«La peste es la ignorancia. Eso es lo que verdaderamente acabará con el hombre». Sólo por esta frase merece la pena ver la serie. Cuesta trabajo encontrar ejemplo más acabado de profecía autocumplida.
 
Hay que comenzar haciendo caso omiso a detalles de atrezzo que se clavan como aguijones, verbigracia, esas velas rojas. Nada menos que rojas, con lo caro que era teñir la cera. Se ve que había rebajas en el Todo a un euro (antiguo Todo a cien; conviene aclararlo para los que tengan poco sentido de la Historia) de la esquina. Hay luces encendidas por todas partes y a todas horas, incluso de día. En el cap. 4, en casa de una muchacha tan pobre que decide prostituirse, hay más de seis al mismo tiempo, con el sol entrando a raudales por la ventana. Y lo mismo en el hospital. Que lo único que les faltaba a los pobres religiosos que sustentaban los hospitales con limosnas era gastarse el dinero en velas para tenerlas encendidas de día. Esto ya no es mayor o menor conocimiento de la Historia. Es puro sentido común.
 
Cuando afronta el cap. 2 el espectador avisado ha comprendido ya que estamos todos: el irremediable cura que maneja en las sombras toda la trama (¿saben los creadores de la serie de dónde viene este personaje y que lo han heredado?), el oro como única obsesión de los españoles en el Nuevo Mundo, la incapacidad nacional para la industria y los negocios... Esto, claro está, viene aderezado a la posmoderna con su sexo, su gay, su poquito de género y su canesú. En la fábrica de añil escuchamos lo que requiere la puesta en escena de esta Sevilla roñosa y repugnante: «Se exporta a Flandes. Debe ser de las pocas fábricas sevillanas que exporta algo». Pero resulta que se exportaban muchas manufacturas locales desde ese puerto: loza, paños, libros, vino, sal... y hasta sofisticados productos farmacéuticos trasatlánticos como la quinina, que era el no va más de la medicina de la época. Cualquier profesor de historia de instituto de Sevilla hubiera podido informar a los autores, que probablemente no sabían que necesitaban ser informados. Porque como muy bien señalan: «La peste es la ignorancia. Eso es lo que verdaderamente acabará con el hombre».
 
Los vericuetos teológicos del cap. 3 son para asustar. Naturalmente el protagonista vive perseguido porque es el impresor que alumbró la famosa Biblia del Oso y estuvo relacionado con un grupo protestante local: «Casi todos tuvieron tiempo para escapar a Ginebra, yo no». Pues no le arriendo la ganancia, porque si hubiera podido, como pudo Servet, ir a buscar refugio en los faldones del calvinismo, le hubiera ido bastante mal. Primeramente le hubiera sido imposible ir a emborracharse en los mesones, cosa a la que es muy aficionado. Estaba el alcohol muy prohibido en Ginebra. Tanto que tuvieron que cerrar todas las tabernas. Pero en el caso de que lo hubiera conseguido y proclamado alegremente a gritos, como hace el protagonista, que «Dios está en todas partes... en las frutas, en los pechos de las mujeres (...), en las música y los órganos (...). Todo es Dios», los diáconos de Calvino lo hubieran quemado varias veces. La primera por borracho. La segunda porque la música (y hasta el toque de campanas) estaba prohibida en Ginebra, y la tercera por panteísta. Confundir a Dios con sus criaturas es creencia intolerable en la Cristiandad oriental y occidental, entre católicos y protestantes, entre musulmanes y judíos. Cabe preguntarse si quien escribió el monólogo del mesón cree que lo dicho es cosa remotamente protestante. Posiblemente no le surgió la duda y no sintió la necesidad de preguntar. Hay en España muy buenos protestantes que, como el profesor de instituto, le hubieran sacado gustosamente del error.
 
