Andrés Giménez será pronto sacerdote donde será un servidor más de la Iglesia pese a que su camino pudo haber sido muy diferente. Su carrera empezaba a despuntar en el fútbol, vida a la que podría haberse dedicado si no hubiera decidido decir sí a Dios dejando así atrás la primera división en su Paraguay natal y por tanto la posibilidad de tener fama y dinero.

Actualmente, como miembro del Camino Neocatecuemenal está terminando su formación sacerdotal en la diócesis suiza de Friburgo. “En el fondo no quiero 'hacerme sacerdote', pero si respondo 'sí' a esta llamada es porque sé que no estoy solo... Porque mi vocación no me pertenece sólo a mí. La lleva la Iglesia y la sostiene la comunidad”, explica Giménez en Cath.ch.

Nació en 1992 en el seno de una familia que acabó desintegrándose, lo que generó en él una profunda herida. “Nuestra familia estaba muy unida. Vivíamos juntos en el campo, teníamos todo a mano: un campo de fútbol en casa, venían amigos a nuestra casa a jugar, etc. Incluso aprendí a montar a caballo antes de saber montar en bicicleta. Pero por historias un tanto confusas, mis padres se separaron. Mis hermanas se fueron con mi madre. Mis hermanos y yo fuimos criados por mis abuelos maternos. Y nuestra familia estaba completamente destrozada”, recuerda el seminarista.

Cuando tenía 10 años, Andrés y sus hermanos se mudaron a Asunción, la capital de Paraguay. “Me encontré solo. Sin la familia, recibí el apoyo de mis amigos. Me hicieron descubrir las cosas de la vida. Aunque mis abuelos siempre me criaron bien, con valores y principios, mis amigos llenaron este vacío familiar", añade. Pero la muerte de su abuelo fue otro mazazo, pues era una figura fundamental en su vida.

A los 16 años volvió a la Iglesia, pero con el único objetivo práctico de recibir la Confirmación por si en un futuro decidía casarse. Sin embargo, el vacío que sentía era profundo: “¿Por qué vivir de cierta manera, si al final uno muere? Realmente no le encontraba sentido a mi vida”.

Un hecho importante ocurrió cuando participaba en un torneo de fútbol en el barrio. Tuvo que ponerse de portero y mostró unas cualidades especiales para este puesto, lo que no pasó desapercibido para los ojeadores que estaban allí presentes. Le contactaron y le invitaron para una gira para América y Europa, pero para ello necesitaba el permiso de su padre, a quien no veía desde hacía once años. Y no logró dar con él.

El seminarista Andrés Giménez en una misión popular por las calles de Suiza / Foto: Seminario Redemptoris Mater de Friburgo.

“Para una vez en mi vida que necesité a mi padre, él no estaba. Me hizo 'matar a mi padre en mi corazón', negarlo. Si un día me convirtiera en alguien y él me necesitara, yo tampoco estaría allí”, pensaba entonces.

Andrés fue entonces seleccionado en un club del más alto nivel. “Aterricé de la noche a la mañana en un club primera división. Descubrí este mundo que me parecía maravilloso y que se había convertido en mi razón de vivir. Como jugador, viendo a la afición, me di cuenta de que era capaz de dar alegrías a los demás. Eso es lo que me impresionó del fútbol", relata Giménez.

Pero cuando su entrenador le informó de la oportunidad de evolucionar e incluso de que podría llegar a jugar en la selección nacional, volvió a surgir en su interior un cuestionamiento existencial motivado también por el estado de salud de su madre. Al mismo tiempo, veía que su hermano Sandro, que asistía a un grupo de jóvenes en la Iglesia, parecía más feliz que él.

Ante esta situación decidió unirse también él a este grupo. Casi por casualidad se encontró en el Camino Neocatecumenal. “Escuché las catequesis. Algo me dijo, pero no entendí. Porque todo lo que me faltaba en la familia, como el amor de los padres, hacía que para mí el amor de Dios no existiera o no pudiera tocarme. Y si algunos me querían era sólo porque veían en mí a un chico guapo o a un futbolista, a alguien… Era a través de lo que hacía como compraba ese amor. Y por mi parte, yo tampoco podía amar. Sentía una incapacidad para amar al otro”, confiesa

Pero en su comunidad neocatecumenal conoció a un matrimonio que había adoptado a un niño. Cuando éste tenía problemas, sus padres adoptivos acudían a la Iglesia para pedir ayuda. "¿Cómo es posible que esta gente se dé y se sacrifique por un 'extraño', por un niño que ni siquiera es suyo?", se preguntaba Andrés. Y llegó a la conclusión de que “el amor sí debe existir”.

