Por primera vez en la historia se está teniendo hijos con la expresa determinación, no solo de que ignoren su filiación, sino de que resulte imposible averiguarla. Lo denuncia, respecto a las parejas gay, alguien que también llevó una vida homosexual, Doug Mainwaring, en un artículo en The Public Discourse donde asimismo recuerda que, antes que las paternidades forzadas de las parejas del mismo sexo, muchos matrimonios causan a los hijos un dolor similar con su divorcio:


 
Cuando empezaba a salir del armario a principios de los años 90, un tipo que se llamaba a sí mismo Tex me ofreció una versión breve de la historia de su vida mientras nos tomábamos unas copas en un bar de Dupont Circle [barrio de Washington, DC]. La conversación tomó un giro inesperado: me explicó que su pareja de ese momento había cruzado medio país, abandonando a su ex mujer y a sus hijos. A veces, cuando Tex respondía al teléfono fijo de la casa de éste (entonces no había móviles), oía una voz infantil preguntando con cautela: "¿Puedo hablar con mi padre, por favor?". Era la hija de ocho años de su pareja, llamando desde algún lugar en las Montañas Rocosas. Tex me dijo que le causaba mucha desazón que la hija de su pareja tuviera que pedir permiso a un extraño para poder hablar con su padre.
 
Cuando pienso en esta niña, mis pensamientos me llevan a gente como Alana Newman y otros que tienen como padres a anónimos donantes de esperma. Muchos de ellos se han hecho a diario esta misma pregunta en su corazón: ¿puedo hablar con mi padre, por favor?


Alana Newman es la fundadora del proyecto Anonimous Us [Nosotros los Anónimos], que recoge testimonios de personas víctimas de la ingeniería reproductiva y/o la subrogación, que les hizo nacer sin poder conocer a su padre, a su madre o a ambos.

Cuando empecé a hablar abiertamente sobre el peligro que conlleva para los niños el matrimonio entre personas del mismo sexo, me fue difícil encontrar defensores del matrimonio sin género que se ofrecieran a participar en debates cara a cara intelectualmente honestos. Entonces me di cuenta: al menos la mitad de las personas que querían sacudirme con frases hechas y eslóganes eran el resultado de matrimonios rotos.

A principios de 2013, después de participar en una mesa redonda, un joven me acusó de ser injusto hacia los gays, las lesbianas y sus hijos. Aproveché la oportunidad y le pregunté de sopetón:

-Tus padres, ¿se divorciaron cuando eras niño?
 
Se quedó atónito por la pregunta personal, pero respondió:

-Sí -su rostro dejó de tener una expresión de suficiencia.
 
-¿Vivías con tu madre?
 
-Sí.
 
-¿Veías mucho a tu padre?
 
-No, casi nunca le veía.
 
-¿Le echabas de menos? ¿Te hubiera gustado pasar más tiempo con él?
 
-Sí, claro -respondió, con un poco de tristeza.
 
-El divorcio de tus padres, ¿aumentó tu alegría o tu tristeza?
 
-Mi tristeza.
 
-Por lo tanto, tus padres desmantelaron tu hogar y crearon dos nuevas estructuras poniendo en primer lugar sus necesidades, no las tuyas. De hecho, fueron estructuras que garantizaron tu continua infelicidad. Aprendiste a vivir con ello, porque como niño no podías tener ningún tipo de control sobre sus acciones, pero estas nuevas estructuras no fueron necesariamente construidas pensando en tu bien.
 
-La verdad, no lo fueron. Y no pude decir nada al respecto. Era un niño.
 
-Exactamente. Por lo tanto, ¿por qué debería ser diferente para los hijos de los gays y las lesbianas, a los que se les está negando tener un padre o una madre? ¿Realmente crees que tener dos madres o dos padres es exactamente lo mismo que tener un padre y una madre que te aman y te cuidan? ¿Lo dices en serio? ¿Tener otra madre en la casa habría llenado tu anhelo, o seguirías teniendo en tu corazón el deseo, no correspondido, de ver a tu padre?
 
-Ya veo.
 
-Entonces, ¿por qué quieres condenar a otros niños a no tener padre? ¿O a no tener madre?
 
Lo comprendió. No le gustó, pero lo comprendió... y se fue. No tengo ni idea si cambió de parecer, pero por lo menos oyó y escuchó un punto de vista opuesto, uno que resonó dentro de él.
 
Mientras me iba, pensé: "Si quiero ser intelectualmente honesto, no puedo seguir hablando en público contra los peligros del matrimonio sin género y no hablar, al mismo tiempo, del mal objetivo que es el divorcio para los hijos". El divorcio es, exponencialmente, una amenaza mucho mayor y más generalizada para los niños que la perspectiva de que los gays críen a los hijos sin una madre, o que las lesbianas hagan lo correspondiente sin un padre. Suspiré: había mucho por deshacer y volver a hacer.
 