En el mar de tinieblas católicas en que le ha tocado vivir, el médico (confusamente tocado con un gorrito que recuerda la kipá judía) se queja con amargura: «Son piñas. Una fruta de Indias. Los indios la utilizan para cicatrizar heridas... Si la Iglesia supiera todo esto lo quemaban todo conmigo dentro. Por brujo. Con la mitad de todo lo que aquí hay se podrían curar más de cien enfermedades y, sin embargo, tengo que esconderlo». Qué lamentable error de localización. Si lo que apetece es quemar brujas no es a Sevilla donde hay que ir a rodar, sino a Ginebra o a cualquier territorio germánico o protestante en general. Por miles. Y ya no hace falta ni tirar de bibliografía para informarse. Basta con la socorrida y democrática Wikipedia. Búsquese «caza de brujas» y luego el apartado «Distribución geográfica».
 
En fin, tengo más de 10 páginas de disparates que no hay espacio para comentar. Pero hay dos que no se pueden dejar pasar: la traca final quemando herejes en un Auto Sacramental y la frase del último capítulo a modo de colofón de todo lo anterior. España produjo exactamente 12 mártires para el protestantismo, los cuales han dado lugar a tantos libros, comentarios y menciones que parecen doce mil. Los mártires católicos que produjo el protestantismo pueden competir con la guía de teléfonos de una ciudad mediana. Y con esto llegamos a la frase genial: «Se embarcan los deshechos, los que aquí no tenían futuro, esperando volver a empezar». Hay pocas migraciones en la Historia de Occidente más supervisadas, cuidadas y mimadas que la que fue al Nuevo Mundo desde España. A Cervantes no le fue permitido viajar. ¿Por qué? Pues porque no tenía oficio ni beneficio. Había sido soldado pero ya no podía serlo tras quedarse manco. Y había que evitar que las Indias se llenaran de aventureros sin cualificar.
 
Así vamos educando a las nuevas generaciones en la misma idea, venerablemente antigua y muy, pero que muy carca, a saber, que la historia de España, hasta en su momento de esplendor, no ha sido otra cosa más que roña, ignorancia, corrupción, intolerancia y tinieblas. Es muy posible que el producto además se exporte y que por lo tanto se vea fuera de España. Es fácil suponer que tendrá un éxito notable en las tierras del protestantismo, porque contribuirá a reforzar la idea, tan arraigada entre ellos, de su superioridad moral intrínseca, cuasi genética. Para más inri con un producto español, que es ya como un rizar el rizo del virtuosismo en la autoafirmación. Tendrían que hacer milagros la Marca España y el Instituto Cervantes, que llevan décadas trabajando para mejorar la imagen de España en el exterior, esfuerzo pagado con el dinero de todos los españoles, para contrarrestar el efecto nocivo que La Peste va a provocar. El perjuicio es enorme y somos muchos los perjudicados, pero no parece que tengamos derecho a la querella. Movistar ganará dinero, como lo ha ganado Oro, a costa de la reputación de España que, como no es de nadie, puede ser dañada sin que se exija reparación.
 
Para que se vea el asunto un poquito más claro conviene que el lector caiga en la cuenta de que son muchas las series y películas sobre el periodo Tudor, y en ninguna se menciona las horribles persecuciones religiosas que tuvieron lugar en aquel reinado del terror. Nadie ha visto nunca reflejada en las series de ficción cómo eran las atroces ejecuciones de católicos y también de cuáqueros, anabaptistas y otros: Hanged, drawn and quartered, según rezaba la fórmula. De todos los que no eran anglicanos. En 1998 ganó un Oscar la hagiografía Elizabeth de Cate Blanchett. Vemos en ella a la Gran Armada de Felipe II ardiendo por los cuatro costados derrotada por los barcos ingleses y escuchamos hermosuras como esta: «Me llaman la reina virgen, sin hijos... Soy la madre de mi pueblo. Esa armada que navega hacia nosotros lleva la Inquisición en sus entrañas. Dios no quiera su triunfo o no habrá libertad en Inglaterra ni de conciencia ni de pensamiento». Llevamos siglos repitiendo lo que escribieron y fabricaron los enemigos de la hegemonía española. Siempre copiando lo que dicen pero nunca copiando lo que hacen.
 
La serie está teniendo un gran éxito. Así nos va. Efectivamente, la peste es la ignorancia.

Publicado en El Mundo.