Se llama Doreena Paz, tiene 34 años, y hoy es una mujer muy distinta a la de hace 20 años. Cuenta en exclusiva para Religión en Libertad su inicio en el mundo lésbico con tan sólo 15 años y todo lo que ha vivido en el llamado mundo gay.

Hoy, después de realizar una terapia reparativa para sanar sus heridas emocionales, está a punto de casarse con un hombre. Éste es su impresionante testimonio:

«Mis recuerdos lésbicos comienzan ya a los 5 años. Recuerdo que me gustaba una vecinita de mi misma edad en aquel entonces y también me gustaban algunas nenas de mi barrio. La situación se extendió también para mis compañeras de escuela, con las maestras de turno.

»Fui criada la mayor parte de mi infancia en un colegio católico. Y si bien en mi hogar había problemas matrimoniales de mis padres, eso no me creaba conflictos con Dios.

»Fue al llegar a los 11 años cuando descubrí que me gustaban las mujeres. Pero lo confirmé recién al llegar a los 14 años. Tuve una crisis religiosa y de identidad bastante importante. Mis pensamientos iban y venían tratando de entender cómo era posible que yo naciera así, puesto que mis recuerdos de lesbiana eran de una edad muy tierna.

»No lograba resolver el conflicto. Para colmo, mis padres peleaban con una violencia sostenida casi todos los días. Pasaba mis días encerrada en mi habitación pensando en lo que me pasaba, de que si sólo a mi me pasaba lo que sentía, cuestionando a Dios hasta extenuarme. Mis notas se estampillaron. Era visible que padecía una depresión cósmica. Me acuerdo que se llamó a mis padres y les hablaron. Pero nadie tenía idea de lo que me pasaba. Le había insinuado algo a mi madre a los 12 años, pero ella pensó que se trataba de algo pasajero. Yo sufrí por meses en silencio, recluida en mi cuarto.

»Hasta que me llevaron al psicólogo, por supuesto. Y el psicólogo, siguiendo la línea de todos los métodos psicológicos actuales, me dijo que lo que yo tenía era una "variedad sexual”, que era como una lámpara al revés, que seguía iluminando (no comprendo por qué mi sentido común no me dijo que ese ejemplo no era aplicable a todos los objetos: por decir, una olla al revés no sirve para olla). Y yo le creí. Y me sentí libre.
Después de eso pasé mi tiempo debatiéndome qué debía hacer. Me había enamorado de una compañera de la escuela. Y ella no iba a acceder a mí. Además, no tenía idea de cómo hacerlo.

»Cumplí 15 años. Y a mí se me hacía que ya era demasiado tiempo sin probar “el amor”. Además, podía sentir que mi personalidad se configuraba al carácter masculino: la audacia, la arrogancia, la palabra fácil, la temeridad, el pensar sólo en sexo...

»Claro que nadie podía decirme que era sólo un tierno pollito, tan vulnerable como cualquier niña de 15 años. Y que además era bastante ingenua e inocente.

»Les mentía a mis padres acerca de mis salidas. Y dado mis rasgos físicos y robustez, fue fácil que pudiera entrar en antros gays-lésbicos. En aquella época se los mezclaba a todos en la misma bolsa, no como ahora que van separados.

»Yo ni siquiera había ido a una disco “normal”. No tenía idea de cómo eran. Y nunca había sido de andar mucho fuera de casa. Así que ir a esos lugares fue como lanzarme al vacio sin alas

»Era notorio cómo yo podía ir tranquilamente a esos lugares sin que ni siquiera me pidieran el documento. Es más, al hacer las averiguaciones para dar con alguna disco alternativa, no tuve ningún problema. Me facilitaron el dato con un par de preguntas a personas concretas.

»Así fue como conocí a Martina. Ella tenía 30 años. Y yo 15, con todo lo que eso significa. Antes de eso había bailado con otras, pero no me atreví a nada más. Me sentía como un pez pequeño en medio de tiburones. Intuía cosas malas. Pero Martina parecía ser buena. De hecho, ella misma me advirtió que tuviera cuidado de otras, que sólo querían fiesta…

»La situación en mi casa se tornó insostenible. Y yo, a mis 15 años, cargaba con una ingenuidad cercana a la estupidez; agarré mis cosas y me fui sin más, a vivir con Martina.

