Acostumbrados como estamos a las noticias de cristianos perseguidos en los rincones más alejados de nuestro planeta, cuesta creer que también en Italia, en el siglo que hemos dejado atrás, se podía morir por la fe en una plaza pública. He aquí porqué ha terminado en el olvido la historia de Angelo Minotti, que sale ahora a la luz gracias a un pequeño libro, Martirio en el Santuario, de Roberto Marchesini, con prólogo de Marco Invernizzi.

Nacido en Rho en 1890, Santino Ángelo Minotti, de profesión colchonero, fue llamado a las armas al estallar la Primera Guerra Mundial. Hecho prisionero por el ejército austriaco en 1916, fue enviado al campo de concentración de Mathausen, en Austria. Y ya allí demostró una fe tenaz y clara, como manifiestan las cartas que escribió a la madre, a la hermana y al párroco Giulio Rusconi. Vuelto a casa después de treinta meses de prisión y ocho años de servicio militar, volvió a comprometerse en la Unión de Jóvenes Católicos de Rho y en el servicio de catequista en el Oratorio de San Luis. Pero su actividad tenía los días contados.

El 13 de junio de 1920, domingo del Corpus, los fieles de Rho se encontraban en la explanada del Santuario de la Bienaventurada Virgen Dolorosa. Un grupo de socialistas llegados desde Milán irrumpieron con insultos y maldiciones, quemando el estandarte del pueblo. Aquellos que intentaron reaccionar, fueron hechos presos a palos. Un religioso oblato, el padre Rebuzzini, resultó gravemente herido por un golpe de palo en la cabeza. Se marcharon dando tiros de revólver. Uno impactó a Natale Schieppati, pero el reloj de bolsillo desvió el golpe y consiguió salvarse. El otro alcanzó de lleno a Angelo Minotti, el cual murió después de media hora de agonía.

El clamor fue enorme en la ciudad. El día después una muchedumbre inmensa tomó parte en el funeral. Y Minotti, dicen los pocos testimonios, fue enterrado en tierra común, porque era un hombre pobre. Las crónicas de los periodistas fueron burlonas. El diario socialista L’ Avanti y aquel anarquista L’ Umanità Nuova acusaron a los católicos de haber agredido con las armas la manifestación socialista. No se hizo ninguna investigación sobre el homicidio. ¿Por qué tanta intolerancia y por qué fue elegido como objetivo el propio Minotti, a quien todos consideraban como un joven “piadoso y trabajador, incapaz de hacer el mal”? El libro reabre el caso reconstruyendo el contexto enfocado desde aquellos años, sin lo cual el hecho resultaría ciertamente incomprensible.

Al final de la Primera Guerra Mundial se había abierto uno de los periodos más difíciles para Italia, que ha pasado a la historia como Bienio Rojo (19191921). La desastrosa situación económica posterior al conflicto había provocado graves desórdenes sociales con huelgas y ocupaciones de las tierras, y reinaba un clima de fuertes contraposiciones identitarias entre liberales, fascistas, socialistas y católicos. En particular, estaba difundida entre los socialistas la convicción de que ahora sería replicable la Revolución Rusa. Se encendieron así los ánimos de los rojos contra los católicos: eran frecuentes los asaltos a las iglesias y numerosos intentos de incendios de los círculos y de las sedes de las asociaciones, sobre todo en la diócesis de Milán.

Los creyentes vivían en el terror de manifestar públicamente su propia fe. Ya, sin embargo, en 1906 el cardenal Ferrari había dado vida a la Unión de Jóvenes Católicos milaneses, de la cual también formaba parte Minotti. Este grupo de jóvenes, al cual el cardenal pidió poner freno a la violencia, fue el primer núcleo de la Vanguardia Católica, una asociación singular de católicos con “la espada detrás del armario”, según la definición del cardenal Montini (después Pablo VI), una realidad que el libro de Marchesini tiene el mérito de desempolvar.

Contra todo pacifismo ideológico moderno, este grupo admitía también el uso de la fuerza para defender la propia fe. Se convertía uno en “vanguardista” en base a una intensa vida espiritual y también a un cierto vigor físico. Su cometido principal era la defensa física de las celebraciones religiosas, de las procesiones y de las instituciones católicas, siempre con el ojo puesto en la formación cultural y espiritual de los candidatos. “¡O Cristo, o muerte!” era su público lema. Con los años la Vanguardia se difundirá también fuera de Milán, llegando a contar 70 grupos y cerca de 1500 inscritos. Y su compromiso se distinguirá después contra las escuadras fascistas, en el ámbito de formaciones partidistas católicas o al lado de los Comités Cívicos de Gedda en las elecciones de 1948 para conseguir que venciera la Democracia Cristiana al Frente Popular (Pci y Psi). La última aparición pública de la Vanguardia fue en 1957.

El testimonio de su generoso compromiso, no solamente el estímulo del Papa Pío XII en una audiencia en 1948. Sino, sobre todo, Montini que también en 1955 les instaba: “Querríamos que vosotros dieseis todavía el ejemplo de una declaración de valentía, de coherencia cristiana, de fuerza o de victoria sobre las inhibiciones internas, sobre la cobardía, sobre el respeto humano, a tantos jóvenes de hoy, cansados y dubitativos. Es una buena cosa, por tanto, que vosotros seáis la sal de esta juventud; que hagáis ver el valor con el cual se necesita combatir las batallas de Cristo; cómo la Iglesia tiene necesidad de tener hijos que se le entreguen completamente, dispuestos a exponer la propia persona sin pedir nada a cambio, dispuestos al riesgo y a la afirmación publica”. Exactamente como Angelo Minotti, un mártir italiano. Una historia de otros tiempos, más fuerte que el odio, antiguo y todavía vivo, para quienes han elegido seguir a Jesús de Nazaret.

Traducido por José Martín.