En su segundo y último día de visita a Egipto, el Papa celebró el acto central con los católicos del país con una multitudinaria misa en el estadio de la aeronáutica militar de El Cairo en la que participaron decenas de miles de personas, entre ellas muchos coptos ortodoxos e incluso musulmanes.

Durante la homilía de una Eucaristía marcada por los símbolos cristianos de Oriente el Papa pidió a los católicos regresar a casa con alegría y les invitó a no tener miedo “a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado” y así “transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y para los demás”.


De este modo, Francisco les animó: “no tengáis miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente”.

A lo largo de su homilía en la que explicó el pasaje del Evangelio en el que se habla de los discípulos de Emaús Francisco centró su predicación en tres palabras: vida, muerte y resurrección.

 
Francisco recordó como el encuentro con el Resucitado transformó la vida de estos discípulos haciendo “fecunda cualquier esterilidad”. “La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón y detesta la hipocresía”. Según el Papa, “para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita”.


El Papa dijo que la “verdadera fe” da “la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados”.

Por ello, insistía en que “la verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de ser pequeño”.




Sobre la muerte, Francisco explicó hasta qué punto la muerte de Jesús desorientó  a los discípulos y advirtió de que en muchas ocasiones el hombre “se auto paraliza, negándose a superar su idea de Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre”.

“Cuantas veces se desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es la omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la omnipotencia del amor, del perdón y de la vida”, agregó.


La resurrección fue la última de las tres palabras en las que giró su homilía. Jesús transforma “la desesperación en vida” porque “cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina”, dijo el Santo Padre.
 
“Cuando el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz”.

Y por último indicó que “quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder”.