Cuando mi mujer y yo llevábamos ya unos años divorciados, empezó a ser normal para ella llamarme para que fuera a su casa porque el menor de nuestros hijos estaba descontrolado. Cuando llegaba, me encontraba con el caos. Nuestro hijo se había enfadado por un motivo cualquiera y esto había desencadenado una rabia totalmente desproporcionada respecto a la causa inicial. Gritaba y chillaba y pataleaba; después, se aislaba en su habitación. Nadie podía entrar. Era devastador. Por suerte, al cabo de un rato se calmaba y todo volvía a la normalidad.
 
Su rabia solía desembocar, a veces, en discusiones con mi ex. ¿Qué podíamos hacer con su problema de comportamiento? ¿Necesitaba medicación? ¿Necesitaba recibir algún azote? ¿Necesitaba la ayuda de un psicólogo?
 
Después de que esta escena se repitiera varias veces, tuve claro lo que realmente necesitaba nuestro hijo. Sólo una cosa: que sus padres volvieran a estar juntos y que se amaran. La división y ruptura de nuestra familia había causado un estrés insoportable en la tierna mente de este niño de cuatro años. Su padre y su madre eran los culpables de todo esto; y, sin embargo, nosotros lo estábamos enfocando como si fuera su problema.
 
Nuestro pequeño no tenía ninguna culpa, pero yo sí.
 
Mi ex esposa y yo necesitamos unos años más para recuperar el sentido común. En el ínterin, nuestros hijos vinieron a vivir conmigo. No era una solución, sino simplemente una solución temporal para reducir la tensión de una situación incómoda. Si bien esto resolvió algunos problemas, creó otros, por lo que siguió siendo una respuesta completamente insatisfactoria.
 
Para justificar el seguir divorciados y mantener dos hogares, nosotros, adultos, estábamos imponiendo una farsa, exigiendo a todos los que nos rodeaban -sobre todo a nuestros hijos- que aceptaran como algo justo nuestra búsqueda egoísta y nuestra incapacidad de resolver las cosas. En realidad, lo único que habíamos hecho era deshacernos de nuestros problemas y alterar a nuestros hijos. Nos estábamos quitando de encima nuestro propio estrés para cargarlo sobre los hombros de nuestros hijos.
 
Maravillosamente, una docena de años después, finalmente abandonamos las pretensiones y ahora somos, de nuevo, marido y mujer, casados con niños. Hemos necesitado un largo recorrido de curación, y algunas de las heridas sanadas han sido un sorpresa total. Nunca sabremos qué dificultades potenciales adicionales les hemos evitado a nuestros hijos.
 

Nunca antes en la historia los niños han nacido con el propósito explícito de privarles de una madre o un padre. Sin embargo, los niños que llegan a este mundo para satisfacer los deseos y necesidades de las parejas gays y lesbianas llegan a este mundo precisamente así. Viven con el conocimiento que uno de sus padres biológicos será siempre un enigma, un fantasma.
 
Hasta hace poco, los hijos eran considerados un regalo de Dios. Ahora, las nuevas leyes que hacen del matrimonio algo indefinido están produciendo, tristemente, también hijos indefinidos, reducidos a ser meros bienes inmuebles y fuente de plenitud. Por un lado, su árbol familiar no consiste en una serie de antepasados, sino en un pequeño ejército de subrogados anónimos, de donantes y de abogados que sustituyen al género ausente en matrimonios sin género.
 
Aunque pueda parecer extraño, la película de Disney de 1998 Tú a Londres y yo a California (remake del clásico de 1961 Tú a Boston y yo a California, con Hayley Mills) puede enseñarnos mucho sobre hijos que crecen con dos padres gays o dos madres lesbianas.


 
En la película, dos niñas que se parecen muchísimo, Hallie Parker y Annie James, se conocen en un exclusivo campamento de verano de Nueva Inglaterra. Pronto descubren que son gemelas y que fueron separadas al poco de nacer. Deciden intercambiar sus identidades y el lugar donde viven. Ambas sienten una gran necesidad de conocer al progenitor que les falta, por lo que se cambian el aspecto, el corte de pelo, la manera de moverse, la voz y el acento para ir a un país extranjero y poder tener subrepticiamente unos días el padre o la madre que siempre han deseado.
 
Hallie vive con su padre en una zona de viñedos de California, en una bonita mansión situada en una colina, con piscina y establos. Tiene un padre muy atractivo que es un vinicultor de éxito. En resumen, lo tiene todo, pero anhela la madre que le ha sido negada. Por su parte, Annie vive en una mansión en un barrio elegante de Londres. Su hermosa madre es una diseñadora de moda mundialmente famosa. Tiene servicio y un Rolls-Royce con chófer a su disposición. Sin embargo, Annie también anhela el padre que le ha sido negado.
 
