El 11 de septiembre de 1683, Viena está asediada por un inmenso ejército turco al mando del gran visir Kara Mustafá y, reducida al hambre, está próxima a rendirse. Los turcos, detenidos por mar en Lepanto en 1571, han continuado por tierra su avance, que parece irrefrenable, y después de Viena ya vislumbran Roma y San Pedro. Todo está dispuesto para el acontecimiento para el que trabaja el islam desde hace mil años. Las fuerzas turcas son claramente superiores a las cristianas, pero sucede lo imprevisto. Marcan la diferencia un genial capitán polaco, el rey Juan Sobieski, y el padre capuchino Marcos de Aviano. Encargado por Inocencio XI de formar una Liga Santa contra los turcos, consejero y confesor del emperador Leopoldo I, Marcos consigue unir los esfuerzos de España, Portugal, Polonia, Florencia, Venecia y Génova.

La víspera del enfrentamiento, tras confiar a la Virgen María el destino de Viena, el capuchino se dirige a Dios con esta súplica: “¡Oh gran Señor de los Ejércitos! Contémplanos, postrados aquí a los pies de tu Majestad, para implorarte el perdón de nuestras culpas. Sabemos bien que hemos merecido que los infieles empuñen las armas para oprimirnos, porque las iniquidades que cometemos todos los días contra tu bondad han provocado justamente tu ira... No olvides, ¡oh Señor!, que si permites que los infieles prevalezcan sobre nosotros, ellos blasfemarán tu Santo Nombre y se burlarán de tu poder, repitiendo miles de veces: ‘¿Dónde esta su Dios, ese Dios que no pudo librarles de caer en nuestras manos?’ No permitas, ¡oh Señor!, que se te reproche haber permitido la furia de los lobos justo cuando te invocábamos en nuestra miserable angustia. ¡Ven a socorrernos, oh gran Dios de las Batallas!”

Mientras Viena está en oración, y tras haber celebrado misa en la colina de Kahlenberg ante todo el ejército, Marcos grita, dirigiéndose a Sobieski: Iohannes vinces! [¡Juan, vencerás!] La victoria del ejército cristiano sobre el ejército turco es una debacle de proporciones tan incalculables como imprevistas. Hasta el punto de que Mehmed IV enviará a su gran visir una cuerda de seda verde invitándole a poner fin a su vida con ella. Al día siguiente, mientras los pasteleros vieneses inventan los croissants, dulce en forma de medialuna, en la iglesia de la Virgen de Loreto se celebra el solemna Te Deum de agradecimiento, e Inocencio XI, atribuyendo la victoria a la intercesión de la Virgen María, decide festejar la salvación ante ese peligro instituyendo el 12 de septiembre la festividad del Santo Nombre de María.

Al contrario que el Occidente cristiano, que ya no sabe quién es y que, en consecuencia, ha perdido la memoria, el islam recuerda bien la historia. Trescientos dieciocho años después, un 11 de septiembre, el 11 de septiembre de 2001, el islam pudo tomarse la revancha y las torres de Manhattan se derrumbaron. Al frente de la Iglesia católica hay entonces un Papa polaco que sí conoce la historia y la recuerda, y en 2002 Juan Pablo II restablece la festividad del Santo Nombre de María, que entretanto había sido suprimida.

La lucha por liberarse de la pesadilla del islam turco duró siglos. Siglos de matanzas, secuestros, violencias.

¿Y ahora?

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.

Angela Pellicciari es autora de Una historia única. De Zaragoza a Guadalupe.

Traducción de Carmelo López-Arias.