En este itinerario de fe fue conociendo a personas que como él estaban redescubriendo el bautismo. “Vi cómo este amor de Dios se encarnaba en personas concretas, y eso me interrogó”, añade este seminarista.

Una de las etapas de este itinerario consiste en reconocer la cruz de cada uno. “Mi cruz fue el abandono de mis padres. El hecho de haberme sentido abandonado y de tener que manejar mi vida por mi cuenta me hizo dudar de la existencia de Dios. Para mí, Dios no existía, o solo en teoría. Lo real era tener que levantarme temprano por la mañana para entrenar. Se había convertido en una razón para vivir”.

Sin embargo, todavía durante un tiempo el fútbol siguió “alimentando” y siendo un refugio para Andrés. Seguía entrenando y jugando, viendo la posibilidad de poder vivir de la pelota. Se sentía elegido.

Pero en ese momento un catequista le dijo: “Tú quieres ser futbolista, pero ¿te has hecho la pregunta de qué quiere Dios para ti? Para mí estaba claro, si Dios me dio este talento fue porque quería que fuera jugador. Y tener éxito en el campo es un testimonio cristiano… Eso pensé. Pero entendí que esto no era necesariamente lo que Dios tenía planeado para mí”.

Este pensamiento cambió por completo su vida. “Tenía grabado en mí esta frase de Dios: '¡Amad a vuestros enemigos!' Mis enemigos eran mis padres: ellos eran los que me habían abandonado. No estuvieron en los momentos más importantes de mi vida. Y Dios me estaba llamando a amarlos. Entonces mi vida comenzó a tomar otro sentido”.

Dos años después durante un encuentro vocacional sintió la llamada al sacerdocio y dio su disponibilidad. "No puedo explicar cómo. Mientras me sentaba a escuchar la catequesis, me di cuenta de que me había levantado cuando el sacerdote estaba llamando a posibles candidatos. Entonces me puse a disposición para ingresar en el seminario y me uní al grupo de discernimiento vocacional. Además del ritmo del Camino, teníamos tres encuentros al mes: una Eucaristía, un recorrido de experiencia y una Lectio Divina”.

Para Andrés, experimentar el amor de Dios era ante todo reconocer sus errores. “Si Dios dio a su Hijo por mí fue porque me amaba. ¿Por qué hacerme sacerdote si no soy capaz de amar? Para aceptar a Dios como Padre tuve que perdonar a mi padre. Así que no podía entrar al seminario sin haber obtenido el consentimiento de mi padre que yo había negado. Sin saber dónde vivía, logré encontrarlo en menos de un día. Éramos completos extraños el uno para el otro, pero poder ofrecerle mi perdón sin que se sienta juzgado me ha ayudado mucho en mi viaje”, asegura.

Por otro lado, estar junto la cama de su madre moribunda también fue un momento decisivo para este joven seminarista. “Nunca olvidaré la mirada que me dio. Por primera vez en mi vida, me sentí amado de forma gratuita. Incluso cuando su tumba se cerró, fue su mirada la que quedó impresa en mi mente. Esta mirada me hizo darme cuenta de que la vida es eterna y la muerte no es el final. Y gracias a la muerte pude experimentar la vida y ver su significado”.

Fue esta experiencia la que me hizo aceptar esta llamada. No doy mi vida por el sacerdocio en sí mismo, doy mi vida al servicio de la Iglesia para llevar esta buena noticia que he experimentado. A través de mí, mi madre encontró a Cristo y yo a través de ella. Como dice Benedicto XVI, el cristianismo no es sólo una idea, sino un encuentro. Experimentar el amor de Cristo a través de otra persona. Esto es lo que me siento llamado a hacer: dar mi vida para que el otro pueda encontrar a Cristo”, incide Andrés Giménez.