Muere a los 102 años el sacerdote católico alemán Herman Scheipers. Nadie como él conoció el drama de los totalitarismos, explica Álvaro Real en Aleteia. Su vida tuvo distintas etapas. La primera fue su persecución durante el nazismo. Durante años llevó cosido a su chaqueta el número 24255. Un número que siempre recordó y que le marcó. La segunda tras escapar del campo de concentración, fue vigilado por la STASI, los servicios de inteligencia de la República Democrática Alemana. La tercera, tras caer el muro, con el capitalismo al que también definió como totalitario.
 
Le presionaron para que renunciara al Sacerdocio y al no hacerlo fue condenado por ser “un defensor fanático de la Iglesia”. “Propenso a generar intranquilidad a la población, por lo que ordenamos su internamiento en el campo de concentración de Dachau”, decía el Tercer Reich.


 
El haber sobrevivido corporal y espiritualmente al infierno se lo debo exclusivamente a mi fe”, explicaba el sacerdote durante una conferencia celebrada en Madrid en el año 2011.
 
En más de una ocasión definió el campo de Dachau como “lo peor y lo mejor de lo que el hombre es capaz”. Siempre lo tuvo muy claro: de allí podría convertirse o en criminal o en santo: “Los nazis enfrentaban a unos presos contra otros, con un sistema de capos”, explicó.
 
“Sabíamos que, más pronto o más tarde, nos esperaba la cámara de gas. Cuando me llegó el turno, tuve una de las experiencias de solidaridad más profundas de mi vida. Otro sacerdote, muy enfermo, me paró en mi camino para ofrecerme el pedazo de pan de ese día. Quise rechazarlo: a él le hacía falta, y yo moriría poco después. Él insistió, diciendo que los apóstoles descubrieron al Señor al partir el pan. Lo acepté, profundamente conmovido. Mi ejecución fue cancelada milagrosamente; él murió. Cada vez que celebro la Eucaristía veo ese pan”, afirmaba el Padre Scheipers.
 
En sus conferencias mostró el horror de la guerra, pero también ofreció testimonios positivos de lo sucedido en esos días: “Poco antes de terminar la guerra, los nazis ordenaron desalojar el campo, y se organizaron las marchas de la muerte. Yo conseguí escapar de la última. Había un pabellón de moribundos con enfermedades altamente contagiosas. No quedaba tiempo para deshacerse de ellos, y ordenaron a sus capos quedarse para cuidarlos. Eran comunistas, y se negaron. Las SS pidieron voluntarios, y sólo los católicos estuvieron dispuestos a sacrificar sus propias vidas para no abandonar a los moribundos. Fue esa entrega a Cristo por encima de cualquier poder terrenal y hasta de la propia muerte lo que Hitler y Stalin no podían tolerar.”


 

Logró fugarse, pero siguió viviendo perseguido por el totalitarismo. Ya no era el Tercer Reich sino la STASI comunista quien lo tenía vigilado. Desde el año 1946 hasta la caída del muro de Berlín atendió a refugiados que llegaban a la Alemania del Este.
 
Así contaba en una entrevista este periodo de su vida: “Siempre quise ser sacerdote donde más falta hiciera. Después de la guerra, sin duda, era la Alemania ocupada por la URSS. Mis familiares pusieron el grito en el cielo, pero yo sabía perfectamente dónde me llamaba Dios. En la Alemania comunista fui espiado, amenazado, y nuestros medios eran tan precarios que recuerdo una Misa en la que se congeló el vino”.
 
De su experiencia bajo la persecución de dos totalitarismos expresó que la vivió porque “no aceptábamos la supremacía de ningún hombre, ni de Hitler, ni de Stalin, ni la dictadura del proletariado, por encima de Cristo”. Aún después de la caída del muro, el Padre Scheipers siguió viendo que el cristianismo es “un estorbo para la pretensión de los poderosos de dominar todos los aspectos de la vida en su propio beneficio”.
 
También fue crítico con el capitalismo: “Este totalitarismo vació las iglesias sin amenazar con la cárcel. Hay libertad de religión, pero sus medios de comunicación se encargan de que se vea mal su ejercicio”. El Padre Scheipers vivió siempre perseguido, sin embargo vivió una vida plena de felicidad y alegría: “En todo momento, mantuve una profunda confianza en Dios. Él era responsable de mi vida; no yo. Eso me daba un gran sosiego, incluso en los momentos más difíciles. Sin fe, mi vida hubiera estado llena de amargura y resentimiento”, afirmaba.