Son las once de la mañana y cinco sacerdotes están concelebrando misa: el padre Georges Charreyre, de 90 años, acerca el pan y el vino al altar apoyándose sobre él para no desequilibrarse; le acompañan con el gesto sus compañeros, ninguno menor de 85, uno de ellos, desde una silla donde le obliga a estar la edad.

Es la capilla de la residencia que tienen las Hermanitas de los Pobres en el centro de París, una ciudad donde atienden en distintas instituciones a ciento veinte ancianos sacerdotes ya retirados que siguen planteándose preguntas muy duras: si son "sacerdos in aeternum [sacerdotes para la eternidad]" (Hebr 7, 17, cfr Sal 110, 4), como se les recuerda en su ordenación, ¿cuál es su lugar cuando se jubilan, en principio a los 75 años? ¿Para qué sirven?

El diario católico La Croix, propiedad de la conferencia episcopal francesa, se lo ha preguntado en un reportaje publicado esta semana. Y a tenor de las respuestas, un cura sólo es jubilado malgré lui [a su pesar]. Aún tienen mucho que decir.

Como el padre Gustave Martelet, jesuita que sus 96 años no para: "¡Jamás he trabajado tanto!", afirma. Sólo hace dos años que está en la residencia, forzado por la edad, tras pasar sus años de supuesto retiro dando conferencias. Pero no ha renunciado a nada: "Le doy gracias al genio de estas mujeres", dice en referencia a las religiosas, "que hacen de todo para ayudarme a continuar mis trabajos de escritura: tengo mi biblioteca, ni ayudante de redacción, y soy libre para salir... ¡y salgo a menudo!". A su edad, no deja de publicar artículos y libros.

El padre Robert, sacerdote de la diócesis de Nanterre, es un caso similar: "En esta vida uno sólo se detiene cuando muere", asegura. Tiene 91 años y una vez se jubiló, a los 75, no dejó de dedicarse a preparar bautismos y matrimonios, a dar catecismo a grupos de scouts y a ejercer de capellán y dar retiros a distintos movimientos cristianos.

No se trata sólo de ayudar al clero activo, en un momento de falta de sacerdotes que hace la vida de los clérigos realmente saturada y dura. Es también una cuestión de vocación: "Nuestro deseo es servir a Dios y a los hombres hasta el último suspiro. Ahora bien, llega un momento en el que ya no podemos vivir nuestro ministerio de la misma forma", puntualiza el padre Charreyre, quien cita un problema específico en que, por ejemplo, oigan mal y eso perjudique las confesiones.

Y -apostilla el padre Daniel Latu- "algunos sacerdotes no se dan cuenta de que van a convertirse en una carga para sus parroquias si la fuerza de la costumbre, el aprecio que se les tributa o sus abundantes compromisos les crean un engañoso sentimiento de seguridad". Aunque él mismo confiesa que, a sus 76 años, le acaba de pedir a su obispo una misión para los próximos cuatro años. De ahí que sea duro decidir retirarse a una residencia, y suelen dar el paso cuando experimentan algún lapso de memoria que, por ejemplo, arruina una homilía.


El problema de las residencias es la soledad. Los sacerdotes que están en ellas con más achaques saben que pueden seguir siendo útiles con la oración, pero son gentes acostumbradas a tratar continuamente con los demás, y eso se echa de menos. "Para mí, lo esencial ha sido siempre no romper los lazos con la gente", dice el padre Robert.

No es el caso del padre Anselme Saglio, de origen italiano. A sus 92 años, y cuando ya necesita un asistente social en su apartamento, asume su situación:
"Me siento solo. Mi ministerio entre los inmigrantes de los campos de remolacha me apartó del circuito parroquial, y conozco poco mundo".

Por eso el padre Latu hace un llamado: "Los cristianos deben cuidar a sus sacerdotes. Hay que visitarles, darles la ocasión de rezar, de decir misa, de proponerles el sacramento de los enfermos, lo que volverá a dar sentido a su vida de sacerdotes, a su identidad, incluso a los más dependientes. Aunque siempre queda la oración, hay que nutrirla en el contacto con los demás".

En resumen, ir a verles y pedirles cosas: consejos, sacramentos, oración. Nunca dirán que no.