La hermana Rosa Cadavid aún no entiende por qué en los lugares a donde Dios la manda se arrecia la guerra. Nunca ha buscado zonas de conflicto, pero el conflicto llega a ella como si lo atrajera, como si un imán puesto en su cuerpo magnetizara las balas y las disparara contra la gente que la rodea. Su historia la cuenta la periodista Olga Patricia Rendón, en El Colombiano.
 
Esto es lo que le sucedió a religiosa cuando llegó a la Comuna 13 de Antioquía, y así mismo ocurrió cuando fue a Urabá y al Magdalena Medio: las balas silbaban desde todos los lados, los muertos se contaban por cientos, los desaparecidos eran buscados por todas partes y los huérfanos pululaban en medio de la pobreza.
 

La hermana Rosa era la tercera de una familia de 16 hijos. En su natal Girardota, Antioquia, la religión es muy importante, es la ciudad por excelencia de peregrinaciones en el Valle de Aburrá y casi todas las familias cuentan con la fortuna de tener un sacerdote entre sus hijos, en la familia Cadavid fueron dos, lo que los convirtió en una familia doblemente bendecida.
 
Esa relevancia de la Iglesia es muy marcada en la educación, la Congregación de Hermanas de la Presentación tiene allí un colegio que les ha servido para despertar la vocación de muchas niñas, Rosa no era la excepción. Desde niña era catequista y en el fondo sabía que quería ser monja, pero el día que tuvo contacto con las Lauritas, como llaman a la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, nombre adoptado ahora por la Santa Laura Montoya, entendió que eso era lo que quería hacer por el resto de la vida: “Cuando conocí el trabajo de estas que trabajaban por los más pobres, los más marginados, los indígenas, me fue como entrando el cuento y gracias a Dios me recibieron y aquí estoy”.
 

El amor al prójimo, por el más desfavorecido, por el pobre y el vulnerado ha estado en la sangre de la hermana Rosa. Aunque las misioneras Lauritas han estado dedicadas a llevar el mensaje de Cristo a las comunidades indígenas, a los analfabetos y a la educación de los niños por medio de sus instituciones educativas, la hermana Rosa sintió que su llamado iba más allá, debía enfrentar la guerra, hacerles frente a los violentos y buscar la reivindicación de las víctimas.


 
La hermana Rosa les tiene miedo a los muertos, le da pavor ver cuerpos inertes, es algo con lo que ha luchado toda su vida. Recuerda por ejemplo los años que dedicó a buscar en las entrañas de la tierra a los campesinos de Urabá que desaparecieron los grupos armados, fueran paramilitares o guerrilla. Un día cualquiera salió con una comitiva a buscar a unas persona que creían que habían sido asesinadas y enterradas monte adentro. “Yo me hacía la valiente, quien me viera diría qué mujer tan guapa”, recuerda.
 
Después de caminar por horas en medio de la selva y de tomar la delantera de un grupo de hombres cobardes que mostraban más miedo que ella, se sentó a reposar, a descansar un rato sobre unas hojas. Como se acercaba la noche los invitó a tomar el camino de regreso y a retomar el recorrido al día siguiente. Ella no pudo volver a la selva aquella mañana, pero cuando llegaron sus compañeros entre felices y tristes le contaron que ella estuvo sentada sobre uno de los cuerpos recientemente enterrados. Los encontraron a todos.
 
Tal vez por esa rebeldía, por no obedecer las órdenes de los actores armados que decían “no busquen”, “no denuncien”, “quédense callados”, la monja se convirtió en objetivo militar, estaba salvando muchas vidas, enviando a personas amenazadas a Medellín o fuera del país, según lograra con gestiones ante el Comité Internacional de la Cruz Roja. Hasta que un día fue a ella a quien le tocó irse por las amenazas que recibió de un jefe paramilitar.
 
Cuando regresó la asignaron a Medellín, trabajaría como maestra en la Institución Educativa Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, donde las Lauritas han educado a varias generaciones.
 
Pero salido de todos los pronósticos, recién llegada a Medellín, un bus en el que viajaba se accidentó, el vehículo quedó inservible y la hermana Rosa al borde de la muerte. De ese accidente quedó inválida, tuvo que acostumbrarse a vivir en una silla de ruedas: “Yo estaba en un momento difícil entre la vida y la muerte, porque mi accidente fue muy grave, entre que me iba y que me quedaba, porque ya no había nada que hacer, y el Señor como que dijo: ‘no, aquí te necesitamos’, me recuperé en un año, después de una situación muy difícil, pero yo sentía que podía aportarle a la sociedad, a la comunidad, yo estaba muy joven y dije ‘hay que hacer algo desde una silla de ruedas no me puedo echar a morir por la situación que estoy viviendo’, la comunidad preocupada por la situación que yo estaba viviendo me propuso si podíamos hacer un trabajo porque ya se veía venir la situación de violencia en la comuna y eso era como lo mío, yo dije que podía acompañar”, explicó la hermana a la periodista Olga Rendón.
 