»Pero Martina no era tan buena como yo creía. Tenía un verdadero problema con el alcoholismo. Además tenía un amigo entrometido que no me caía bien para nada. Además Martina era celosísima. Con esos celos que te golpean y lastiman.

»Yo pensaba que así era el amor entre mujeres. Es lo que me decía Martina. Pero mi relación con ella bordeó el sadomasoquismo. Y yo me fui distanciando más.
Caminaba por las calles pidiendo ayuda a Dios. No tenía quien más me ayudase. No sabía ni siquiera si me iba a ayudar. Me sentía muy por debajo de ser tan siquiera una criatura de Dios. Pero también en aquella época creía que Dios perdonaba cualquier cosa y que al fin y al cabo amar no podía ser pecado, aunque fuera amar a otra mujer. Yo sólo sabía que no tenía a quién más pedirle ayuda. Yo estaba aterrorizada. Todos los días vivía sin saber si viviría al otro dia. Me alimentaba de miedo y lágrimas. Era una tortura en todos los ámbitos: física, emocional, espiritual…

»De pronto, a los 17 años, me sentía envejecida, sin ganas de vivir, enamorada pero con intensas ganas de separarme. Estaba cansada de tener marcas de golpes, de ocultarlos cuando iba a visitar a mis padres. También crecía en mí una rabia intensa por todo lo que me pasaba.

»Dos años y medio habían pasado y un día tuvimos una pelea bastante fuerte. Nos fuimos a las manos y luego ya fue con cuchillos el asunto. En un momento dado logré abatirla y en el ínterin escapé. Nunca volví a verla. Me fui con lo que llevaba encima.

»Volví con mis padres por un tiempo. Ya estaba emancipadísima para entonces. Luego nos mudamos a otra ciudad. Ya en aquel tiempo yo estaba bien rebelde con Dios, por todo lo que me había pasado, a pesar de que había logrado salir ilesa. Me prometí ser cínica con las mujeres y que mi vida sería sólo sexo.

»Muy pronto me descarrilé en gran desenfreno, saltando de mujer en mujer. Entre el alcohol y las drogas. Además me gustaba el “ambiente gay-lésbico”. Me habitué a los shows que se realizaban, de travestis y transformistas, del sexo casual en el mismo local bailable, de ese grupo de gente que te metía otra cultura en la cabeza: “Algún día habrá casamientos entre hombres y entre mujeres”; “Ya sentirán los heteros lo que es sentirse discriminados”; "¿Y por qué no podemos tener un hijo, con lo avanzada que está la ciencia, o cobrar una pensión o tener asignaciones familiares? ¿Es que ellos –los heterosexuales- se creen más que nosotros?”; “Hoy se burlan de nosotros. Mañana nos burlaremos de sus hijos”.

»“¿Por qué tenemos que estar sufriendo en nuestra adolescencia como si fuéramos una degeneración de la naturaleza?; ¿Por qué no hay psicólogos para nosotros que nos asesoren y nos alienten en lugar de que alcancemos un grado de depresión tal que nos queramos suicidar por el sólo hecho de ser gay?; ¿Por qué no salimos del armario ya en la misma escuela y poder ser libres sin sentirnos discriminados ni que nos golpeen por el hecho de ser gays?”.

»Y así, con todo lo que nos decían, veíamos a una pareja normal caminando con sus hijos por la calle y era rabia y envidia pura lo que se sentía. Algunos, a la salida de la disco, al ver alguna pareja de enamorados normales se exhibían aún más en modales, tirando besos y provocando; sobre todo al varón.

»Y así, sin bombo ni platillos, sin libros y sin protestas, te llenaban el corazón de una revolución con los colores del arcoiris; música electrónica y festivales rave.

»A pesar de todo esto, no corrí tras ninguna manifestación, ni participé de ninguna marcha. Me gustaba ser solitaria. No tenía muchos amigos tampoco. Y por cada vez que salía sólo para arrancar a la noche algún cuerpo sediento, volvía a mi casa con el corazón vacio. En ese tiempo me dio por empezar a vestirme de negro.

