a la persona humana, pues ya la están condicionando en contra de la fe. Por supuesto que se ha podido vivir mal la fe, y que de hecho se ha presentado de formas incompletas e imperfectas. Pero desechar la fe cristiana de un plumazo en el ámbito de la sanación interior sin más discernimiento es un error que cierra las puertas de la verdadera sanación. ¿Cómo podemos decir que nuestro niño interior tiene la necesidad de un amor incondicional y luego decir que sólo tú mismo te lo puedes dar porque en el fondo tú eres dios?[18] Eso es el acto más cruel que se puede hacer con una persona. Si necesitamos el amor incondicional, es porque estamos buscando a Dios, porque le necesitamos, y, como decía san Agustín, “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti”[19].

 

Dependemos de Dios

 

Pero esto, ¿no es acaso una dependencia? ¿No deja a la persona en un estado infantilista y mítico e impide su desarrollo personal y su autodeterminación? Las palabras que se usan en la psicología contemporánea son muchas veces equívocas e imprecisas: dependencia, independencia, interdependencia, autodependencia, autonomía, autodeterminación… No debemos tener ninguna dependencia emocional de ninguna persona humana, porque nos puede fallar y herir; en ese sentido estricto, estamos llamados a adquirir una independencia que nos haga no estar determinados por los pensamientos, las palabras, las acciones o los sentimientos de los demás; desde ahí podemos desarrollar una autodependencia que nos permita desembocar en una interdependencia, donde nosotros, como adultos maduros y libres, podemos establecer relaciones de amor, amistad y mutuo beneficio; en tal sentido, no debemos depender de las normas que otros nos impongan, sino ser autónomos, y elegir lo más libremente posible de cualquier condicionamiento (autodeterminarnos) para poder ser libres y responsables. Todo esto es verdad, pero ¿en qué lugar queda Dios? ¿Podemos aplicar con respecto a Él todos estos conceptos como los aplicamos al resto de seres humanos? Sencillamente no. Porque Él nos ha dado el ser, existimos porque Él ha querido, y su amor es lo que nos mantiene en el ser. No estamos pendiendo de la nada, sino del Ser, que es Dios mismo. En ese sentido, somos dependientes de Él[20]. Y Él mismo nos llama a ser independientes de todo condicionamiento humano para poder amarle a Él, servirle a Él y no ser esclavos de nada ni de nadie; Él nos llama a la libertad verdadera – “si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres”[21] – para poder así, no aislarnos en nosotros mismos, sino salir de nosotros mismos para comunicar ese amor que Él nos tiene en esa interdependencia. Nuestra autonomía no es absoluta, porque muchas veces no tenemos la luz suficiente para saber qué es lo que más nos conviene, qué elecciones nos llevan a la verdadera libertad y a la plena realización, y por eso necesitamos del discernimiento para ver a la luz de la voluntad de Dios qué es lo mejor para nosotros, lo que más felices nos va a hacer, y desde ahí debemos vivir una autonomía teónoma, o teonomía participada[22] (es decir, que tomamos nuestras decisiones basados en la voluntad de Dios) y una autodeterminación guiada por la verdad y no por nuestros propios parámetros o caprichos. En resumen, el Dios personal que se ha hecho carne en Jesucristo y a través de Él nos ofrece su amor incondicional es la pieza del puzle que le falta muchas veces a la psicoterapia para poder alcanzar para el paciente una sanación total e integral que le oriente para el resto de su vida hacia una plenitud creciente cada vez mayor.

 

NOTAS 

 

[1] El conductismo, basado en los trabajos de Pavlov entre otros, nace con John B. Watson y B. F. Skinner. Más tarde de la escuela conductista se desgajó la escuela de la psicología cognitiva en los años 50, pero a partir de los años 80 se da una nueva síntesis entre ambas que ha dado lugar a las técnicas cognitivo-conductuales.

[2] Cf. John Bradshaw, Volver a casa.

[3] Es decir, bastamente influenciada por las religiones orientales, como el budismo y el taoísmo.

[4] Así ha sucedido con el Best Seller El poder del ahora. Una guía para la iluminación espiritual, de Echart Tolle, que ha sido el libro más vendido en el año 2018, convirtiéndose así, desgraciadamente, en una referencia mundial internacional para mucha gente. También Peter Shelenbaum en La herida de los no amados refleja este trasfondo orientalista y veladamente panteísta. La lista es larga. En el fondo se trata de una nueva forma de gnosticismo. Cf. Consejo Pontificio de la Cultura – Consejo Pontificio para el diálogo interreligioso, Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la “Nueva Era”.

