Una serie reciente de textos importantes, desde Feria (Círculo de Tiza, 2020), el libro de memorias de Ana Iris Simón, hasta el artículo de Diego S. Garrocho en El Español, Carta a un joven postmoderno, pasando por María Palmero en Vozpópuli con ¿Quién quiere tener hijos pudiendo ver Netflix y gozar de sexo sin compromiso?, plantean con crudeza el fracaso de la postmodernidad y del proyecto de vida que ésta propone a los jóvenes de hoy. Es una corriente de opinión que se abre paso: la traducción española de La teoría sueca del amor, aquel documental trágico.

Recomiendo los textos vivamente. Aquí no vengo a resumirlos, sino a centrarme en lo que nos interpela de una manera indirecta a los conservadores.

Cuando esos jóvenes caen en la cuenta del tocomocho de la postmodernidad (léanlos), miran atrás y añoran las vidas de sus padres y de sus abuelos, con familias numerosas, comunidades arraigadas y creencias estables. Han descubierto solos algo que ya escribió Chesterton: cuando se tiene enfrente un abismo, lo más progresista es dar un paso atrás. Una calle sin salida tiene una salida.

Ante estas personas o, mejor dicho, por ellas, el conservador tiene que hacer tres cosas. La primera, dejarse ya de la dichosa estrategia del aggiornamento, que consiste en rebajar o encubrir o terminar perdiendo nuestras convicciones para "abrirnos" a los demás. ¿No ven que los demás, cuando se interesan de verdad por nuestras convicciones, las quieren enteras, firmes, sin edulcorar, sin abrir, nuevas del paquete?

Luego, hay que entrar a saco en la batalla política. Como ellos denuncian, hay leyes y situaciones estructurales (precariedad laboral, problema de la vivienda, pérdida del significado social de la familia, depauperación educativa, etc.) que dificultan o imposibilitan la vuelta a lo normal. ¡Hemos de arremangarnos!

Por último, hay que prepararse a defraudarlos. Desean tener hijos, recuperar tradiciones, sostener principios contra viento y marea, encontrar un sentido… De alguna manera, incurren en la muy inspiradora paradoja de idealizar la realidad. Pero nosotros, los realistas, ni estamos a la altura ni somos exactamente lo que sueñan. Hemos de enseñarles que esto es así, y que les pasará; pero que uno puede reírse de sí mismo, porque el que falla es él, y no sus principios ni sus amores. Y cuando el que falla es uno, es un fallo pequeño, como uno. No se hunde el mundo.

Publicado en Diario de Cádiz.

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