»Yo vivía sola para entonces (aunque hubo un tiempo que viví con una amiga, casi una hermana para mí). Y de camino a mi casa pasaba por una iglesia antigua. A veces me sentaba en el umbral, delante de las rejas…con más preguntas en mi corazón… que mi alma no se atrevía a formular. ¿Por qué no era feliz? ¿Por qué sentía que todo estaba mal si me decían que todo iba a cambiar, que seríamos libres al fin? Me sentía profundamente sola. Tenía 19 años.

»Entonces conocí a Erika. Y Erika tenía una niña llamada Julieta. A mí me resultó como raro, diferente, conocerlas. Fue, no sé, encontrar la calidez de un hogar luego de tanto frío y cinismo. Pronto nos pusimos de novias y a los meses celebramos una pequeña boda entre amigos. Tras sendos anillos y promesas mutuas, nos fuimos a vivir juntas, las tres.

»Todo fue de maravilla los primeros 12 meses. Pero comenzó a suceder algo. Yo, además de nuestros amigos en común, homosexuales también, no era nada para el resto de sus amigos y conocidos normales. A través de los niños supe que para algunas mamás de las compañeritas de escuela de Julieta, que a la sazón tenía 8 años, era la sirvienta de la casa, en el mejor de los caso, la niñera cama adentro. Eso me fastidió bastante. Yo necesitaba que se me reconociera abiertamente, en sociedad... Lo peor es que Erika se tomó al pie de la letra el mote y pronto me vi siendo una ama de casa completa, niñera incluida. Pero yo amaba muchísimo a la niña. Pero sentía en mí la necesidad de ser madre. Y no sabía cómo resolver ese asunto sin serle infiel a mi pareja. Y no entendía mucho eso de la fertilización asistida.
»Yo sentía que en mi relación con Erika comenzaba a haber grietas. Ella tenía 30 años y una niña de soltera. Y yo tenía 20 años y ni siquiera sabía qué iba a ser de mi futuro. Quería continuar estudiando. Mi vida no tenía que ser sólo lesbiana y de tener que oír hablar de revolucionar el mundo, de tener que escuchar siempre la misma conversación, casi cíclica, sobre cosas inmanentes, de chismerío barato y pellejería de farándula. Mi intelecto me pedía a gritos un cambio de tema. Y mi alma, ni hablar.

»Para el año siguiente decidí cortar la relación. Para ser sirvienta y niñera, mejor que me pagaran. Pero no podía irme. Me faltaba un año para terminar algunos cursos que había hecho. Y no tenía a dónde ir. Fue un tormento vivir bajo el mismo techo, sentir todo el desamor de quien fue mi pareja. No podía creer que el amor fuera tan trivial en el mundo homosexual. Sentía una desilusión enorme. Podía sentir que todo lo que yo pensaba se destruía a mí alrededor, llenándome de terribles preguntas.

»Julieta no conocía a su papá. Y yo, que además no interpretaba un papel muy masculino que digamos en la relación, no llegaba ni cerca a serlo. Pero cuando no estaba su madre, cada tanto le agarraba una tristeza enorme, que sólo yo sabía: ella extrañaba terriblemente a su padre. A un padre que no conocía. Y una tarde, esa tristeza fue tanta, que su cuerpito se convulsionaba de pena, sollozaba como para partir mil corazones, llamando a su padre. Y se durmió así en mis brazos.

»Entonces, una frase se apoderó de mi cabeza, como si un elefante enorme entrara a una habitación, aplastándome contra las paredes: ESTO ESTÁ MAL. Los niños necesitan un papá y una mamá. Y esto es así, le guste a quien le guste. TODO ESTÁ MAL. La homosexualidad está mal.

»Ya me quedaban un par de meses para terminar los cursos. Con Erika comencé a discutir muchísimo. Y al final terminó echándome de su casa. Tuvimos un conflicto de bienes. Fue una separación muy problemática, que tardó en resolverse. Y yo la lloré por 5 largos años, a pesar de ser yo misma la que había cortado la relación.