[5] “En su obra The Aquarian Conspiracy, «La conspiración del Acuario», Marilyn Ferguson dedicó un capítulo a los precursores de la Era de Acuario, aquellos que habían tejido una visión transformadora basada en la expansión de la conciencia y en la experiencia de la autotrascendencia. Dos de los mencionados son el psicólogo americano William James y el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung. James definió la religión como experiencia, no como dogma y enseñó que los seres humanos pueden cambiar sus actitudes mentales a fin de convertirse en arquitectos de su propio destino. Jung puso de relieve el carácter trascendente de la conciencia e introdujo la idea del inconsciente colectivo, una especie de depósito de símbolos y recuerdos compartidos con personas de diversas épocas y culturas diferentes. Según Wouter Hanegraaff, ambos personajes contribuyeron a la «sacralización de la psicología», que se ha convertido en un elemento fundamental del pensamiento y de la práctica de la Nueva Era. En efecto, Jung «no sólo psicologizó el esoterismo, sino que también sacralizó la psicología, llenándola de los contenidos de la especulación esotérica. El resultado fue un corpus de teorías que permite hablar de Dios cuando en realidad se quiere decir la propia psique, y hablar de la propia psique cuando en realidad se quiere decir lo divino. Si la psique es “mente”, y Dios también es “mente”, entonces hablar de una cosa significa hablar de la otra». A la acusación de haber «psicologizado» el cristianismo responde que «la psicología es el mito moderno y sólo podemos entender la fe en estos términos». Ciertamente, la psicología de Jung arroja luz sobre muchos aspectos de la fe cristiana, especialmente sobre la necesidad de enfrentarse a la realidad del mal. Pero sus convicciones religiosas son tan diferentes a lo largo de las diversas etapas de su vida, que la imagen de Dios que se desprende es sumamente confusa. Un elemento central de su pensamiento es el culto al sol, donde Dios es la energía vital (libido) del interior de la persona.35 Según afirmó él mismo «esta comparación no es un mero juego de palabras». Este es «el dios interior» al que se refiere Jung, la divinidad esencial que creía existía en todo ser humano. El camino hasta el universo interior pasa a través del inconsciente y la correspondencia del mundo interior con el exterior reside en el inconsciente colectivo”. Consejo Pontificio de la Cultura – Consejo Pontificio para el diálogo interreligioso, Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la “Nueva Era”, 2.3.2.

[6] En griego la misma palabra (psiché) designa la mente y el alma.

[7] Este encerramiento en el yo y en el propio interés que conduce a una autorreferencialidad casi absoluta se ve con claridad en Jorge Bucay, El camino de la autodependencia, sobre todo en el capítulo 4.

[8] Sobre todo, la espiritualidad hinduista, budista, jainista y taoísta.

[9] La invitación a la meditación como método de autotranscendencia y al mindfulnes es una constante en los libros modernos y contemporáneos de psicología y autoayuda. Estos métodos psicofísicos no son malos en sí mismos, y pueden de hecho ser de gran ayuda para las personas, pero no debe nunca sustituir a la genuina espiritualidad y a la oración, cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana (15 de octubre de 1989). 

[10] Cf. Comisión Teológica Internacional, Teología – Cristología – Antropología, II, B (Roma 1982).

[11] Lucas 17, 21.

[12] San Agustín, Confesiones III, 6, 11.

[13] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, B, 1, 12.

[14] “La tendencia a confundir la psicología y la espiritualidad aconseja recalcar que muchas de las técnicas de meditación ahora en uso no son oración. A menudo son una buena preparación para la oración, y nada más, aun cuando conduzcan a un estado de placidez mental o de bienestar corporal. Las experiencias que se obtienen son realmente intensas, pero quedarse en ese plano es quedarse solo, sin estar todavía en presencia del Otro. Alcanzar el silencio puede enfrentarnos al vacío más que al silencio contemplativo del amado. También es cierto que las técnicas para profundizar en la propia alma son, en definitiva, una llamada a nuestra propia capacidad de alcanzar lo divino, o incluso a llegar a ser divinos. Si descuidan que es Dios quien va en búsqueda del corazón humano, no son oración cristiana. Aun cuando se considera como un vínculo con la Energía Universal, «esta “relación” fácil con Dios, donde la función de Dios se concibe como la satisfacción de todas nuestras necesidades, revela el egoísmo que hay en el corazón de la Nueva Era»”. Consejo Pontificio de la Cultura – Consejo Pontificio para el diálogo interreligioso, Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la “Nueva Era”, 4.

[15] Benedicto XVI, Entrega del premio Ratzinger en su primera edición (Roma, 30 de junio de 2011).

[16] Las referencias a las tradiciones y las parábolas budistas son constantes en los libros ya mencionados.

[17] “Pensaba que mi cuerpo era pecaminoso, o al menos sucio. Mi tradición religiosa (católica) veía la vida como un valle de lágrimas. La vida era lo que tenías que superar para conseguir la muerte. ¡Morir es lo que había que conseguir! Los hábitos negros de los curas y monjas y el confesionario oscuro para expiar la vergüenza y la culpa eran símbolos de Dios en mi entorno”. John Bradshaw, Volver a casa, p. 146; Bradshaw fue seminarista durante 9 años.

“En el cristianismo, los ritos han desaparecido o bien se han convertido en ceremonias rígidas, fieles a una serie de palabras determinadas. A través de su historia, la Iglesia (católica) ha frustrado cualquier intento de celebrar sin tapujos la vitalidad de lo vital. Quería salvar el orden, pero también lo perdió. Pero si, pese a todo, estalla la sensualidad en el arte cristiano, entonces la atribuimos a la influencia de la herejía de la antigüedad”. Peter Shellenbaum, La herida de los no amados, p. 126; Schellenbaum fue sacerdote durante 11 años.

[18] “Para aproximarse a ese misterio de la unión con Dios, que los Padres griegos llamaban divinización del hombre, y para comprender con precisión las modalidades en que se realiza, es preciso ante todo tener presente que el hombre es esencialmente criatura y como tal permanecerá para siempre, de manera que nunca será posible una absorción del yo humano en el Yo divino, ni siquiera en los más altos estados de gracia. Si se consideran en conjunto estas verdades, se descubre, con gran sorpresa, que en la realidad cristiana se cumplen, por encima de cualquier medida, todas las aspiraciones presentes en la oración de las otras religiones, sin que, como consecuencia, el yo personal y su condición de criatura se anulen y desaparezcan en el mar del Absoluto”. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana (Roma, 1989), 14 – 15.

[19] San Agustín, Confesiones, I, 1.

[20] Dependiente significa “que pende de”. Nosotros pendemos de Dios, no estamos suspendidos en la nada.

[21] Juan 8, 36.

[22] Cf. San Juan Pablo II, Carta encíclica Veritatis Splendor, 40 – 41 (Roma, 6 de agosto de 1993).

 

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