Corrían los años 1936 al 1939. Los años más dramáticos de la historia de España del siglo pasado. Una guerra fratricida que provocó más de un millón de muertos. Muchos españoles escogieron bando, otros simplemente “les tocó” uno de ellos. Sea como fuere, a Victoriano Gondra Muruaga, sacerdote pasionista en el País Vasco, la Providencia lo colocó en el bando republicano, una amalgama de leales al gobierno, de comunistas, anarquistas, socialistas… todos ellos claramente anticlericales, y a los que se sumaron los gudaris, unos soldados del País Vasco, en gran medida nacionalistas y católicos. En definitiva, un sacerdote en el lado republicano, el mismo bando que en otros lugares de España se dedicaba a matar curas, violar monjas y quemar conventos.

Victoriano, cuando ingresó a la congregación de los pasionistas, tomó el nombre de Francisco de la Pasión. Su familia era la clásica familia vasca de modestos agricultores a la vez que fervientes católicos. Sus estudios primarios los hizo en la escuela de su pueblo, Arrieta, Vizcaya.



En su vocación influyó su familia pero también las misiones populares predicadas por los propios padres pasionistas en los pueblos vascos. Y así, cuando tenía apenas 12 años entró en el seminario menor de Gabiria, Guipúzcoa, y después en su seminario mayor. La ordenación sacerdotal tuvo lugar el 22 de septiembre de 1935.

Cuando estalló la guerra civil, los gudaris lo convocaron a filas. Eran nacionalistas, pero herederos de las raíces cristianas vascas que en el siglo anterior ya habían cuajado en el Carlismo (en la foto inferior unos gudaris asisten a una misa de campaña). Allí el Padre Francisco comenzó a llamarse Aita Patxi, por su traducción al vasco.



En realidad, su campo pastoral era mucho más amplio que el de los gudaris. Fue capellán del batallón Rebelión de la Sal y recorría los frentes en los que las tropas leales a la República combatían a los sublevados. Compartía trinchera con los socialistas y los comunistas de los batallones Rosa Luxemburgo o Amuátegui.

Una vez hecho prisionero, fue confinado en el convento de Carmelitas en Vitoria, después a un campo de prisioneros en San Pedro de Cardeña (imagen más abajo), Burgos, y finalmente a Madrid, en donde fue condenado a realizar trabajos forzados.

El testimonio del santo de los campos de concentración nazis tuvo un precedente en el Aita Patxi. Lo explica el propio monseñor Ricardo Blázquez, con quien se impulsó la causa de canonización: “Antes de que fuera universalmente conocido y admirado el gesto del padre Maximiliano Kolbe, que se ofreció a morir, y efectivamente murió, por un judío padre de familia en Auschwitz, Aita Patxi se ofreció en el campo de prisioneros de San Pedro de Cardeña (Burgos) a morir por un soldado procedente de Asturias que era comunista. Inicialmente le fue aceptado el canje, con sorpresa inmensa de los jefes; cuando después de rezar unos momentos, apareció en su rostro un gozo transfigurado, sintió profundamente que a aquel asturiano con dos hijos pequeños no se le hubiera perdonado la vida a cambio de la suya propia”.



Lo que realmente sucedió es que finalmente no le aceptaron el canje. Tras ver los oficiales el arrobamiento con que estaba dispuesto a aceptar el martirio, dieron marcha atrás: “Se colocó frente a los soldados que estaban preparados para cumplir la sentencia –explica quien fue el jefe del pelotón-. Di al piquete orden de estar listos para disparar. Al padre Francisco se le veía feliz y sonriente por morir en lugar del condenado”. Y continúa: “Yo no pude contener la emoción y le dije ´padre, ¡retírese!”. No fue la única vez, Aita Patxi volvió a ofrecerse para ser ejecutado por un compañero cuando cavaba trincheras en la Casa de Campo, tras la caída de Madrid. Esa vez tampoco lo logró.

Aita Patxi fue de campo en campo rechazando cualquier tipo de beneficio. Le corresponderían algunos por ser religioso y, a la vez, por poseer el rango de capitán. Beneficios que podrían ahorrarle los trabajos forzados, por ejemplo. Sin embargo, el aita Patxi, apóstol al estilo vasco cuando se lo propone, pidió como único beneficio que se le concediera seguir celebrando la Eucaristía todos los días. El rosario no se lo podían prohibir.

Los testigos que conocieron su trabajo con los presos, siendo uno más entre ellos, cuentan como en alguna ocasión tanto los agnóstico como los ateos le decían que "Padre, si los curas fueran como usted, me haría creyente". Aita Patxi aprovechaba para acercarles a la fe sin distinguir a anarquistas, comunistas o socialistas, los mismos en otros lugares de España le habrían matado si hubieran tenido oportunidad.

Acabada la guerra volvió al País Vasco. Allí comenzó una doble labor, por un lado vicemaestro de novicios en una comunidad pasionista, y paralelamente comienza un apostolado itinerante por los pueblos y caseríos vascos. Recorrió aquella zona haciendo autoestop y más de un camionero recuerda haberle llevado y animado a rezar el rosario por el camino.



Unos años después, en 1954, fue destinado al Santuario de san Felicísimo, y se le encargó la acogida a los peregrinos que acudían allí regularmente. Sin embargo, continuó su dedicación por los más pobres, acudiendo a los lugares en donde menos podía llegar el clero en aquellos momentos, y dedicando largas horas a atender enfermos en hospitales, ancianos abandonados, etc.

Veinte años después, a causa de una leucemia fallecía en Basurto, Vizcaya. Sus restos se encuentran actualmente en el mismo santuario de san Felicísimo al que dedicó algunos de los mejores años de su vida.

La fama de santidad le siguió en vida y aún después de muerto. Tal es así que en 1990 se concluyó la causa diocesana de canonización, y el Papa Benedicto XVI autorizó, el 15 de marzo de 2008, la promulgación del Decreto de Virtudes Heroicas del Siervo de Dios Aita Patxi, declarándolo Venerable.