En la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912 se hundió el Titanic y nació la leyenda, que cumple este sábado su primer centenario. Llega la fecha acompañada por la versión 3D de la película de James Cameron, donde en varias escenas se aprecia la labor espiritual de un cura cuando el barco comienza a hundirse de proa y ya sólo queda dar ánimos a los supervivientes y rezar con ellos esperando el final inevitable.

No se trata de un recurso cinematográfico del director o el guionista. En el barco hubo tres sacerdotes católicos, de diferentes países, que no se conocían entre sí, que estaban en el trasatlántico por razones muy distintas, pero que todos hicieron honor a sus órdenes sagradas observando un comportamiento heroico, como recuerda un reciente artículo de Our Sunday Visitor.


Jouzas Montvila, de 27 años, lituano, se subió a bordo en Southampton con un billete de segunda clase. Se dirigía a Estados Unidos para atender la pujante comunidad de compatriotas en Norteamérica. Había sido expulsado de Lituania por los rusos, que la dominaban, al descubrirse su apostolado entre los ucranianos católicos.

El benedictino Benedikt Peruschitz, de 41 años, alemán, también viajaba en segunda. Su destino era la Abadía de San Juan en Collegeville, Minnessotta, donde se incorporaría como profesor. Según testigos, pasó sus últimos momentos de vida guiando el Rosario a un grupo de viajeros, a pesar de que otros, quizá todavía incrédulos de lo que iba a pasar, se reían de ellos.

Thomas Roussel Davids Byles, de 42 años, provenía de una familia aristocrática, y era hijo de un ministro congregacionalista. Se hizo anglicano mientras estudiaba en Oxford, en 1894 se convirtió al catolicismo y en 1902 fue ordenado sacerdote. Como sus otros dos compañeros, subió al Titanic en Southampton y viajaba en segunda clase. Le esperaban en Nueva York para casar a su hermano. Celebró misa dos veces el día del hundimiento, una para los pasajeros de segunda y otra para los de tercera. A estos últimos, inmigrantes de numerosos países, les predicó en inglés y francés, y en su misma misa lo hizo el padre Peruschitz en alemán y húngaro. Cuando se supo que el buque había chocado con un iceberg, dejó su segunda clase y se bajó a tercera, donde escuchó algunas confesiones antes de ser todos evacuados a cubierta.

Los testigos que sobrevivieron a la tragedia recordaron luego que a los tres sacerdotes, que estaban animando y rezando con los pasajeros en distintas cubiertas del barco, se les ofreció un puesto en los botes salvavidas, y los tres rehusaron. Se hundieron con el Titanic, y los cuerpos jamás fueron rescatados.


Se da la circunstancia de que la última foto que se le hizo al capitán Edward John Smith la sacó un seminarista de la Compañía de Jesús, que descendió del Titanic en Queenstown, Irlanda, última escala antes de partir hacia América. 

El jesuita Frank Browne (18801960) tenía entonces 32 años. Su tío, Robert Browne, obispo de Cloyne (Irlanda), le había regalado ese pequeño viaje en primera, así que fotografió la parte más célebre y lujosa del Titanic, aunque también los camarotes y bodegas de tercera.

El joven Browne vivió una vida intensa. Su vinculación familiar eclesiástica le permitió conocer al Papa San Pío X en audiencia privada, y antes había compartido aula con el escritor James Joyce, quien le incluyó entre los personajes de su obra Finnegans Wake.

Como cuenta Sarah McDonald para CNS, estando a bordo un matrimonio norteamericano amigo suyo le ofreció pagarle el viaje hasta Nueva York para completar la travesía. Browne mandó un telegrama a su superior, el provincial de Dublín, para pedirle permiso, pero éste fue tajante en su respuesta: "Baje de ese barco".

Así que le salvó la vida. Y durante la Primera Guerra Mundial se convertiría en un condencorado capellán del ejército británico, además de un consumado fotógrafo. Publicó un libro con sus fotos del Titanic. Y en 1985, un cuarto de siglo después de su muerte, se encontró por casualidad en la casa general de los jesuitas en la capital irlandesa un archivo con 42.000 instantáneas que había ido tomando a lo largo de su vida.

Tal vez, de no haber mediado la debida obediencia religiosa, entre ellas figuraría una estampa real del barco fantasmagóricamente inclinado en la vertical, antes de convertirse en mito.