Comunicaban los medios de masas lo encantados que andan, según las encuestas, la mitad de los españoles con una incipiente realidad sociológica llamada “poliamor”. Para entendernos: la apoteosis de todos los fornicaderos nihilistas. El hecho de que la mitad de los españoles den su aprobación a las peripecias del poliamor no acredita más que un nuevo desvarío de la voluntad democrática (que tantas glorias ha dado a sus hinchas más irracionales).

Algunos psicólogos se han adelantado a describir este fenómeno en términos de “anarquía relacional”, dando cuenta de una poligamia informe y liberal en toda regla. Los eruditos del poliamor agregan que no hay de qué preocuparse, pues en esta clase de agrupamientos sentimentales vela gnósticamente la tácita norma civil del respeto.

Hagan memoria, sus eruditas señorías: la poligamia no fue conquista del progreso, sino de algunos nietos de Caín, que ya eran polígamos. Sobre cánones políticos, culturales o religiosos, la poligamia ha sido arbitrada a lo largo de la historia.

Nada similar a la perspectiva actual, que en el colmo de los despropósitos, ha encontrado en el poliamor un emparentamiento para lavar el adulterio, normalizándolo en una unión sentimental múltiple sin oficio ni beneficio. ¿Para qué afrontar un mal pudiendo validarlo? ¿Para qué solucionar el problema moral de la infidelidad pudiendo institucionalizarla? Los cuernos, debidamente legitimados por la democracia, son siempre unos cuernos bien vistos por la sociedad, y aún mejor llevados con orgullo por el pobre paria del poliamor.

El mal mayor no se acaba ahí: el poliamor completa la órbita de los fornicaderos nihilistas traídos a horadar aún más la maltrecha unión matrimonial

Una vez más, la teología tiene que hacer de institutriz de la sociedad, allá donde la filosofía se queda a oscuras. Fulton Sheen, prelado de eximia obra teologal, radicándose en el amor de Dios hecho hombre, concibe el amor en la identificación con otro ser (el ser amado). De donde se colige que la definición del amor es la identificación con el ser amado, y su realización es la desprendida dación a dicho ser.

Sin ir muy lejos, Cristo se identificó con los hombres dando su vida por todos. En lo sucesivo, sus seguidores entregaron sus vidas a la causa cristiana hasta llegar al martirio cuando fue necesario. En su definición, aplicación y fines, el amor (de génesis unívoca y teologal) no puede por más de ser el bien mayor, notado en presentarse para dar la vida por una causa que trasciende al yo. Desde su función sobrenatural, el amor cristiano refuta las relaciones ideológicas del ser y el no ser, de la falsa filosofía que ha hecho del hombre ante todo un competidor, oponente a sus congéneres. 

En la conyugalidad, el hombre que ama a una mujer -y viceversa- se identifica con ella y se da en entrega. Justo lo contrario al egotismo inserto en el poliamor, en el que un batiburrillo de sujetos identificándose consigo mismos instrumentalizan al resto para satisfacer el particular desenfreno.

Fulton Sheen también previó con claridad la plaga de los fornicaderos nihilistas al advertir que lo peculiar a esta era de lujuria era “la tendencia a igualar la perpetuidad del matrimonio con el placer carnal. Así que cuando el placer termina, se presume que el vínculo queda automáticamente disuelto”. Conforme los participantes poliamorosos dejen de ser instrumentos complacientes al yo, pasarán a formar parte de los basurales históricos de dicha aventura.

Esta poligamia desnortada aglutina todos los ostentosos males del amor contemporáneo: la sentimentalidad luciente de la autoexpresión del individuo, el mito del consentimiento voluntarista, la fraternidad sin sacrificios ni holocaustos, el amor sin cruz, el humanismo que de manera suicida asume la bondad del hombre por su naturaleza; en definitiva, la autodeterminación del amor como don inmanente. Casi una contradicción, si nos atenemos a que el amor se caracteriza por la trascendencia. Tal como el Espíritu Santo, viene de afuera, y se produce cuando la belleza de lo externo echa raíces normativas en nuestro interior para sacar lo más digno y bueno de nuestro ser.

Resulta poco menos que irrisorio creer por un momento que el hombre mayoritario actual, hombre competidor, ególatra y oponente, concebido en los talleres de la filosofía ideológica más implacable, se vaya a transfigurar taumatúrgicamente en Santa Teresa de Jesús al adherirse al poliamor. En tal espacio de poligamia ingobernable, no hay resquicio para el amor cristiano ni para cualquier sano remedo que de lejos se le pudiera parecer. Sin una identificación del otro como prójimo nuestro que es, no puede existir compromiso afectivo con rango moral. Lógico es que, a medida que el idilio del poliamor vaya creciendo en participantes y peripecias, la despersonalización, el desatino sentimental y la ausencia de consideración vayan en aumento. Por no hablar del caos parental que supondría la procreación en semejante sindiós. 

Lo más probable es que sus eruditas señorías del poliamor no se acuerden, pero el prefacio histórico e ideológico de todos los fornicaderos nihilistas fue el matrimonio civil o liberal, donde no había más regla moral que la voluntad de las partes. Por aquel entonces, el adulterio aún se consideraba anatema. Con la llegada del poliamor, se ha conseguido el hito de normalizar los cuernos por el hecho de ser queridos y compartidos, unos cuernos profundamente democráticos. 

El ejemplo magno siempre permanece. No hay mayor ejemplo de amor plural que el del Buen Pastor a Sus ovejas y viceversa. Son los corazones con locura de amor cristiano los más sabios para hacer volver en sí a los eruditos del poliamor. Los únicos corazones de sapiencia sin igual capaces de revitalizar la naturaleza del matrimonio que, a diferencia de la poligamia reglada con cuernos democráticos, siempre se consagró a un fin mayor, superior al de sus miembros. Lo sabía Fulton Sheen, maestro del amor al Buen Pastor: “El amor se convierte en desordenado si a uno no le guía un fin razonable”.