Ambas niñas tienen una envidiable vida de ensueño. Pero los espectadores que ven esa película, la mayoría de los cuales no disfruta de esa riqueza y seguridad en sus vidas, sienten lástima por las niñas, porque a cada una le falta un progenitor. Esta ironía es, precisamente, el centro de la película.
 
Es interesante también que la tía de Hallie vive en la casa y es una especie de figura materna subrogada, mientras que el abuelo materno de Annie vive con ella y su madre, y es una especie de figura paterna para Annie. A pesar de que estos dos maravillosos, optimistas y cariñosos hogares monoparentales tienen un familiar del sexo opuesto cercano y afectuoso, en los corazones de Annie y Hallie sigue habiendo un agujero del tamaño del Gran Cañón.
 
En la película, los adultos son los responsables de separar a los hijos. En el caso de hijos producto de matrimonios sin género, los adultos son responsables de la carencia. Carencia que se graba de manera permanente e irrevocable en los corazones y almas de seres humanos creados para un matrimonio sin género. Los niños que son diseñados para matrimonios gays se enfrentan a una vida más desdichada desde el día de su nacimiento, pues dos hombres los arrancan del vientre alquilado de su madre subrogada, negando al niño lo que seguramente es la única oportunidad de sentir el abrazo de una madre. Esta oportunidad perdida es lo más cerca que su hijo estará de tocar a alguien que es, de alguna manera, su madre.
 
A medida que el niño crece, se descartará, silenciará, eliminará con risas y no se tomará en serio su deseo de tener una madre. Porque, después de todo, papá no ve la necesidad de tener a una mujer en su vida. Entonces, ¿por qué su hijo debería tener esta necesidad? Anhelar una madre se convierte en un insulto para el hombre sin esposa, o para la pareja de hombres con la que crece. Mejor sufrir en silencio que correr el riesgo de enfadar a papá, o a los papás, sacando a relucir el tema más tabú de todos.
 
Es necesario que pensemos seriamente en las consecuencias, no intencionadas e irreflexivas, que acechan -o que son escondidas a propósito- detrás de nuestra aceptación del matrimonio sin género y, lo que es más importante, la continua indiferencia de nuestra sociedad hacia el divorcio y los hogares monoparentales. Cuando se tratan estos temas, los adultos bostezamos aburridos. Los niños, en cambio, en cualquier lugar del mundo tienen otras respuesta: lloran hasta quedarse dormidos.
 

Los hombres que se divorcian, los hombres que se casan con otros hombres para criar a sus hijos, o que anónimamente venden su esperma, siguen los pasos de Esaú. Pero no estamos vendiendo nuestro derecho de progenitura por un plato de lentejas. Estamos comerciando con nuestros hijos. Y lo hacemos despiadadamente, vendiendo su mayor tesoro (que es crecer con sus padres biológicos, con una familia biológica intacta) a un precio ínfimo.
 
Este mundo no necesita que nosotros, hombres, cojamos egoístamente lo que queremos, sobre todo si el precio es el bienestar de nuestros hijos. Se supone que los hombres deben hacer lo contrario: los hombres deben proteger a sus hijos de la infelicidad, la soledad y de otras amenazas. Los hombres de verdad no convierten en víctimas a sus propios hijos en su propio beneficio. Los hombres protegen, absorben el estrés y las dificultades en lugar de desviarlas hacia sus hijos. Los hombres se mantienen en la brecha [movimiento lanzado por el obispo Thomas Olmsted, de Phoenix (Estados Unidos) para la recuperación del valor del hombre ante la vida familiar].


En la brecha, con subtítulos en español.
 
Cuando se trata de paternidad, nuestra cultura necesita hombres que sean hombres. Para algunos, esto puede significar renunciar a ciertos sueños, o a nuestros propios anhelos. Nuestra cultura está cada vez más dominada por hombres egoístas y cobardes. C.S. Lewis diría que estamos en una generación de hombres sin pecho [título del primer capítulo de La abolición del hombre].
 
El Papa San Juan Pablo II nos dijo en Cruzando el umbral de la esperanza que "el pecado original intenta abolir la paternidad, destruyendo sus rayos, que penetran en el mundo creado, e induciendo a dudar sobre la verdad de que Dios es Amor" (las cursivas son suyas). Actualmente, se mina el matrimonio, la familia e incluso el género de todos los modos posibles. La paternidad, sobre todo, está siendo objeto de un ataque violento e implacable. Somos nosotros, los hombres, los que tenemos que presentar batalla.
 
Nuestros hijos se merecen algo mejor. Nuestros hijos no necesitan superhéroes; necesitan sólo esos héroes corrientes, tranquilos y desconocidos que responden al nombre de "Papá", un nombre que no tendrían que decir por teléfono, sino susurrar en nuestros oídos mientras, seguros y felices, descansan en nuestros brazos.
 
Traducción de Helena Faccia Serrano.