»Volví a cambiarme de ciudad. Me fui a un pueblo tranquilo. Mis padres ya vivían allí hace muchos años. Me sentía cansada de la vida. Todo me parecía vano, sin sentido. Sentí que había perdido mis años en algo que evidentemente no podía terminar bien. Me refugié en el hogar de mis padres, esperando encontrar el sosiego que necesitaba. Pero también tiraba con fuerza en mí la necesidad sexual. Aún amaba a Erika, pero no podía deshacerme de la necesidad sexual… Y volví a ir a una disco gay. Pero ya no era igual. Algo había muerto en mí. Y sentí que ya no debía volver a frecuentar ese ambiente.

»Comencé a leer la Biblia (mi madre tenía una). La leí y repasé varias veces. Y sentía que ahí había algo... en las palabras que leía, mi alma quedaba saciada. Vi orden en todo lo que se decía, nada era al azar. Todo estaba bajo la Divina Providencia. Y me pareció perfecto.
Comencé entonces a ir a la Iglesia. Me confesé y de ahí en más fui todos los domingos a Misa y participaba de las actividades parroquiales. La gracia actuaba sobre mí. Ingresé en la universidad y comencé una carrera.

»Pero cometí un error. Continué mi relación, en amistad, con Erika, epistolarmente. Y un día fui a visitarla. Y caí en los brazos de la lujuria.

»Para entonces tenía 25 años. Y para mí fue un golpe muy bajo. Sentí que no había remedio para mi lesbianismo. Tiré todo por la borda. Apostaté alevosamente. Volví a descarriarme terriblemente, en un desenfreno peor que el anterior. Ya no involucraba sólo a mujeres, sino hombres también. Crucé límites que nunca soñé. Mi alma se volvió una gran sombra oscura, junto con mi indumentaria.

»Entonces pasó algo terrible. Me traicionaron. Abusaron de mí. Esa noche sentí que había muerto. Tardé mucho tiempo en sobreponerme. Al final del año, mi alma era una sola lágrima. Definitivamente no podía volver. Ese mundo no era para mí. Me sentía devastada. También sabía que el fantasma lésbico estaba muy vivo en mí. ¿Cómo podría hacer frente a eso?

»Supongo que recibí una gracia especial, que me hizo tener una enorme fe en Dios, de que yo podría cambiar. Le pedí a Dios que me curara, que me ayudara a ser una mujer de verdad. Que si Él hizo el Universo, ¿por qué no podía volver a hacerme de nuevo? Tomé una decisión y me determiné a cambiar.

»Me alejé de todos, corté todo tipo de contacto con el ambiente homosexual. Me dediqué al estudio de la vida de los santos, de la doctrina y la teología. Continúe mi carrera como pude, hasta que, por razones de salud, tuve que abandonarla.

»Dos años más tarde, poco más, me metí dentro de un grupo de terapia reparativa para sanar la homosexualidad.

»Fui dando pequeños pasos, lentos, pero seguros... A los 30 años logré ponerme de novia por primera vez con un hombre, Horacio. Las cosas, desgraciadamente no funcionaron y al cabo de año y medio tuvimos que cortar. Luego conocí a otro muchacho, Demián, que vivía en una ciudad distante. Ese noviazgo fue corto. Él resolvió que no congeniábamos. Y me rompió el corazón.
Hasta tuve una crisis de fe por eso. Y estuve casi dos años muy triste. Continué rezando dolorosamente, a pesar de que no veía que las cosas mejoraran... Ese dolor sirvió para que se alejara de mí una enorme proporción del lesbianismo, quedando en mí residuos del vicio. Ya no tengo ningún interés de tener una relación lésbica ni afectiva ni mucho menos sexual con una mujer.

»Actualmente mi salud ya no es lo que era. Estoy mucho más calmada y sosegada. Ya no me siento vacía. Me siento en paz con Dios. Estoy de novia con alguien que me quiere mucho y, si Dios quiere, pensamos casarnos. Sé que perdí muchos años de mi vida, pero aún no es tarde… Dios va delante… Siempre adelante, nunca perdiendo la esperanza...».