El viaje apostólico del Papa Francisco a Irak ha brindado un precioso bálsamo a sus comunidades cristianas, diezmadas por la furia vesánica de Daesh. Como corresponde al ministerio que encarna, Francisco se está limitando a dar a Dios lo que es de Dios; pero la prensa occidental, que no reconoce a Dios, aprovecha la circunstancia para esconder la responsabilidad del César en toda aquella barbarie.

Los orígenes del llamado Daesh se remontan a los años ochenta, durante la presidencia de Ronald Reagan, que logró la autorización del Congreso estadounidense (entonces de mayoría demócrata), para reclutar en Arabia Saudí y otros países suníes un ejército de muyahidines que expulsaran a los rusos de Afganistán. Entre tal ejército de chacales figuraba un jovencito llamado Bin Laden, que algunos años más tarde alcanzaría universal fama derribando las Torres Gemelas. Fue entonces cuando los Estados Unidos y sus aliados (que conocían perfectamente la procedencia de Bin Laden, pues lo habían criado a sus pechos) decidieron lanzar una operación que distrajese a las masas cretinizadas. Y se pusieron a combatir el ‘terrorismo islámico’ mediante el misterioso procedimiento de derrocar a los dictadores de Oriente Próximo que más eficazmente lo mantenían a raya.

Por supuesto, aquellos dictadores -tan benéficos para las comunidades cristianas- nada tenían que ver con Bin Laden (de hecho, eran sus más enconados enemigos), pero osaban hacer cosas mucho más ofensivas: dificultaban el expansionismo de Israel, mantenían relaciones muy reñidas con Arabia Saudí y demás potencias suníes de la zona y, ‘last but not least’, se oponían a que el dólar monopolizase las transacciones del petróleo producido en sus respectivos territorios. Estos dictadores que protegían a los cristianos fueron derrocados con subterfugios diversos, a veces promoviendo ‘primaveras árabes’, a veces lanzando ataques militares dementes, como se hizo en Irak. Y en Irak, tras deponer a Sadam Husein, los ‘liberadores’ vaciaron las cárceles de criminales suníes, en una operación similar a la que se había llevado a cabo en los años ochenta en Afganistán. Sólo que esta vez, además, se dotó a estos chacales de instrumentos más sofisticados para favorecer su expansión: se les proporcionaron armas y munición, se les dio instrucción militar y apoyo logístico, se les abasteció económicamente para que pudieran captar mercenarios de todo el mundo. El objetivo final -compartido por Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí- era derrocar el régimen iraní; y para lograr ese objetivo final se permitió que, por el camino, Daesh exterminase o condenase al éxodo a las comunidades cristianas de Irak y Siria.

Y, entretanto, las masas occidentales cretinizadas y apóstatas cerraron los ojos ante el genocidio de los cristianos en Oriente Próximo, excitadas por la posibilidad de que la democracia llevase su evangelio negro hasta los confines del orbe. Caiga su sangre sobre nuestras cabezas.

Publicado en ABC.