¿Qué es la vida?, se preguntaba nuestro gran poeta del Siglo de Oro, Calderón de la Barca, en su célebre obra La vida es sueño: “¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño; / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son”. Incluso en este supuesto de sueño, Segismundo concluye que la quiere aprovechar, vivir con coherencia y pidiendo perdón por sus faltas. Sueño o no, la vida es algo grande.
 
Dejemos la literatura clásica, importante pero olvidada en nuestra época. Y preguntemos a la diosa Razón, a la ciencia, a los biólogos. Para ellos, en su ámbito propio, la vida es el centro de su estudio, pero una vida basada en interconexiones de elementos físico-químicos, que hacen moverse y relacionarse a los animales, animales irracionales (el perrito de mi abuela) y racionales como tú y yo.
 
Los psicólogos hablan de la vida como algo de más complejidad; hay un elemento más difícil de analizar al que llaman comportamiento, y les guste o no, es un tanto impredecible. Hay estudios de pautas de comportamiento, estadísticas, pero siempre hay casos (personas) que no cuadran totalmente en el paradigma. En la medicina también abunda la referencia a la vida. La cuestión final es si el paciente seguirá viviendo, y viviendo con una determinada calidad de vida, o no. Aunque también hay vidas como elemento de laboratorio, o vidas que incluso aconsejan desechar.
 
Pero para el hombre de la calle, aunque sea biólogo, psicólogo o médico, la vida es algo más. La experimenta a diario, se relaciona con ella existencialmente. Para algunos, a quienes llamamos pesimistas existenciales, se trata de una broma pesada, un rebotar de circunstancia en circunstancia tratando de que nos afecte poco la muerte de tal persona querida, la enfermedad de este otro conocido o las dificultades en su propia familia, vida o trabajo. Para otros, más prácticos, la vida es un tiempo para disfrutar, hacer cosas, cuantas más mejor. Y en nuestra sociedad cada vez somos capaces de hacer más cosas. Hacemos casi cualquier cosa que queremos, y este sueño de poder, este crecimiento en la potencia, nos va llevando hacia la ensoñación de la omnipotencia. Se puede hacer todo, y también nos podemos hacer totalmente a nosotros mismos.
 
Es el dogma del existencialismo. Yo hago mi vida, y esta acción es buena, o al menos buena para mí, porque yo lo he decidido y lo he elegido libremente. No existen las barreras, los límites, la deontología profesional, los principios morales… Lo que los filósofos llaman “naturaleza”. Y de ese existencialismo damos el salto inevitable al relativismo, todo depende, todo es relativo, y esa constatación del todo desemboca en el totalitarismo, en lo que Benedicto XVI llamaba dictadura del relativismo.
 
Un ejemplo demasiado real y preocupante es la relativización/absolutización del sexo. En Canadá, un niño de doce años cree tener disforia de género: es niño y se siente niña. El médico, tras una breve consulta, le diagnostica 'disforia de género' y le hormonan, sabiendo que el tratamiento le va a dejar estéril para toda su vida y con riesgo para otras enfermedades. Pero el niño lo ha decidido, es correcto, “se hace” niña. Además, si los padres se niegan al cambio de sexo de su hijo, le retiran la custodia, argumentando que si se impide al niño cambiarse de sexo, podría suicidarse. Lo relataba recientemente Gabriela Kuby, experta en estos temas.
 
En España, dependiendo de la comunidad autónoma, no se necesita ningún diagnóstico médico: cualquiera puede declararse del otro género (o de uno cualquiera entre los muchos que se pueden reclamar) y exigir hormonas y tratamientos. Es lo que los lobbies llaman "desmedicalizar" o "despatologizar la transexualidad". Lo que digan los médicos, insisten, da igual. Ni siquiera importa la ciencia, la medicina; basta que yo lo decida.
 
Me sabe a poco la respuesta científica, incluso psicológica y existencialista. La vida no es algo de por sí negativo, ni tan libre y relativo como afirman otros. Es un camino por el que vale la pena avanzar. Tiene barreras para evitar que caminemos hacia un precipicio real, sobre el que no vamos a poder volar (aunque nos empeñemos). Tiene luces y sombras. Pero sobre todo es un buen camino hacia el bien, hacia la belleza, hacia la verdadera alegría. El Bien está en el horizonte, y siempre nos atrae, nos empuja hacia arriba. Ese bien se identifica con el amor.