Cuando iniciaron las incursiones militares en la Comuna 13, la hermana Rosa junto a otras misioneras y algunos sacerdotes trataron de recomponer el tejido social de la zona. Por el contrario, las guerrillas atentaron inicialmente contra las organizaciones sociales como una estrategia para debilitar a la comunidad.
 
“La hermana Rosa –explica Margarita Restrepo, que busca a su hija Carol Vanessa desde que desapareció el 25 de octubre de 2002- siempre ha sido como el paño de lágrimas de todas nosotras cuando llegamos allá en busca de un refugio de esta guerra, y ella nos ha dado la mano tocando puertas y uniéndose con la Corporación Jurídica Libertad para los casos jurídicos, plantones, marchas, tutelas. Ella ha sido la columna vertebral de ‘Mujeres caminando por la verdad”.


 
Las monjas primero buscaron cómo ayudar a las personas con miedo, a resistir para que no abandonaran sus viviendas cuando mucha gente estaba partiendo en busca de un mejor futuro en otros barrios. Pero poco después “ya no era cómo superar el miedo sino cómo elaborar el dolor”, indica la misionera.
 
“Llegó el momento en que no pudimos más, arreció más la guerra, hubo más terrorismo, entonces empezaron a cortarle la cabeza a la gente, y a mostrarles las cabezas para sembrar el terror en la comuna y obviamente ya la gente no resistió. Les mataron los hijos, les quemaron los ranchos, las violaron. Ahí ya hay un nuevo tratamiento para el grupo”, comenta la hermana.
 

“Para el recién iniciado Gobierno de Álvaro Uribe (2002-2006), la recuperación de la Comuna 13 fue vista como una oportunidad para mostrar resultados en la aplicación de la estrategia de seguridad democrática, centrada en la lucha contra la amenaza terrorista asociada con la guerrilla (...) Asesinatos selectivos, amenazas, masacres, enfrentamientos, órdenes de desalojo y detenciones arbitrarias hicieron parte de los métodos de terror empleados por todos los actores armados con un impacto significativo en el aumento del desplazamiento forzado”, relata el informe del CNMH.
 
Esa misma tesis fue la que alentó a la hermana Rosa y a las mujeres que ya trabajan con ella a mostrarle al mundo el dolor que esas incursiones militares estaban causando en los habitantes de la Comuna 13.
 
“Los resultados para el Estado fueron muy positivos, se pensó que esto era un laboratorio de paz, que lo que se había hecho para sacar a los milicianos había sido lo mejor y que si había la oportunidad de volverlo a hacer lo hacían y eso fue lo que se le vendió a todo el mundo, pero de lo que nunca se habló fue de los daños que se le causaron a la población. Por eso empezamos a hacer plantones a mostrar quiénes eran las víctimas, mientras los armados con persecución querían hacernos callar, amenazándonos”, insiste la hermana Rosa.
 
Cuando entendieron que la desaparición forzada fue una practica sistemática en su comuna, las mujeres de la 13 que ya estaban conformando el colectivo Mujeres Caminando por la Verdad empezaron a mostrarse, a exponer su caso ante todos los juzgados, los abogados, las organizaciones defensoras de derechos humanos de la mano de la Corporación Jurídica Libertad y de la Fundación Obra Social Madre Laura dirigida por la hermana Rosa.


 

Margarita Restrepo precisa que la hermana Rosa “pase lo que pase, no nos abandona a nosotras, ella siempre está ahí acompañándonos, aconsejándonos. Tanto es que con la situación de ella y se va hasta La Escombrera con nosotros a acompañarnos, en el tiempo que estuvieron en las excavaciones ella subía con nosotros y nos acompañaba día por medio”, señala.
 
Ese acompañamiento, la hermana y su comunidad lo han pagado caro: el 24 de febrero de 2009 entraron a la oficina de la Obra Social y robaron el disco duro y el celular con los que trabajaba la hermana en la documentación de casos de violencia perpetrada por nuevos paramilitares.
 
De inmediato la Corporación Jurídica Libertad exigió protección para las organizaciones sociales de la comuna y el trabajo tuvo que empezarse de nuevo. Sin embargo esto no amilanó a la misionera, quien consideró entonces que estos eran “gajes del oficio”.
 
Como una forma de acompañarla las madres de los desaparecidos empezaron a llevar pertenencias de sus hijos a la oficina de la hermana, ella empezó a organizarlas en un salón al que las mujeres iban a desahogar su dolor.
 
“Nos fuimos dando cuenta que ese espacio se fue volviendo sanador, que allá lloraban, oraban y hablaban de sus hondas heridas, así que adecuamos todo para hacer el Salón Tejiendo Memorias”, narra la hermana.
 
“Ese espacio significa mucho, porque es un espacio muy reducido y que a ella no le importó reducirlo más para poder tener el salón para las víctimas con todas las fotos, la maqueta de La Escombrera, todo lo que tenemos, hasta un sillón para que las que queramos ir a llorar allá a leer las historias, a mirar la bitácora, a ver las fotos”, dice Restrepo.
 
El salón fue inaugurado en 2014 y desde entonces ha sido ejemplo para el mundo de construcción de memoria colectiva.