Hoy es «miércoles de Ceniza»; comienza la Cuaresma. Hemos de reconocer que esto ya no es hoy noticia. Ni una cosa ni otra seguramente les dice nada a la mayoría de los que viven en un mundo secularizado, para quienes todos los tiempos son iguales. Para muchos la palabra Cuaresma es un término extraño y aun sin contenido ni sentido. Para quienes somos cristianos, sin embargo, es un tiempo –debería serlo– de singular importancia dentro del año. De él se puede decir que es «el tiempo especial propicio, el tiempo de la salvación», días de gracia y de perdón, días de preparación para celebrar la muerte y la resurrección de Jesús, donde el cristiano encuentra su origen, su razón de ser, su verdad y su fuerza; es un camino que se nos abre a los cristianos todos los años para actualizar lo que somos: «Discípulos de Jesucristo», el Señor, «hombres nuevos» con la novedad del Bautismo y de la vida nueva –la caridad– conforme al Evangelio.

Desde la imposición de la ceniza a la noche de Pascua, los cuarenta días de la Cuaresma constituyen una llamada constante a la conversión, es decir, a desandar los caminos errados, a cambiar de vida y volver a Dios, Padre que se nos ha revelado como Amor sin límites en el rostro humano de su Hijo, colgado de la Cruz, en quien nos ha amado hasta el extremo y nos ha liberado de toda esclavitud y muerte. En estos tiempos en que se expulsa a Dios de tantas vidas y de tantos espacios humanos, la Iglesia, en Cuaresma, llama de manera muy especial y apremiante a volver de nuevo a Él, y así ofrecer, con renovado vigor, a todos el testimonio de Dios vivo, que quiere a los hombres, lo «ha apostado» todo por el hombre y por su salvación: para que el hombre viva con una vida dichosa e imperecedera.

La Cuaresma de 2010 no nos cierra los ojos ante todo lo que nos está sucediendo en estos momentos; paro altísimo, problemas económicos, sociales y familiares, quiebra moral, marginación y desigualdades graves, individualismo e insolidaridad, violencia doméstica, manipulación de las conciencias, quiebra humana y humillación del hombre, pérdida del sentido religioso y olvido de Dios, y tantas cosas que nos están pasando –sin olvidar ni omitir los pecados, las debilidades y las infidelidades a la fe y a la Iglesia por parte de los cristianos– pueden inducirnos fácilmente a condenar estos tiempos, que, sin embargo, están tan necesitados de infinita compasión, de misericordia, de amor, de gratuidad, de justicia, de perdón, de aquella caridad paciente, amable, desinteresada, que no se irrita, que no lleva cuentas del mal, disculpa sin límites, se alegra con la verdad, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, de la que nos habla San Pablo y que brota de la fuente inagotable de Dios, que es Amor.

Dios reclama de nosotros su compasión y su amor, que, en su Hijo, no condena, sino que salva solidarizándose en la Cruz con la miseria y el dolor de los hombres, padeciéndolo con ellos y sembrando ahí todo su amor que rescata y saca del abismo. Lo que estamos viviendo debería urgirnos más a los cristianos a «revelar y no velar el verdadero rostro de Dios», acercar a los hombres que padecen de tantas maneras hoy, en nuestro testimonio personal y colectivo, el amor de Dios en Jesucristo, como el Papa nos pide en su última Encíclica «Caridad en la verdad» y en su Mensaje Cuaresmal. «Es muy difícil que un hombre encuentre así a Dios y no cambie». Esta es la conversión que Dios pide.


*Publicado en el diario
* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.